viernes, 6 de septiembre de 2013

La demonización de lo ordinario




El martes 13 de agosto de 2013, en La Paz, se llevó a cabo la presentación de La última pieza del puzzle (Editorial 3600). Ese volumen de relatos viene precedido de un generoso prólogo escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot (ganador del premio Casa de las Américas de novela). Aprovecho para agradecer a Claudio por su indulgencia al apreciar el libro y pongo el texto a la disposición del lector.


 


La demonización de lo ordinario
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Marssac-sur-Tarn, en el Mediodía francés, a decir mío en la juventud, la región más hermosa del mundo. Y tal vez una de las más sombrías.
De la Lille grisácea bajé a la lodosa Amiens, atravesé el bosque de Compiègne, de tan alegres alguna vez y, posteriormente, nefastos recuerdos. París. Poitiers, hacia el sur, cuando se extraviaron las grandes ciudades y deambulé en la noche perdida de Lodève, en el Larzac. Percibí, ya entonces, lo sombrío del lugar, que años después se confirmó con las historias de la Bestia de Gevaudan, bestiarios medievales, piras humanas que iluminaban el cielo de los fatales albigenses, la tragedia cátara.
Béziers, Narbonne, lo mismo. Inmensos muros como queriendo detener el futuro; helados, negros, marcados de orín sus metales. Languedoc, Rosellón, trashumar por la geografía con los vellos erizados.
En Marssac-sur-Tarn, cerca de Albi, entre no más de tres mil habitantes, vive Guillermo Augusto Ruiz Plaza, escritor boliviano, poeta y cuentista, hábil prestidigitador de las oscuridades que abundan en los resquicios de ese otro sur. Cómo dio con su humanidad allí, es una interesante historia que podría servir para analizar la sabrosa hibridez literaria que lo caracteriza. Autor premiado, Guillermo parece trajinar con calma una senda segura en las letras, el paso y el pulso firmes, con garantía de buena literatura, sin por ello caer en la avidez de brillo, simple neón, que aparece en algunos contemporáneos suyos. No la necesita.
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Leí de corrido La última pieza del puzzle. Eso dice mucho de un texto, su dinámica. Virtud que inmuniza a un libro contra desglosadores y críticos con ánimo de charcuteros.
En él predominan los entornos cotidianos, por lo general familiares, como en un réquiem de pesadas pausas, que hablan de abuso, dominio, obsesiones, miserias, elementos que, en una sociedad cerrada, no son circunstanciales sino característicos. Por tanto, van a despertar no sabemos cuándo una reacción que, a través de cada relato, se va haciendo cadena, no de horrores en mi opinión, sino de hálitos vivificantes. Por otro lado, el divertimento de intercambiar uno por otro, trastocar los roles, hace que la circunstancia fortuita desequilibre lo esperado, destruya las expectativas, invente otras. Un péndulo que pareciera moverse al mismo ritmo, pero no a la misma hora, en cada uno de los cuentos.
Dividido en dos secciones, La última pieza del puzzle explora en la primera, FUGA, los meandros por los que la gente transita para desembarazarse de esa carga que significa la sociedad, siendo la familia su mejor representación, y dentro de cuyos muros se sofoca el ser humano. Vale recordar a Octavio Paz en El laberinto de la soledad, y una explicación, la pongo sintetizada, del porqué de los asesinos y los asesinatos en Norteamérica: la violencia como último recurso, si no el único, para huir de la sordidez de las paredes que han tapado el sol. Violencia que, en estos relatos, guarda cierta cadencia y, al tiempo de señalar una salida, remite al término musical de fuga, variaciones en torno a un motivo que se repite. No en vano los epígrafes salen de grupos de rock y señalan el anti-establishment que las acciones de los protagonistas conllevan.
Es posible deshojar los relatos como unidades aisladas y disfrutar de cada uno en su excelencia singular, pero lo realmente valioso está en el conjunto que transmite –habilidad del escritor– una compleja sensación de horror y alivio y sorpresa, cuando los personajes, sobre todo en FISURAS, quebrantan las normas de lo aceptado, “lo real” tal como lo entendemos, con historias inesperadas.  Me gustaría anotar un par de argumentos, mas eso le quitaría al lector el placer de ir descubriendo un sutil entramado que lo envuelve y lo atrapa hasta que, de pronto, en un giro, se abren fisuras, brechas en el muro de la realidad tal como la percibimos.
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Dos epígrafes inician la demonización de lo ordinario que caracteriza este libro: una de The Wall, Pink Floyd, y otra de Sergio Pitol. La sentencia de Waters-Gilmour de que no somos otra cosa que un ladrillo en la pared, y que cada uno compone en comandita el muro que supuestamente protege pero que luego aprisiona. En algún momento, lo frustrante de esta sofisticada y viciosa prisión, burda y canalla a un tiempo, donde todo se acepta mientras esté escondido, tiene que estallar en violencia, en hijos contra padres, por ejemplo, emblema transgresor por sí mismo, explorado con horrorosa magia por Ambrose Bierce en El club de los parricidas.
La cita de Pitol sugiere la crueldad del encierro pero habla también de prodigios. Estos vienen en Ruiz Plaza con tintes oscuros. En FUGA, la violencia implica el ataque a lo más cercano, lo íntimo, lo que nos justifica y define: los padres y en suma Dios, el estatus quo que permite el horror codificado y aceptable. En FISURAS, en cambio, adopta formas que se desfasan de lo considerado normal por su matiz extraño o fantástico. Ambas atentan contra esas construcciones que hemos creado y seguimos creando para beneplácito y amargor nuestro, por paradójico que parezca.
La última pieza del puzzle no solo es un trabajo bien logrado en emociones extremas. Es pulcro, escrito con precisión y finura. La temática podría anunciar un universo de exabruptos y truculencia innecesaria, y no es así. Los narradores se mantienen en sus cabales. No forman parte del rito de la muerte ni se permiten ser fascinados y mareados por ella; no pierden la compostura y dicen lo que quieren decir. Hay suspenso y espanto; la fascinación le corresponde a quien está del otro lado de la página. Podríamos hablar de una complicidad que se crea con los protagonistas –victimarios o irreverentes, casi nunca víctimas o conformistas–. Sugerente, brutal, incluso apacible cuando el “trabajo” se ha “cumplido”, aunque esto implique quemar los restos del padre en la chimenea de casa.
Lectura vital, de riesgo, subversiva y sin embargo lúdica, que atenta contra los cimientos que sostienen el estrado. En Goya, Saturno devora a sus hijos (importa el arte, no la imagen). Acá es a la inversa: la sociedad se regenera a sí misma, se permite aberraciones y fomenta rebeliones siempre calculadas con meta de eternidad. Sin embargo, en este libro no hay respuestas. Cito al autor: “(…) el puzzle de estos cuentos es metáfora de la realidad, donde siempre falta una pieza, a veces decisiva. De forma indirecta plantea la pregunta: ¿Es posible llegar a conocer la realidad? ¿O estamos condenados a interpretarla, es decir, a llenar sus brechas con la imaginación?”. Lo sabremos al colocar la última pieza… si la encontramos.
Claudio Ferrufino-Coqueugniot

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