miércoles, 26 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza (3/3)



Hacia una estética total

El Saturno de Goya resulta inquietante también porque el color negro, predominante, cierne al dios animalizado como la arena movediza –otra célebre pintura negra– que el perro goyesco tiene al cuello: ese perro somos nosotros y la vida es ese remontar –o hundirse– en las densas arenas del tiempo. Esa condición ambigua (como resume Camus) fue sublimada en las tragedias griegas; en las plumas y pinceles de los modernos, se encarnó –se encarnizó– en fealdad y vacío. Para definirse, el arte moderno tuvo que negar lo hermoso, y por esta vía llegó a exaltar la oscuridad interna y el horror del mundo.
No obstante, en el arte contemporáneo, esta dicotomía parece haber sido resuelta. Que yo sepa, hay por lo menos dos artistas cuyas obras ponen en tela de juicio el concepto moderno de vanguardia, al recuperar, aunque de forma perversa, no sólo técnicas del pasado (superando el orgullo moderno de hacer tabla rasa con la tradición), sino también, en el plano conceptual, el carácter unitario de la belleza, eje central del arte clásico. Al hacerlo, estos creadores trascienden la oposición artificial entre belleza y fealdad, entre clasicismo y modernidad, para tender a una síntesis estética sin precedente, creo, en la historia del arte.
El nacimiento de Venus, foto de Joel Peter Witkin (Brooklyn, 1939). A primera vista, la escena es idéntica a la de otros cuadros tradicionales con el mismo título. Una mujer, figura central, sale de las olas, en una concha, suavemente arrastrada por el soplo de dioses alados. A la izquierda se enlazan en el aire Céfiro y Cloris (el viento y la brisa); a la derecha, la espera una Ninfa (la primavera) para cubrirla con un manto floreado. La mujer tiene la actitud de una Venus púdica, con una mano sobre los pechos y la otra sobre el sexo. ¿El sexo? Tanto la Venus como la Ninfa de Witkin tienen pene. El impacto del espectador es tanto más grande cuanto que la escena es conocidísima y, por tanto, supuestamente previsible. El engaño también consiste en haber escogido como modelos a dos transexuales, de tal forma que, de no ser por ese detalle, ni por sus cuerpos ni por sus caras hubiésemos podido caer en la cuenta del desvío con respecto al modelo. La primera reacción: es otra parodia de un cuadro clásico, una nueva tentativa moderna de destruir la belleza o de burlarse de ella. ¿No le pintó un tal Duchamp bigotes a la mismísima Monalisa? Pero lejos estamos, en la obra de Witkin, del gesto que se agota en sí mismo, de una irreverencia pura, por así decirlo, que podía tener sentido cuando el canon clásico aún tenía dos o tres pilares en pie, alentando las travesuras de los modernos. Hoy nos movemos entre ruinas. Tanto hemos destruido ya, que la posibilidad de la transgresión resulta cada vez más ilusoria. Paradójicamente, la única transgresión posible consistiría en recuperar precisamente aquello que los modernos rechazaron, es decir, oponerse al positivismo artístico, que cree siempre estar avanzando… ¿adónde? Si no existe el progreso en la historia, ¿por qué existiría en el arte? ¿Qué sentido puede tener la palabra vanguardia si ya no hay nada ni nadie a quien atacar?
La obra de Witkin recupera visiblemente la idea de que la tradición es una fuente inagotable de ideas y formas que tienden a la intemporalidad. De que es lícito recuperar modelos si la intención es superarlos. De que la moda maquilla cuando la misión del arte es buscar la verdad. Qué lejos estamos aquí, en efecto, de aquel Baudelaire que, augurando un nuevo periodo estético, llevó a cabo un ardiente elogio del maquillaje.
No que, en estas fotos, falten ornamentos o decorados o disfraces; muchas veces, al contrario, abundan en ellos. Pero la función de dichos elementos no consiste en disimular la cruda verdad puesta en escena, sino en potenciar su expresividad: su belleza.

El envoltorio, la composición y los homenajes a los maestros de la pintura no sirven (…) para disfrazar el principal motivo de cada imagen, todo lo contrario, sirven para resaltarlo. Witkin no esconde…[1]

Las fotos de Witkin corrompen uno o varios modelos clásicos, a la manera de un corrosivo que, a la vez, fungiera como fertilizador. Para éste, en efecto, corromper es crear. Es necesaria, pues, una materia prima –un modelo estético–, como el parasito necesita un cuerpo del cual alimentarse para sobrevivir y, de esta forma, dar vida. Demos otro ejemplo: Las Meninas (1992): parodia impresionante en que todas las figuras del cuadro de Velázquez son violentamente degradadas e incluso mutiladas, no sólo en las posturas y las actitudes, sino también en la materialidad de los cuerpos. Se podría pensar que este arte busca destruir gratuitamente, que empieza y termina en el gesto cruel de desgarrar un modelo hermoso. En realidad, Witkin busca regresar a un origen unitario, en sus propias palabras se trata de un retorno a la unidad sin diferenciaciones, lugar original –y final– en que se enlazan la vida y la muerte, pero también –¿no hemos dicho que su estética tiende a la totalidad? –la pre vida y lo post mortem: la mezcla de fetos y miembros de cadáveres, en uno de sus bodegones, ilustra bien este aspecto de su arte. Para regresar a esta unidad sin diferenciaciones, resulta lógico que, al representar la belleza, Witkin escoja a un transexual. En otras palabras, el retorno al origen pasa necesariamente por la búsqueda de una identidad perdida: la andrógina.
Como el Saturno de Goya, estas fotos no buscan reconfortar, sino inquietar, es cierto; pero esa inquietud es solo el primer paso hacia la reflexión y la búsqueda de la verdad. Horizontalmente, este arte busca la sincronía de distintos tiempos artísticos; verticalmente, busca la profundidad. Este doble movimiento opera en cada una de sus imágenes:
Invariablemente Witkin se inspira en momentos y estilos de la historia del arte. Es fácil reconocer al Bosco en muchas de sus imágenes, pero también las formas recargadas del barroco, la belleza de un Botticelli o las composiciones de Goya o Velázquez. Las citas muchas veces son directas: El nacimiento de Venus se transforma en sus manos en una reunión de transexuales copiando al detalle la composición del conocidísimo cuadro, y los bodegones barrocos se convierten en fotografías donde las frutas rodean una cabeza o alguna otra parte de un cadáver desmembrado, recordándonos que eso forma parte de la naturaleza…[2]
Así, en la obra de este fotógrafo, la sincrónica confluencia de modelos está puesta al servicio del pensamiento. No se trata de un juego o una dispersión, sino de una búsqueda sistemática. Por ejemplo, nunca antes, en la historia del arte, las naturalezas muertas habían llevado tan bien su nombre. En la obra del estadounidense, los bodegones no tergiversan una de nuestras características fundamentales: formar parte de la naturaleza como los animales o la hierba. Allí donde antes se podía apreciar una perdiz o una oca muerta, ahora se ve una cabeza haciendo las veces de maceta, un pie amputado o un seno sobre una bandeja de metal. No soy una persona oscura –explica Witkin–, sólo trato de ser realista.
El fotógrafo prepara la escena para capturar, en una quietud impactante, lo perturbador y, a la vez, lo sublime de nuestra condición. Este arte fertiliza el cuerpo que mutila, y en ese sentido su empresa recuerda los rituales primitivos, en que el sacrificio sangriento no mancha, sino que lava y purifica. Mi arte es un trabajo sagrado, dice Witkin. Porque esta fotografía siniestra es un arte-ritual cuyo objetivo, según sus propias palabras, es revivir una situación que es original, donde todo lo que es discriminado y excluido encuentre de nuevo su inocencia. Y el hombre tiende a discriminar y excluir todo aquello que no quiere aceptar: su propia naturaleza y condición, plenamente desvelados por Witkin.


Como Witkin, Dino Valls (Zaragoza, 1959) es el representante de un tipo de arte nuevo que desafía muchas de las sagradas presunciones del Arte Moderno del siglo XX. Imágenes de adolescentes andróginos en escenas de exámenes médicos o de sigilosas torturas en marcos austeros, nunca referenciales; cuerpos no se sabe si torturados o amados, pero que llevan marcas significativas en la piel; miradas vidriosas en que se adivina el sufrimiento de la condición humana, pero cuyo brillo nos comunica lo más alto de nuestro pensamiento…
Dino Valls desea proyectar en sus obras imágenes provenientes de la parte más oculta de nuestro imaginario. Esas proyecciones serían como tabous encarnados, fantasmas censurados por nuestra conciencia, por todo lo que encierran de primitivos, porque a menudo manifiestan un lazo íntimo con lo animal… Paradójicamente, para Valls, este sustrato común –materia de nuestras pulsiones y miedos–, es lo que nos vincula en tanto que seres humanos. Esa materia, pues, nos animaliza y nos humaniza a un tiempo, en un movimiento que nos ilumina y nos hunde en la noche; escribe Antón Castro: Dino Valls viaja, desde la claridad y la conciencia, hacia la oscuridad que nos habilita y nos conforma íntimamente. Pero el movimiento inverso opera igualmente en esta pintura ambivalente; como explica el propio artista: Proyecto imágenes del inconsciente, del trasfondo psíquico común a todos, afirma el pintor español (“Reflexiones sobre mi pintura”), y añade: Pretendo que mis cuadros sean como espejos lo bastante lejanos como para poder contemplar, en nuestra mirada, las pulsiones y los miedos primordiales (esenciales), pero sabiendo que los ojos que miran son intelectualmente el punto amargo y sublime de la evolución…
De este modo, naturaleza y cultura, en una lógica unitaria, total, presentan (pero en ningún caso re-presentan) imágenes sintéticas y sincrónicas de la belleza a través de los siglos. De ahí que las dicotomías pacten en su obra de modo ostensible, con un matiz más luminoso que en Witkin. No es extraño, pues, que la crítica subraye esta característica de la pintura del español como rasgo distintivo y novedoso:

Una obra culta, de inconfundible personalidad, inquieta e inquietante, realista y mágica, perversa e inocente, poética y cruel…[3]

Hay angustia donde hay amor, hay erotismo donde se encuentra la muerte[4].

Es la conjunción de lo consciente con lo inconsciente, de lo subjetivo con lo objetivo, de lo fácil con lo dificultoso, de lo circunstancial con lo eterno[5].

Dicho esto, cabe señalar un último tramo en este camino estético, y es que la unicidad y la totalidad buscadas por Valls se logran ciertamente a través de la unión de lo inconsciente y lo objetivo –en este sentido, cabe destacar la precisión casi fotográfica de los cuerpos que pinta–, pero igualmente por medio del engranaje del yo con una perspectiva ancestral y colectiva. A juzgar por la búsqueda unitaria de su obra, esta sincronía, como la denomina Valls, es una obsesión. Para llegar a ella, recurre a diversas técnicas pictóricas de diferentes épocas del Occidente –pintura medieval y renacentista, escuela flamenca e italiana, el barroco, etcétera–, pues la tradición, palpitante en sus pinturas, actualiza en cada trazo esa perspectiva ancestral y colectiva que viene a completar su búsqueda de totalidad y de unidad estéticas. Como en la fotografía de Witkin, el movimiento es doble: horizontal y diverso en lo técnico; vertical y vertiginoso en el pensamiento estético. Esta concepción de la belleza parece alejada de la clásica; en realidad, constituye su perversa recuperación:
A primera vista, estas pinturas destacan por su excelente calidad técnica en la representación realista, lograda, como se hacía en el siglo XVII, mediante veladuras de óleo sobre una base luminosa de temple. Pero, sobre todo, llama la atención la atmósfera inquietante, morbosa y en ocasiones siniestra de unas pinturas protagonizadas por rostros y por cuerpos desnudos (…) Estas pinturas permiten precisamente una crítica del clasicismo. Los seres humanos que en estos cuadros aparecen desnudos y son objeto de frías exploraciones y mediciones recuerdan que la obsesión por el orden clásico y la belleza medida convierten al sujeto en objeto. Se aprecia en estas obras cierto sadismo en la medición, una violencia de la mirada, del instrumento escrutador. Son cuadros que revelan una oscura relación entre la belleza clásica y el martirio[6]
Dino Valls intenta, pues, emancipar al cuerpo de la cosificación realizada por la plástica tradicional. Es lógico, entonces, que su tentativa pase a través de la perversión y la perturbación del canon. Entiendo la creatividad como perversión –escribe el artista–. Y la perversión surge del orden, no del caos. ¿No es esta concepción de la belleza tan unitaria como la clásica? Sólo que en vez de recurrir a la naturaleza exterior, el pintor se inspira en la naturaleza vertiginosa de la interioridad. El efecto estético, para Valls, radica en que el ojo que ve y que es mirado, ya no sea el mismo. Al pervertir el orden clásico, lo que busca el pintor español es la turbación y, con ella, la transformación de la mirada frente a la figura humana en particular y la belleza en general.
Ya no se trata de contradecir lo bello tradicional, de buscar lo antitético o lo periférico para encontrar algo nuevo (Baudelaire), sino de recuperar y conciliar lo bello y lo feo, lo clásico y lo moderno, lo individual y lo colectivo, la duración del instante y la eternidad. Por supuesto, esta extraordinaria confluencia no sería nada, si no fuese también incertidumbre y búsqueda.

Conclusión

Proyectos totales, revolucionarios en la medida en que retornan al origen, ordenados y sistemáticos como sus modelos clásicos, las obras de Witkin y Valls recuperan estos últimos a través de un canibalismo entre rabioso y agradecido. Completan de esta forma el círculo secular que va de lo bello a lo horrible y, de él, a una síntesis que trasciende las fronteras constitutivas de nuestro universo mental.
¿Y si la belleza no fuera más que nuestro espejo fragmentado? El clasicismo escogió la parte luminosa; los modernos, la parte oscura; y ciertos contemporáneos reconstruyen el espejo, tomando fragmentos de uno y otro, para llegar a una imagen plena de nosotros mismos.
Una imagen tan armónica como sobrecogedora, tan fantasmagórica como cierta, tan dolorosa como aséptica, tan delicada como bestial, tan ordenada como perversa, tan hermosa como digna de asco.
Una mirada en que la belleza sea andrógina y escape tanto de géneros biológicos como de géneros artísticos, y escape de lo moderno y de lo clásico, de lo bello y de lo horrible, y de otros muros todavía, para renacer.


[1] Eva M. Contreras, “NosOtros. Identidad y alteridad”, durante el Festival de Fotografía de España, PhotoEspaña 2003.
[2] Ibid.
[3] Mario Antolín Paz, Diccionario de pintores y escultores españoles de siglo XX, Madrid, 1999.
[4] Gabriel Villalba, Catálogo de la exposición “Four from Madrid”, Oglethorpe U. Museum, Atlanta, 1994.
[5] Manuel Merchán, Antiqvaria n°83, abril 1991.
[6] Juan Bufill, La Vanguardia, Barcelona, 20 octubre de 2000.

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