miércoles, 26 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza (3/3)



Hacia una estética total

El Saturno de Goya resulta inquietante también porque el color negro, predominante, cierne al dios animalizado como la arena movediza –otra célebre pintura negra– que el perro goyesco tiene al cuello: ese perro somos nosotros y la vida es ese remontar –o hundirse– en las densas arenas del tiempo. Esa condición ambigua (como resume Camus) fue sublimada en las tragedias griegas; en las plumas y pinceles de los modernos, se encarnó –se encarnizó– en fealdad y vacío. Para definirse, el arte moderno tuvo que negar lo hermoso, y por esta vía llegó a exaltar la oscuridad interna y el horror del mundo.
No obstante, en el arte contemporáneo, esta dicotomía parece haber sido resuelta. Que yo sepa, hay por lo menos dos artistas cuyas obras ponen en tela de juicio el concepto moderno de vanguardia, al recuperar, aunque de forma perversa, no sólo técnicas del pasado (superando el orgullo moderno de hacer tabla rasa con la tradición), sino también, en el plano conceptual, el carácter unitario de la belleza, eje central del arte clásico. Al hacerlo, estos creadores trascienden la oposición artificial entre belleza y fealdad, entre clasicismo y modernidad, para tender a una síntesis estética sin precedente, creo, en la historia del arte.
El nacimiento de Venus, foto de Joel Peter Witkin (Brooklyn, 1939). A primera vista, la escena es idéntica a la de otros cuadros tradicionales con el mismo título. Una mujer, figura central, sale de las olas, en una concha, suavemente arrastrada por el soplo de dioses alados. A la izquierda se enlazan en el aire Céfiro y Cloris (el viento y la brisa); a la derecha, la espera una Ninfa (la primavera) para cubrirla con un manto floreado. La mujer tiene la actitud de una Venus púdica, con una mano sobre los pechos y la otra sobre el sexo. ¿El sexo? Tanto la Venus como la Ninfa de Witkin tienen pene. El impacto del espectador es tanto más grande cuanto que la escena es conocidísima y, por tanto, supuestamente previsible. El engaño también consiste en haber escogido como modelos a dos transexuales, de tal forma que, de no ser por ese detalle, ni por sus cuerpos ni por sus caras hubiésemos podido caer en la cuenta del desvío con respecto al modelo. La primera reacción: es otra parodia de un cuadro clásico, una nueva tentativa moderna de destruir la belleza o de burlarse de ella. ¿No le pintó un tal Duchamp bigotes a la mismísima Monalisa? Pero lejos estamos, en la obra de Witkin, del gesto que se agota en sí mismo, de una irreverencia pura, por así decirlo, que podía tener sentido cuando el canon clásico aún tenía dos o tres pilares en pie, alentando las travesuras de los modernos. Hoy nos movemos entre ruinas. Tanto hemos destruido ya, que la posibilidad de la transgresión resulta cada vez más ilusoria. Paradójicamente, la única transgresión posible consistiría en recuperar precisamente aquello que los modernos rechazaron, es decir, oponerse al positivismo artístico, que cree siempre estar avanzando… ¿adónde? Si no existe el progreso en la historia, ¿por qué existiría en el arte? ¿Qué sentido puede tener la palabra vanguardia si ya no hay nada ni nadie a quien atacar?
La obra de Witkin recupera visiblemente la idea de que la tradición es una fuente inagotable de ideas y formas que tienden a la intemporalidad. De que es lícito recuperar modelos si la intención es superarlos. De que la moda maquilla cuando la misión del arte es buscar la verdad. Qué lejos estamos aquí, en efecto, de aquel Baudelaire que, augurando un nuevo periodo estético, llevó a cabo un ardiente elogio del maquillaje.
No que, en estas fotos, falten ornamentos o decorados o disfraces; muchas veces, al contrario, abundan en ellos. Pero la función de dichos elementos no consiste en disimular la cruda verdad puesta en escena, sino en potenciar su expresividad: su belleza.

El envoltorio, la composición y los homenajes a los maestros de la pintura no sirven (…) para disfrazar el principal motivo de cada imagen, todo lo contrario, sirven para resaltarlo. Witkin no esconde…[1]

Las fotos de Witkin corrompen uno o varios modelos clásicos, a la manera de un corrosivo que, a la vez, fungiera como fertilizador. Para éste, en efecto, corromper es crear. Es necesaria, pues, una materia prima –un modelo estético–, como el parasito necesita un cuerpo del cual alimentarse para sobrevivir y, de esta forma, dar vida. Demos otro ejemplo: Las Meninas (1992): parodia impresionante en que todas las figuras del cuadro de Velázquez son violentamente degradadas e incluso mutiladas, no sólo en las posturas y las actitudes, sino también en la materialidad de los cuerpos. Se podría pensar que este arte busca destruir gratuitamente, que empieza y termina en el gesto cruel de desgarrar un modelo hermoso. En realidad, Witkin busca regresar a un origen unitario, en sus propias palabras se trata de un retorno a la unidad sin diferenciaciones, lugar original –y final– en que se enlazan la vida y la muerte, pero también –¿no hemos dicho que su estética tiende a la totalidad? –la pre vida y lo post mortem: la mezcla de fetos y miembros de cadáveres, en uno de sus bodegones, ilustra bien este aspecto de su arte. Para regresar a esta unidad sin diferenciaciones, resulta lógico que, al representar la belleza, Witkin escoja a un transexual. En otras palabras, el retorno al origen pasa necesariamente por la búsqueda de una identidad perdida: la andrógina.
Como el Saturno de Goya, estas fotos no buscan reconfortar, sino inquietar, es cierto; pero esa inquietud es solo el primer paso hacia la reflexión y la búsqueda de la verdad. Horizontalmente, este arte busca la sincronía de distintos tiempos artísticos; verticalmente, busca la profundidad. Este doble movimiento opera en cada una de sus imágenes:
Invariablemente Witkin se inspira en momentos y estilos de la historia del arte. Es fácil reconocer al Bosco en muchas de sus imágenes, pero también las formas recargadas del barroco, la belleza de un Botticelli o las composiciones de Goya o Velázquez. Las citas muchas veces son directas: El nacimiento de Venus se transforma en sus manos en una reunión de transexuales copiando al detalle la composición del conocidísimo cuadro, y los bodegones barrocos se convierten en fotografías donde las frutas rodean una cabeza o alguna otra parte de un cadáver desmembrado, recordándonos que eso forma parte de la naturaleza…[2]
Así, en la obra de este fotógrafo, la sincrónica confluencia de modelos está puesta al servicio del pensamiento. No se trata de un juego o una dispersión, sino de una búsqueda sistemática. Por ejemplo, nunca antes, en la historia del arte, las naturalezas muertas habían llevado tan bien su nombre. En la obra del estadounidense, los bodegones no tergiversan una de nuestras características fundamentales: formar parte de la naturaleza como los animales o la hierba. Allí donde antes se podía apreciar una perdiz o una oca muerta, ahora se ve una cabeza haciendo las veces de maceta, un pie amputado o un seno sobre una bandeja de metal. No soy una persona oscura –explica Witkin–, sólo trato de ser realista.
El fotógrafo prepara la escena para capturar, en una quietud impactante, lo perturbador y, a la vez, lo sublime de nuestra condición. Este arte fertiliza el cuerpo que mutila, y en ese sentido su empresa recuerda los rituales primitivos, en que el sacrificio sangriento no mancha, sino que lava y purifica. Mi arte es un trabajo sagrado, dice Witkin. Porque esta fotografía siniestra es un arte-ritual cuyo objetivo, según sus propias palabras, es revivir una situación que es original, donde todo lo que es discriminado y excluido encuentre de nuevo su inocencia. Y el hombre tiende a discriminar y excluir todo aquello que no quiere aceptar: su propia naturaleza y condición, plenamente desvelados por Witkin.


Como Witkin, Dino Valls (Zaragoza, 1959) es el representante de un tipo de arte nuevo que desafía muchas de las sagradas presunciones del Arte Moderno del siglo XX. Imágenes de adolescentes andróginos en escenas de exámenes médicos o de sigilosas torturas en marcos austeros, nunca referenciales; cuerpos no se sabe si torturados o amados, pero que llevan marcas significativas en la piel; miradas vidriosas en que se adivina el sufrimiento de la condición humana, pero cuyo brillo nos comunica lo más alto de nuestro pensamiento…
Dino Valls desea proyectar en sus obras imágenes provenientes de la parte más oculta de nuestro imaginario. Esas proyecciones serían como tabous encarnados, fantasmas censurados por nuestra conciencia, por todo lo que encierran de primitivos, porque a menudo manifiestan un lazo íntimo con lo animal… Paradójicamente, para Valls, este sustrato común –materia de nuestras pulsiones y miedos–, es lo que nos vincula en tanto que seres humanos. Esa materia, pues, nos animaliza y nos humaniza a un tiempo, en un movimiento que nos ilumina y nos hunde en la noche; escribe Antón Castro: Dino Valls viaja, desde la claridad y la conciencia, hacia la oscuridad que nos habilita y nos conforma íntimamente. Pero el movimiento inverso opera igualmente en esta pintura ambivalente; como explica el propio artista: Proyecto imágenes del inconsciente, del trasfondo psíquico común a todos, afirma el pintor español (“Reflexiones sobre mi pintura”), y añade: Pretendo que mis cuadros sean como espejos lo bastante lejanos como para poder contemplar, en nuestra mirada, las pulsiones y los miedos primordiales (esenciales), pero sabiendo que los ojos que miran son intelectualmente el punto amargo y sublime de la evolución…
De este modo, naturaleza y cultura, en una lógica unitaria, total, presentan (pero en ningún caso re-presentan) imágenes sintéticas y sincrónicas de la belleza a través de los siglos. De ahí que las dicotomías pacten en su obra de modo ostensible, con un matiz más luminoso que en Witkin. No es extraño, pues, que la crítica subraye esta característica de la pintura del español como rasgo distintivo y novedoso:

Una obra culta, de inconfundible personalidad, inquieta e inquietante, realista y mágica, perversa e inocente, poética y cruel…[3]

Hay angustia donde hay amor, hay erotismo donde se encuentra la muerte[4].

Es la conjunción de lo consciente con lo inconsciente, de lo subjetivo con lo objetivo, de lo fácil con lo dificultoso, de lo circunstancial con lo eterno[5].

Dicho esto, cabe señalar un último tramo en este camino estético, y es que la unicidad y la totalidad buscadas por Valls se logran ciertamente a través de la unión de lo inconsciente y lo objetivo –en este sentido, cabe destacar la precisión casi fotográfica de los cuerpos que pinta–, pero igualmente por medio del engranaje del yo con una perspectiva ancestral y colectiva. A juzgar por la búsqueda unitaria de su obra, esta sincronía, como la denomina Valls, es una obsesión. Para llegar a ella, recurre a diversas técnicas pictóricas de diferentes épocas del Occidente –pintura medieval y renacentista, escuela flamenca e italiana, el barroco, etcétera–, pues la tradición, palpitante en sus pinturas, actualiza en cada trazo esa perspectiva ancestral y colectiva que viene a completar su búsqueda de totalidad y de unidad estéticas. Como en la fotografía de Witkin, el movimiento es doble: horizontal y diverso en lo técnico; vertical y vertiginoso en el pensamiento estético. Esta concepción de la belleza parece alejada de la clásica; en realidad, constituye su perversa recuperación:
A primera vista, estas pinturas destacan por su excelente calidad técnica en la representación realista, lograda, como se hacía en el siglo XVII, mediante veladuras de óleo sobre una base luminosa de temple. Pero, sobre todo, llama la atención la atmósfera inquietante, morbosa y en ocasiones siniestra de unas pinturas protagonizadas por rostros y por cuerpos desnudos (…) Estas pinturas permiten precisamente una crítica del clasicismo. Los seres humanos que en estos cuadros aparecen desnudos y son objeto de frías exploraciones y mediciones recuerdan que la obsesión por el orden clásico y la belleza medida convierten al sujeto en objeto. Se aprecia en estas obras cierto sadismo en la medición, una violencia de la mirada, del instrumento escrutador. Son cuadros que revelan una oscura relación entre la belleza clásica y el martirio[6]
Dino Valls intenta, pues, emancipar al cuerpo de la cosificación realizada por la plástica tradicional. Es lógico, entonces, que su tentativa pase a través de la perversión y la perturbación del canon. Entiendo la creatividad como perversión –escribe el artista–. Y la perversión surge del orden, no del caos. ¿No es esta concepción de la belleza tan unitaria como la clásica? Sólo que en vez de recurrir a la naturaleza exterior, el pintor se inspira en la naturaleza vertiginosa de la interioridad. El efecto estético, para Valls, radica en que el ojo que ve y que es mirado, ya no sea el mismo. Al pervertir el orden clásico, lo que busca el pintor español es la turbación y, con ella, la transformación de la mirada frente a la figura humana en particular y la belleza en general.
Ya no se trata de contradecir lo bello tradicional, de buscar lo antitético o lo periférico para encontrar algo nuevo (Baudelaire), sino de recuperar y conciliar lo bello y lo feo, lo clásico y lo moderno, lo individual y lo colectivo, la duración del instante y la eternidad. Por supuesto, esta extraordinaria confluencia no sería nada, si no fuese también incertidumbre y búsqueda.

Conclusión

Proyectos totales, revolucionarios en la medida en que retornan al origen, ordenados y sistemáticos como sus modelos clásicos, las obras de Witkin y Valls recuperan estos últimos a través de un canibalismo entre rabioso y agradecido. Completan de esta forma el círculo secular que va de lo bello a lo horrible y, de él, a una síntesis que trasciende las fronteras constitutivas de nuestro universo mental.
¿Y si la belleza no fuera más que nuestro espejo fragmentado? El clasicismo escogió la parte luminosa; los modernos, la parte oscura; y ciertos contemporáneos reconstruyen el espejo, tomando fragmentos de uno y otro, para llegar a una imagen plena de nosotros mismos.
Una imagen tan armónica como sobrecogedora, tan fantasmagórica como cierta, tan dolorosa como aséptica, tan delicada como bestial, tan ordenada como perversa, tan hermosa como digna de asco.
Una mirada en que la belleza sea andrógina y escape tanto de géneros biológicos como de géneros artísticos, y escape de lo moderno y de lo clásico, de lo bello y de lo horrible, y de otros muros todavía, para renacer.


[1] Eva M. Contreras, “NosOtros. Identidad y alteridad”, durante el Festival de Fotografía de España, PhotoEspaña 2003.
[2] Ibid.
[3] Mario Antolín Paz, Diccionario de pintores y escultores españoles de siglo XX, Madrid, 1999.
[4] Gabriel Villalba, Catálogo de la exposición “Four from Madrid”, Oglethorpe U. Museum, Atlanta, 1994.
[5] Manuel Merchán, Antiqvaria n°83, abril 1991.
[6] Juan Bufill, La Vanguardia, Barcelona, 20 octubre de 2000.

jueves, 20 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza (Segunda parte)


La belleza de la fealdad

Por todo lo dicho, el romanticismo se revela, no como una ruptura, sino como una transición entre el canon clásico y el canon moderno. Pero lo cierto es que, en ese intervalo, la belleza clásica terminó de desgastarse; basta pensar en el símbolo por excelencia de lo bello: A rose is a rose is a rose is a rose (“Sacred Emily”, 1913), escribió Gertrude Stein, cristalizando, en un solo verso vertiginoso, el desgaste visual y verbal de este emblema clásico. La rosa ya no es la rosa, afirma Pedro Shimose (Caducidad del fuego, 1975). Y ahora se puede leer en las páginas de Blanca Varela que la rosa se abre obscenamente roja. Porque, hoy en día, lo tradicionalmente bello y armonioso resulta amoral, incluso obsceno.
Hoy, más que nunca, tenemos razones de asumir esta nueva mirada: por la memoria y el peso de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki y los Goulag, pero también debido a la intimidad con imágenes que, vomitadas casi a diario por los medios masivos de comunicación, restituyen la verdadera presencia del mundo contemporáneo frente a nuestros ojos: saldos carniceros del terrorismo y el conflicto israelo-palestino, entre otros; en África o Asia o América Latina, imágenes de niños, casi muertos de hambre o enfermos, en cuyas fosas nasales se introducen las moscas… y un aterrador etcétera. Porque no es arte, estas imágenes no trascienden su horror puro.

Sin embargo, ya a principios del siglo XIX, la realización plástica de las carnicerías humanas –cuerpos amontonados, fragmentados– resulta ciertamente chocante, pero de una belleza inconfesable en ciertos grabados de Los desastres de la Guerra de Goya. Precisamente, los críticos coinciden en que, con estos grabados, los Caprichos y la serie mural de las Pinturas negras, Goya anunció y, en cierta forma, precedió a los artistas modernos. Y no es sorprendente, por esta razón, que la Inquisición quisiera censurar los Caprichos (asimismo, un admirador suyo, que lo dio a conocer en Francia, un tal Baudelaire, se vio juzgado por un tribunal que condenaba sus Flores del Mal por la procacidad de sus páginas).

Décadas después, Goya, consciente del peligro de que fueran vistas por ojos no iniciados, realizó las llamadas Pinturas negras en las paredes de su Quinta en Madrid, de tal forma que se quedaran allí y sólo pudiesen verlas ciertos invitados. Si bien a Goya nadie lo juzgó (su puesto de pintor de la Corte no fue ajeno a ese favor), no cabe duda de que ciertas obras suyas inquietaron incluso a sus contemporáneos más ilustrados. De ahí, como decía, el carácter privado de sus Pinturas negras. Pienso, sobre todo, en el Saturno. Durante años he creído que esta pintura representaba la clásica figura de Cronos devorando a sus hijos; el título ortodoxo que, en general, se atribuye a la pintura contribuyó a este error.
En realidad, si uno se fija bien, ese viejo encorvado, con el pelo gris, sucio, casi electrizado por el deseo y el goce, está devorando a una mujer cuyas imponentes caderas corresponden a las que uno puede apreciar en los desnudos tradicionales. (Caderas lozanas, diría un clásico; rollizas, nosotros, acostumbrados a otro canon de belleza, caracterizado por los huesos salientes y la piel tensa.) Pero eso no es todo. La pintura de Saturno habría sido retocada por el técnico que se encargó de salvar esas pinturas murales del deterioro de las paredes de la Quinta[1]. Quizá salvó también el Saturno de una destrucción segura a manos de la censura, pues la nube negra que gravita ahora en el vientre del Titán –tapadera que, imagino, pintó el piadoso técnico para salvar la obra–, estaba ocupada, en su versión original, por nada menos que un pene en erección, un pene cubierto ahora por pintura negra, un pene que insistía –tal vez de modo superfluo, pero en todo caso afín a la violencia de la imagen– en el hecho inobjetable de que pertenece a una mujer, y no a un niño, el cuerpo que devora Saturno.
Tal vez Goya se propuso representar a un viejo verde comiéndose a una joven como una íntima forma de su angustia al saberse viejo, acabado, y sin embargo en armonía –quizá hasta carnal– con Leocadia, la tierna mujer con mantilla que se ve en otra de sus pinturas negras, apoyada sobre un promontorio sucio que asemeja un túmulo, tal vez el que Goya adivinaba para sí mismo.
Pero yo quiero leer esta pintura de forma universal. Quiero imaginar que Goya representó al Tiempo comiéndose a la Belleza, y no sólo la belleza carnal de las mujeres jóvenes, sino a la mismísima Belleza: lozana, saludable, armónica en sus formas generosas, belleza libre pues traduce un historial de placeres, no de violencia contra el cuerpo (esa violencia callada que hoy adivinamos en las piernas afiladas, los brazos de hilo y los escotes raquíticos de las top models, nuestras venus famélicas), belleza clásica, sobre todo, por su fórmula unitaria, armónica: un cuerpo hermoso era –tenía que ser– saludable, es decir, generoso en carnes; también debía ser útil, bueno para la sociedad, es decir, fértil –de ahí el gusto inequívoco por las caderas anchas en la pintura clásica; elemento que, por cierto, Rimbaud parodia en “Venus Anadiodema”–.

En esta pintura Saturno no se come a sus hijos: se come a la Belleza, se come todo lo bueno y lo bonito y lo saludable –y se diría que, en su acto, se está mirando en un espejo que le devuelve su propia imagen sobrecogedora. Quiero pensar que así somos nosotros, los modernos; nosotros, que destruimos lo que más amamos. En este acto reside nuestra belleza.
Nota:
Publicaré “Hacia una estética total”, la última parte, el miércoles 26 de mayo. Es una reflexión sobre las obras de Dino Valls y de J.P. Witkin, e incluye la conclusión de esta brevísima historia.


[1] Al morir Goya, la quinta del Sordo, en Madrid, pasó a manos de su nieto quien, por razones que no vienen al caso, la vendió tiempo después. Así fue cómo las pinturas negras pasaron a manos de técnicos que pudieron salvarlas del deterioro de las paredes, ponerlas lejos del alcance de la censura y mantenerlas en buenas condiciones.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza



Porque la belleza no reside en las cosas, sino en los ojos de quien las mira, la suya es ante todo la historia de las transformaciones de la mirada. Eje central, motor de las transfiguraciones del arte a través de los siglos, la concepción de la belleza no ha cesado de sufrir y, a la vez, de alimentar revoluciones éticas y estéticas que no acaban. No, la belleza no condesciende a la inmovilidad de estatua que, a veces, desearían conferirle poetas y artistas. Pero ¿cómo un concepto al parecer unívoco e intemporal ha podido sufrir tantas inflexiones y mutilaciones a través del tiempo? ¿Cómo pasamos, en efecto, de la majestad de los dioses de Rubens al Saturno pervertido de Goya? ¿De los desnudos plenos de Botticelli a los torturados andróginos de Dino Valls? ¿De la armonía de los sonetos de Petrarca a la violencia corrosiva de Rimbaud? ¿Del resplandor majestuoso de la Capilla Sixtina a las fotos, tan asquerosas como fascinantes, del demiurgo Witkin? Un estudio exhaustivo resultaría tan ambicioso como irrealista; la intención de estas líneas es más humilde: rastrear indicios significativos de las grandes metamorfosis que, desde el arte clásico al contemporáneo, han sufrido el concepto y la plasmación de la belleza a fin de esbozar su brevísima historia.

El bautismo

¿Qué es la belleza? Según el clasicismo –ese arte que pretende a lo eterno e inmutable, a la armonía y al orden, y que, tal vez por ello, parece intemporal–, la Belleza –así, con mayúscula, indicando que es un arquetipo o, al menos, un concepto que trasciende el tiempo– es la cristalización y la alianza de lo bello plástico, lo bueno moral y lo verdadero filosófico. No de otra forma el clasicismo se opone al desorden, a la perversión de las pulsiones, a la turbación de los sentidos, a la aspereza de lo visceral –como el bien se opone al mal, como la razón a la pasión, como el orden de la civilización al supuesto caos primitivo–. Este el origen de la noción de belleza, y la sombra majestuosa de los clásicos no deja de proyectarse sobre la visión que tenemos de ella. Petición de principio: toda la labor de los artistas modernos y contemporáneos no es más que un diálogo –conflictivo o no– con esta definición bautismal.

La fealdad de la belleza

Después del clasicismo, hay que esperar prácticamente hasta Baudelaire para descubrir otra cara de la belleza: Le bizarre est beau –lo bizarro es hermoso– sentencia el poeta, iniciando de este modo su viaje hacia lo Desconocido.

En realidad, para entonces se trata de algo bien conocido: el mundo moderno, encarnado por la metrópolis. Pero Baudelaire acierta: vista como un monstruo artificial y destructivo, la ciudad aparece, en las páginas de los poetas románticos, como una mancha horrible en la pureza del mundo natural. Tan categórica es esta visión, que termina siendo una deformación llevada por ánimos morales: la ciudad resulta fea porque destruye la naturaleza y porque en ella reina el vicio. Por execrable, lo moderno sólo figura –no encarna– en el poema. Formado con el prefijo ex –fuera, lejos de– y la raíz sacer –intocable, ya porque puede ser maculado, ya porque puede mancharnos–, el verbo latino execrari expresa una abstención sagrada. Y eso es exactamente lo que hicieron los románticos: condenar y, por ello mismo, abstenerse: no ensuciarse las manos, los poemas, con el horror de la realidad moderna (su realidad).

Así pues, lo bizarro en Baudelaire apunta justamente a violar un tabou clásico y romántico. Una cosa resulta extraña, no por ser rara, sino por su relación antitética o su situación periférica con respecto a la belleza clásica. Sucede, por ejemplo, con la carroña que el sujeto poético halla en su camino, y que se convierte, por ser bizarra, en objeto de exaltación poética: Et le ciel regardait la carcasse superbe / Comme une fleur s’épanouir. Leemos dos transgresiones históricas en estos versos. Por un lado, es el cielo –imagen de lo divino– quien mira la carroña como objeto poético, cuando es el cascarón sin sentido del cristianismo –carroña que además no es humilde sino soberbia, como Lucifer, y tan luminosa como él en la medida en que revela cosas significativas al sujeto poético sobre la condición humana–, todo lo cual resulta transgresivo en el plano ético. Por otro lado, la comparación de la carroña con una flor que se abre –tradicionalmente, objeto y momento emblemático de la belleza– constituye una radical inversión de los valores estéticos del canon.

¿No es elocuente que el poeta exponga este proyecto como un viaje tan intenso como la muerte? Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe? / Au fond de l’inconnu, pour trouver du nouveau ! // Zambullirse al fondo del abismo, Cielo o Infierno, ¿qué importa? / Al fondo de lo desconocido, ¡para encontrar algo nuevo! (“Le voyage”[1]). En este movimiento –mórbido y lleno de asombro–, Baudelaire cifra una búsqueda tanto estética como filosófica: hallar la Belleza más allá –o más acá– de la moral, es decir, de los límites impuestos por la sociedad. Las Flores del Mal se publica en 1857; en 1886 aparece Más allá del bien y del mal, preludio de una filosofía del futuro, de Nietzsche. Con un espíritu programático semejante, Baudelaire hubiese podido subtitular su primer poemario: Preludio de una estética del futuro. Después de él, en efecto, poetas incandescentes como Rimbaud o Lautréamont se encargaron de plasmar el viaje baudelariano en obras que tiemblan hasta ahora en las manos del lector por una carga sin precedentes de ira, violencia, obscenidad, humor negro. Creo que no existe, en este sentido, horizonte marino más intenso que el de Rimbaud: ese pavillon de viande saignante sur la soie des mers (“Barbare”): nada menos que un pabellón de carne sangrienta sobre la seda del mar. La seda del mar –imagen más convencional– está ahí como contrapunto, de forma irónica, a la imagen-bofetada de un horizonte-pila de cadáveres. El conjunto es una muestra de cómo la fealdad, por su carácter novedoso y sobrecogedor, resulta primero extraña, pero luego –he aquí la alquimia– hermosa para los ojos que la comparan –de forma conciente o intuitiva– con la belleza tradicional.

Pero para encontrar la fealdad hermosa, antes fue necesario afear y destruir la belleza tal como la proyectan los clásicos. Es más: resultó indispensable hacerlo desde su interior, desde las formas supuestamente intemporales del clasicismo. Sólo así la destrucción encuentra una eficacia total. Por esta razón, Las flores del mal es un poemario que incluye exclusivamente formas tradicionales, entre las cuales destaca el soneto. De este modo, constituye el poemario por excelencia de la implosión de la belleza tradicional. Pero ya en el primer Rimbaud encontramos una estrategia al menos igual de intensa y eficaz. En un soneto de 1870, llamado de modo elocuente “Venus Anadiomena[2]”, Rimbaud parodia y degrada, de modo tan violento como minucioso, el mítico origen de Venus, poniendo de realce la vejez putrefacta de la belleza clásica:

Comme d’un cercueil vert en fer-blanc, une tête

De femme à cheveux bruns fortement pommadés

D’une veille baignoire émerge, lente et bête,

Avec des déficits assez mal ravaudés ;

Puis le col gras et gris, les larges omoplates

Qui saillent ; le dos court qui rentre et qui ressort ;

Puis les rondeurs des reins semblent prendre l’essor ;

La graisse sous la peau paraît en feuilles plates ;

L’échine est un peu rouge, et le tout sent un goût

Horrible étrangement ; on remarque surtout

Des singularités qu’il faut voir à la loupe…

Les reins portent deux mots gravés : Clara Venus ;

-Et tout ce corps remue et tends sa large croupe

Belle hideusement d’un cancer à l’anus.

Cometí una versión del poema:

Como de un verde ataúd de hierro blanco, una cabeza

De mujer con cabellos negros bien untados de pomada

De una vieja bañera emerge, lenta y bestial,

Con déficits bastante mal remendados;

Luego el cuello graso y gris, los anchos omoplatos

Que sobresalen, la corta espalda que se hunde y que resurge,

Luego las curvas de los riñones parecen tomar el vuelo,

La grasa bajo la piel parece de hojas lisas como platos;

El espinazo está un poco rojo, y el todo tiene un gusto

Horrible extrañamente; se nota sobre todo

Detalles singulares que hay que ver con lupa…

Los riñones llevan grabadas dos palabras: Clara Venus;

Y todo ese cuerpo se menea y tiende su ancha grupa

Bella horrendamente por un cáncer en el ano.

Es explícita, aquí, la voluntad de destruir y, a la vez, de cantar la destrucción de la belleza tradicional, encarnada por una mujer, probablemente una prostituta, repugnante y tatuada, no sólo por su nombre clásico –cuán irónico resulta aquí el epíteto clara: ilustre en latín–, sino también por su pronta muerte (el cáncer) visible en el lugar menos poético del cuerpo. Imagen esta última que da el golpe de gracia a la visión tradicional de la belleza[3].

Para terminar, este soneto representa tanto el fin de la belleza clásica (no en vano la bañera es comparada a un ataúd) como el nacimiento de otra belleza. La figura femenina que está en el origen del canto ya no es divina ni central ni hermosa, sino urbana y marginal y horrible: humana, demasiado humana… Donde Baudelaire hubiese hallado lo bizarro, Rimbaud encuentra a la Venus moderna.

Aquí se consolida la ruptura estética moderna: ya no sólo lo clásicamente bello resulta feo, sino que lo tradicionalmente feo resulta hermoso. Ahora bien, para que la ruptura fuera total, a lo feo plástico tuvo que sumarse lo feo moral, es decir, la maldad. Y de Las flores del mal a Los Cantos de Maldoror (1869) de Lautréamont, pasando por Una temporada en el infierno (1873) de Rimbaud, se dibuja una curva ascendente en la audacia por plasmar el mal en la poesía. El libro de Rimbaud se abre así: Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. / Me armé contra la justicia. / Me fugué. ¡Ah brujas! ¡Ah miseria! ¡Ah odio! ¡Fue a vosotros que confié mi tesoro! / Conseguí desvanecer en mi mente toda esperanza humana. Sobre toda dicha, para estrangularla, di el salto sordo de la bestia feroz.

Pero es Lautréamont quien se encarga de cantar el Mal en los seis cantos épicos –cifra de tradición demoníaca– que componen su libro. Esta epopeya heterodoxa es tanto más asumida cuanto que se canta y se cuenta en primera persona: Los hay que escriben para conseguir los aplausos de los hombres, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que pueden tener. Yo, por mi parte, me sirvo del genio para pintar las delicias de la crueldad[4]. Invirtiendo los valores de la moral tradicional, cada crimen de Maldoror es narrado como una gesta gloriosa. ¿No cuenta acaso cómo secuestra y luego tortura, con sus propias uñas, a niños de mejillas rosadas? ¿Y el placer indecible –la gracia– que esos actos producen en él?

Los cantos de Maldoror resulta desconcertante por la apología de la maldad y la perversión, y también en este rasgo amoral reside la belleza envenenada de sus páginas. Tanto es así que el mal invade incluso el espacio metadiscursivo, y los Cantos dejan libre curso a una práctica –sin precedente en la historia– de plagio literario: no sólo el sujeto, sino también el verbo poético asume una ética y estética malvadas.

Recapitulando: el concepto clásico de la belleza –sólo puede ser hermoso lo bueno, lo bonito y lo verdadero–, sobre todo al prolongarse de manera solapada en el romanticismo, resulta, conforme avanza el siglo XIX, cada vez más caduco y erróneo: caduco, porque ya no restituye la presencia del mundo contemporáneo; erróneo porque, gracias a la audacia de ciertos artistas, nace la conciencia de que la belleza puede prescindir de la aprobación social. Escribe el filósofo Henri Lefèvre: La beauté s’est figée en froides pièces de musée surnageant l’océan boueux de la misère. Es decir, cuando la belleza se hizo fría, marmórea, ignorando el excremento en que nadaba como una pieza de museo, dejó de encerrar la belleza o quizá ésta dejó de habitarla. Por supuesto, debajo de ese albañal se adivina la muerte de Dios, la orfandad del hombre, la crisis de los valores cristianos, la sospecha o la seguridad de la inmanencia de todo, así como la necesidad absoluta de expresar el vacío y la desesperación. No que éstos sean exclusivamente modernos: ¿cómo explicar, si no, el prestigio de la tragedia en el clasicismo? Pero, como hemos visto, la forma de ver y plasmar lo trágico de la condición humana sufrió una inversión de los clásicos a los modernos. Como afirma Camus: si los griegos llegaron a la desesperación, fue siempre a través de la belleza […]. Nuestro tiempo, al contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y las convulsiones[5].

Nota bene:

Por razones materiales, éste es solo el primer tercio del ensayo. Publicaré la segunda parte, titulada “La belleza de la fealdad”, el jueves 20 de mayo.


[1] “El viaje” es el último poema de Las flores del mal y los transcritos son los últimos versos del poema. La traducción es mía.

[2] Anadiomena, epíteto tradicional de Venus, significa: “Que sale de las olas”, por referencia al origen mítico de la diosa romana (Afrodita griega) del Amor y la Belleza.

[3] Para darse una idea de la violencia y la singularidad del gesto de Rimbaud en su contexto, el lector curioso puede visualizar por internet el cuadro de su compatriota William-Adolphe Bouguereau, El nacimiento de Venus, fechado en 1879 (es decir, nueve años después del soneto).

[4] Las versiones de Rimbaud y Lautréamont son mías.

[5] Albert Camus, “El exilio de Helena”, El verano, (1954). Refiriéndose a la Belleza a través de la figura mítica de Helena, el escritor añade: “Hemos exiliado la belleza, los griegos tomaron las armas por ella”.

jueves, 13 de mayo de 2010

El poema en prosa o la Hidra moderna


Contemporáneo del nacimiento de la fotografía y el cine, el poema en prosa es, en palabras de Octavio Paz, la invención moderna por excelencia.

Poema en prosa –no prosa poética: confusión banal de dos objetos literarios distintos. El primero goza del status de poesía; el otro, de un valor añadido de dudosa procedencia. ¿Por qué una prosa es poética? ¿Cuál es el origen de su poeticidad? Los trabajos de Jakobson sobre el problema no carecen de interés, sobre todo en la medida en que revelan nuestra impotencia en el momento de precisar los rasgos sine qua non del fenómeno poético. A mi ver, la poeticidad prescinde a menudo de las repeticiones, paralelismos y asonancias que invoca Jakobson –ya Baudelaire lo hace con maestría en su Spleen de Paris–, y aun así la poesía es reconocida de modo inefable y certero por el lector.

Henri Michaux, por ejemplo, es reconocido hoy como un gran poeta del siglo XX. Busque un indicio, en cualquier libro de Michaux, que proclame el carácter poético de sus prosas. Es más: Michaux descartó para sí mismo el apelativo por el cual otros, cultores del verso o no, gimen y se pelean. Tal vez hubiera bastado decirle, con René Char, que poeta –etimológicamente, hacedor– es un nombre infinito que alberga todas las identidades.

Así pues, la poeticidad aparece envuelta en un aura de misterio. No debe sorprender a nadie que no hayamos conseguido hasta ahora –ejemplos de fracasos críticos no faltan– identificar el origen de lo poético. Pero quizá sea hora de aceptar este límite y dar crédito a nuestro asombro.

Digo que el misterio que está en el origen de la poesía, y que cada poema encarna en el presente de lectura, es el mayor indicio de identidad poética. La poesía es la religión original de la humanidad, dice Novalis. En realidad, se sabe que el origen de la poesía –y de otras artes, en particular la danza– es sagrado. Además, el silencio al cual nos aboca es análogo al de las grandes preguntas sin respuesta que sostienen el universo del hombre. ¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!…, como exclama Darío.

Origen y fin implican un sentimiento de misterio frente a la vida: falta y fascinación. Tanto la religión como la utopía –respectivamente, nostalgia y promesa de los orígenes– tratan de llenar este vacío. Mas la poesía, esa otra voz, prolonga el misterio, haciendo de él, no un silencio huero, sino una revelación silenciosa: en ella está cifrado el hombre.

Ahora bien, creo que el misterio del cual emana y al cual tiende la poesía se ve exaltado en el poema en prosa. Para empezar, su mismo nombre encierra un misterio: ¿Cómo puede la prosaica, vil prosa, ser elevada al status de poema? Gustavo Valle (“Un género monstruoso”, Letras Libres, 2003) escribe al respecto: Híbrido en su esencia, el poema en prosa es una especie de monstruo discursivo que nace de las mezclas. Por eso fue, en muchos casos, incomprendido. Rechazado como poema, marginado por su carácter libre, apuesta decididamente a un rasgo auténticamente moderno: la individualidad. En este sentido, el poema en prosa es una forma pura a fuerza de impureza: su nacimiento híbrido hace de ella un monstruo que, al contrario de la prosa poética, nace con esa autonomía que dan la brevedad y la tensión interna.

Por todo lo dicho, poema en prosa no es una etiqueta, sino una tentativa verbal de acercamiento a un objeto literario nuevo. Y el oxímoron que constituye su nombre parece prolongarse en cada pieza nacida de esa tensión entre poesía y prosa, entre canto y cuento.

Nuevo, mas no por ello virgen: basta pensar en la rica tradición francesa, inglesa y alemana. La idea de escribir poemas en prosas, relativamente antigua, tuvo su origen en Francia, con Gaspard de la nuit (1842) de Aloysius Bertrand, y fue consolidada con el Spleen (1864) de Baudelaire. Pero es el nacimiento, no tanto de una forma (ya que formas de poema en prosa, las hay muchas y variadas), como de un nuevo espacio literario. Es decir que, desde un principio, el poema en prosa surgió, no como género, sino como lugar privilegiado (fíjese en la preposición espacial en) de las profanaciones perpetradas contra la institución literaria, contra los géneros canónicos, contra la república de las letras, en particular aquella conformada por los puristas líricos –en suma, contra la poesía “mojigata” (Baudelaire), responsable de estancar la expresión de la modernidad y del individuo. Pero quizá su transgresión mayor estribe, paradójicamente, en la recuperación de la mancha clásica que representan, en el seno del poema, los resortes narrativos. En efecto, los modernos parecen haber olvidado que, como afirma Aristóteles en su Poética, el poeta es poeta, no porque hace versos, sino porque forja fábulas.

Con todo, el poema en prosa es, en América Latina y España, una forma marginal, cultivada ciertamente por algunos de los más grandes, pero sin despertar mayor interés por parte de lectores y críticos. Y sin embargo, Darío, Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Ramos Sucre, Girondo, Borges, Aleixandre, Paz –entre otros– sucumbieron todos a esta tentación. En el ámbito nacional, una obra central como es la de Jaime Sáenz se inicia con los poemas en prosa de El escalpelo (1955). ¿Por qué, entonces, ese recelo, esa falta de reconocimiento o de interés por parte de los lectores? Gustavo Valle explica: En el poema en prosa habita una tensión, un cuestionamiento de los alcances y límites de la prosa y del verso y, en consecuencia, de la narrativa y de la poesía. Ya Louis Aragon reconoce, en pleno auge surrealista, su perplejidad ante esa forma de poesía que, como ninguna, plantea interrogantes con las que evidentemente tropieza el pensamiento.

Sería un error, ciertamente, soslayar el efecto inmediato del poema en prosa: la sorpresa y la duda desagradables que nacen de la ruptura del horizonte de expectativa. Leer un poema en prosa implica adentrarse en las arenas movedizas (así titula, por cierto, un libro de prosas pazianas) de un lenguaje nuevo, lo cual exige una atención particular y un papel activo del lector. De modo que el poema en prosa perturba la anestesia del lector común. Más aún si pensamos que la Poesía en Prosa no existe.

Me explico: como todavía el poema en prosa no ha sido canonizado, encerrado en límites críticos, ni anquilosado por una lectura prevenida, su libertad creativa puede resultar tan estimuladora como desconcertante. Aunque resulta fundamental la oposición del Baudelaire fabulista y del Rimbaud vidente, de cuyas obras surgen dos venas distintas, tal vez las más importantes del siglo XX, lo cierto es que existen tantas formas de poema en prosa como cultores de este espacio literario.

Si el ensayo es, en palabras de Alfonso Reyes, un género centáurico, el poema en prosa es la Hidra moderna: a partir de un tronco común, los poemas en prosa se yerguen y se renuevan todos de forma autónoma.

Cosa extraña: esta forma, central en la renovación literaria de Occidente, sufre el desplazamiento canónico de muchos lectores –no sólo de habla hispana. Cosa extraña: después de las vanguardias históricas, después de la destrucción total de los ídolos de piedra del clasicismo, después de la antipoesía, el poema en prosa continúa su labor, indomable, y se erige como un margen identitario sobre las cenizas pantanosas de la Belleza. Hidra nutrida de varios géneros, de varias literaturas, de varias identidades: encarnación literaria del mundo polifónico e inseguro del hombre moderno.

Lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último / poco tiene en común con La Poesía, afirma José Emilio Pacheco. Y cree irónicamente necesario encontrar un nuevo término que evite las sorpresas y cóleras de quienes –tan razonablemente– leen un poema y dicen: / “Esto ya no es poesía”. Por supuesto, no hay nombre para lo inefable. No hay nombre que toque a la intocada, a la intocable: no en vano poesía y fuego se identifican y alimentan en los imaginarios de todas las épocas. Y el poema en prosa es una de las caras más luminosas de ese juego, de ese fuego puesto en libertad.

sábado, 1 de mayo de 2010

El exilio de Helena, por Albert Camus



Con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Albert Camus (1913-1960), las librerías francesas (así como, sospecho, las del mundo entero) se han llenado de reediciones y ediciones especiales de la obra del escritor francés de origen argelino, premio Nobel de literatura 1957. De modo que, medio siglo después de estrellarse contra un árbol a la vera de la carretera que lo conducía a París, Camus está más vivo que nunca. Tal vez la sombra inmortal de sus páginas esté destinada a la tarea de Sísifo, la de recomenzar eternamente su lección de vida: gracias a la conciencia del absurdo y ante la sensual indiferencia del mundo, rebelarse; alcanzar un amor clarividente de nuestra condición: por la herida de la lucidez, acercarnos al sol. Camus no es, como a veces se piensa, un filósofo del absurdo. Por una parte, Camus es ante todo un escritor, un artesano de la palabra: su prosa, ya lírica y solar, ya cruda y cortante, sus novelas y cuentos técnicamente impecables, sus cautivantes ensayos –los de El verano (1954), libro del cual sacamos “La belleza de Helena”, mezclan de forma magistral elementos de la crónica de viaje y la reflexión filosófica, todo ello vehiculado por una prosa clara y poética a un tiempo–, constituyen una prueba irrefutable de ello, y, dado el caso, podrían prescindir de la no menos valiosa obra filosófica que las acompaña. Por otra parte, el absurdo es, en su visión del mundo, sólo el primer peldaño que conduce a la rebelión, individual o colectiva, del hombre. Así, creo encontrar en las primeras palabras de “El exilio de Helena” (1948) la elegante paradoja que podría cristalizar su visión de la existencia: lo “trágico solar”. En una Europa en ruinas, en un mundo por reconstruir, Camus analiza la tragedia del pensamiento moderno, que empujó a la humanidad a la cumbre de la barbarie. Después de Auschwitz y de Hiroshima, Camus acusa al positivismo dominante –la fe a ultranza en el progreso a través de la razón y la ciencia–, de haber quebrado los límites que, paradójicamente, la razón impone. Resulta dramática la pérdida de la gracia y la belleza, simbolizada por la figura mítica de Helena; pero Camus no se limita a criticar, demoler ciertos vicios del pensamiento moderno, sino que nos pone en la vía para reconstruirlo sobre bases sólidas. La proposición de recuperar la lúcida modestia o el orgullo de nuestra ignorancia elemental, así como el equilibrio y la mesura de los clásicos griegos –por oposición a la razón pasional de los modernos–, dibuja el movimiento, característico en Camus, que va de la lucidez en las tinieblas a una firme voluntad de luz. Inútil añadir que este ensayo no ha perdido vigencia; al contrario, en el contexto del cambio climático –provocado precisamente por los excesos modernos–, su mensaje cobra plenitud de sentido, haciéndose tan urgente como admonitorio. He aquí el ensayo (la traducción es mía):



El Mediterráneo tiene su trágico solar que no es el de las brumas. Ciertas tardes, sobre el mar, al pie de las montañas, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, de las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. Uno puede comprender en este lugar que si los griegos llegaron a la desesperación, fue siempre a través de la belleza, y lo que ésta tiene de opresivo. En esta desdicha dorada, culmina la tragedia. Nuestro tiempo, al contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y las convulsiones. Es por ello que Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.

Hemos exiliado la belleza, los griegos tomaron las armas por ella. Primer diferencia, pero que viene de lejos. El pensamiento griego se ha escudado siempre en la idea de límite. No forzó nada a fondo, ni lo sagrado, ni la razón, porque nada negó, ni lo sagrado, ni la razón. Tomó en cuenta todo, equilibrando la sombra con la luz. Nuestra Europa, al contrario, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, como niega todo lo que no exalta. Y, aunque de forma diversa, no exalta sino una sola cosa: el imperio futuro de la razón. Hace retroceder en su locura los límites eternos y, de inmediato, oscuras Furias se abaten sobre ella y la desgarran. Némesis vieja, diosa de la mesura, no de la venganza. Todos aquellos que sobrepasan el límite son castigados sin piedad por ella.

Los griegos que reflexionaron durante siglos sobre lo que es justo no podrían comprender para nada nuestra idea de justicia. La equidad, para ellos, presuponía un límite, cuando todo nuestro continente se convulsa en busca de una justicia que quiere total. En el alba del pensamiento griego, Heráclito ya imaginaba que la justicia pone límites en el mismo universo físico. “El sol no sobrepasará sus límites, si no las Furias sabrán descubrirlo.” Nosotros, que hemos desorbitado el universo y la mente, nos reímos de esta amenaza. Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero no por ello los límites dejan de existir, y lo sabemos. En nuestras demencias más extremas, soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que pensamos, ingenuamente, reencontrar al final de nuestros errores. Infantil presunción, y que justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy nuestra historia.

Un fragmento atribuido al mismo Heráclito enuncia simplemente: “Presunción, regresión del progreso.” Y, varios siglos después del efesino, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no se reconocía otra superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de esos siglos concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Al olvidar esto, olvidamos nuestra virilidad. Preferimos la potencia que remeda la grandeza, Alejandro primero y luego los conquistadores romanos que los autores de nuestros manuales, por una incomparable vileza de alma, nos enseñan a admirar. Hemos conquistado a nuestra vez, desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Por fin solos, acabamos nuestro imperio en el desierto. ¿Qué imaginación tendríamos, pues, para concebir este equilibrio superior en que la naturaleza se compensaba con la historia, la belleza, el bien, y que traía la música de los números hasta en la tragedia de la sangre? Damos la espalda a la naturaleza, la belleza nos da vergüenza. Nuestras miserables tragedias acarrean un olor a oficina y chorrean sangre de color tinta aceitosa.

Es por ello que resulta indecente proclamar hoy que somos los hijos de Grecia. O es que, entonces, somos sus hijos renegados. Poniendo la historia sobre el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia, como aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y a quienes combatieron hasta la muerte en las aguas de Salamina. Si queremos comprender bien nuestra diferencia, debemos interrogar a quien, de entre nuestros filósofos, es el verdadero rival de Platón. “Sólo la ciudad moderna –osa escribir Hegel– ofrece a la mente el terreno en que puede cobrar conciencia de sí misma.” Vivimos así la época de las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de lo que sustenta su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de las tardes. Ya no hay conciencia sino en las calles, pues ya no hay historia sino en las calles, tal es el decreto. Y tras él, nuestras obras más significativas dan fe del mismo prejuicio. Uno busca en vano los paisajes en la gran literatura europea desde Dostoievski. La historia no explica ni el universo natural que existía antes que ella, ni la belleza que está por encima de ella. Ha decidido, pues, ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía todo, el sinsentido, la razón y el mito, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la razón, porque cerraron los ojos para lo demás. El topo medita.

Es el cristianismo que empezó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero, al menos, se refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, mantenía cierta fijeza. Muerto Dios, no quedan sino la historia y la potencia. Desde hace mucho tiempo que todo el esfuerzo de nuestros filósofos no ha apuntado sino a reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la armonía antigua por el impulso desordenado del azar o el movimiento despiadado de la razón. Mientras que los griegos ponían a la voluntad los límites de la razón, nosotros pusimos para terminar el impulso de la voluntad en el seno de la razón, que de esta forma se hizo asesina. Los valores para los griegos preexistían a toda acción, marcando precisamente sus límites. La filosofía moderna pone sus valores al final de la acción. No son, sino que están haciéndose, y no los conoceremos completamente sino al término de la historia. Con ellos, el límite desaparece, y como difieren las concepciones sobre lo que serán, como no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se extienda indefinidamente, hoy los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden en el choque de los imperios. La desmesura es un incendio, según Heráclito. El incendio gana, Nietzsche se ve excedido. Ya no es a martillazos cómo Europa filosofa, sino a cañonazos.

Con todo, la naturaleza todavía está aquí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres. Hasta que el átomo arda también y concluya la historia con el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el límite no podía ser excedido. Dijeron que existía y que aquel que osara sobrepasarlo sería castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.

La mentalidad histórica y el artista desean ambos rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites que la mentalidad histórica ignora. Es por ello que el fin de esta última es la tiranía cuando la pasión del primero es la libertad. Todos aquellos que luchan hoy por la libertad combaten, en última instancia, por la belleza. Por supuesto, no se trata de defender la belleza por sí misma. La belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad como no sea siguiéndolo en su desgracia. Ya nunca más seremos solitarios. Pero no es menos cierto que el hombre no puede prescindir de la belleza y es lo que nuestra época finge ignorar. Se radicaliza para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haber comprendido. Diga lo que diga, deserta este mundo. Ulises puede escoger en la isla de Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Escoge la tierra y, con ella, la muerte. Una grandeza tan sencilla hoy nos resulta extraña. Otros dirán que nos falta humildad. Pero, mirándola bien, esta palabra es ambigua. Igual que esos bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban por exponer su vergüenza en el primer lugar público, nos falta solamente ese orgullo del hombre que es la fidelidad a sus límites, el amor clarividente por su condición.

“Odio mi época”, escribía antes de su muerte Saint-Exupéry, por razones que no difieren mucho de aquellas de las cuales he hablado. Pero, por muy turbador que resulte, ese grito, viniendo de él que amó a los hombres por lo que tienen de admirable, nosotros no lo adoptaremos. ¡Qué tentación, sin embargo, a ciertas horas, de apartar la vista de este mundo descarnado y sombrío! Pero esta época es la nuestra y no podemos vivir odiándonos. No ha caído así de bajo sino tanto por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Lucharemos por aquella que, de entre sus virtudes, viene de lejos. Los caballos de Patroclo lloran a su amo muerto en la batalla. Todo está perdido. Pero el combate se reanuda con Aquiles y la victoria espera al final, porque la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.

Reconocida la ignorancia, la negación del fanatismo, los límites del hombre y el mundo, el rostro amado, la belleza al fin, he aquí el terreno en que convergeremos con los griegos. En cierta forma, el sentido de la historia de mañana no es el que creemos. Reside en la lucha entre la creación y la inquisición. A pesar de lo que les costarán a los artistas sus manos vacías, podemos esperar su victoria. Una vez más, la filosofía de las tinieblas se disipará sobre el mar resplandeciente. ¡Oh idea luminosa, la guerra de Troya se lleva a cabo lejos del campo de batalla! También esta vez caerán los muros de la ciudad moderna para entregar, “alma serena como la calma de los mares”, la belleza de Helena.