domingo, 26 de octubre de 2008

Guerra o Cocina



La coronela llegaba emperifollada a Casa de Mateo con una actitud casi masculina. Caminaba segura y belicosa, como un jaguar que se dirige rotundamente hacia su presa. Su paso firme reflejaba aquel carácter decidido e intenso que le brotaba desde adentro. Cuando afianzaba su cuchillo de cocina, sus compañeros sentían un pequeño temor inconsciente, tanto que se alejaban discretamente para dejarla picar en paz las zanahorias, cebollas, brócolis y demás verduras que amontonaba como montículos de color para hacer la sopa del mediodía. Yo admiraba su fuerza, que era como una especie de refugio para las almas existencialistas como la mía… Aquellas que de súbito no encuentran el piso que las detiene y se ponen a flotar entre ideas y espejismos fantasmagóricos. La coronela picaba con ritmo y energía, después de aclimatarse empezaba también a bailar cumbia, salsa, rock u pop barato que emergía de los parlantes de la radio enclenque -compañera infalible- de la cocina. Ahora quiero hacer una comparación entre los dientes y el cuchillo. En primer lugar el cuchillo es un instrumento formado por una hoja de metal afilada por un solo lado y con mango que se usa para cortar los alimentos; pasar a cuchillo significa dar muerte, generalmente en una acción de guerra. Por otro lado los dientes sirven del mismo modo para cortar y masticar los alimentos y, en los animales, también para defenderse. Si hacemos una comparación no tardamos en entender que no existe gran diferencia entre los dos, pues aunque uno sea producto del hombre y el otro producto de la naturaleza, los dos tienen un fin en común y es el de aislar, separar, destruir y si es necesario aniquilar al sujeto u objeto de utilidad. No obstante, tanto los dientes como el cuchillo de la coronela servían para cabalmente lo contrario. Cuando ella se lanzaba a incursionar entre las carnes de animales difuntos o los vegetales cruelmente arrancados de su tierra madre, había una especie de energía vital que embriagaba el entorno, y tanto su cuchillo como sus dientes ligeramente retorcidos por una ansiedad de vida se dedicaban con esmero a procrear los más suculentos platos que la cocina mexicana jamás habría imaginado. Con los dientes proyectaba la textura, el orden, la temperatura y el sabor de su futura obra. Y con el cuchillo -así como el cincel de un escultor- le daba forma a las cosas que luego iba mezclando con la creatividad esotérica de una alquimista (alquimista jarocha). “La coronela” más que un seudónimo artístico era su apodo militar, y esto lo debía a que cuando estaba en su cocina(especialmente en las atolondradas noches de sábado) el lugar se transformaba en una especie de trinchera o fortaleza apache donde el “nosotros” (los compañeros cocineros, soldados o mas bien guerreros del hambre) contrastaba con el “ellos” (los clientes, o pirañas glotonas y los meseros que en muchas ocasiones se transformaban en aves de rapiña sedientas de propina). Era en esos momentos cuando la coronela se ponía al frente, en la línea de salida -o más bien línea de ataque-y con la voz de la autoridad ordenaba a sus discípulos que comenzaran la ofensiva disparando enchiladas, burritos, tamales o peligrosas fajitas triples que ardían en sus respectivas planchas infernales encubriendo a los meseros detrás de una nube de humo, cual samuráis dispuestos a sorprender las mandíbulas hambrientas de los clientes.
"¡Hey! ¡Chingada madre! Te dije que esto iba a la 71, ¡¿estás sordo o qué!?"
"No me jodan, ¡por qué no recogen estos pinches platos que se me enfrían! ¡Orale, orale…!"
"¡Oye tú! Tráeme un refresco… ¡No así no! En vaso de plástico no, carajo!"

Al finalizar la noche, cuando los mariachis ya habían embriagado el lugar con sus guapangos, sones, baladas y demás, la tregua hacia sentir su contentamiento general y el ambiente se dejaba preñar por el juego y la falta de seriedad. Las carcajadas de la coronela brotaban como cornetas triunfantes y la cocina se jactaba de haber eliminado de los adversarios ese instinto tan primitivo al que llaman hambre. Claro que todo volvería a repetirse la próxima semana. Ahora había que recargar fuerzas bebiendo como contratados.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La pensée du jour





La poesía es un combate ético en un mundo forjado por el poder.


Es una recuperación del asombro en un mundo previsible.


Es una forma de supervivencia espiritual en una época de materialismo exacerbado.


Es un regreso a la médula de la palabra y de las cosas.


Si todo esto es una paja, entonces yo tengo la mano melenuda.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Balada para las Gorditas Tiernas



Hace un tiempo atrás

En un planeta muy cercano al nuestro

Existió un Rey tan dichoso

Que los mismos dioses le tenían celos

Su reino se extendía por plácidos campos

Poblados de árboles confiteros

Montañas de paneton, roscas y caramelo

Cascadas de natilla descendían del celeste cielo

Mezclándose con el más puro cacao

Que brotaba de un enorme seno

En el centro de aquel universo

Sus habitantes eran gorditas tiernas

Llenas de alegría y ligereza

Desnudas correteaban por los generosos suelos

Y sus carcajadas revoloteaban cuan pajarillos pintorescos

Cada mañana el Rey las bañaba en leche una por una

Y ellas lo miraban sonrientes, dichosas de su fortuna

Él las amaba con su inmenso corazón

Y ellas lo mimaban y se regocijaban con bamboleante devoción

La vida transcurría placentera ajena a cualquier pesadez

Y en el dulcísimo castillo las fiestas reinaban por doquier

Realizando bailes de todo tipo

Las gorditas lucían sus más exóticos vestidos

Soportadas por grandiosos corsés verdes, azules y amarillos

Y el Rey las aplaudía con fervor

Bebiendo champagne, cerveza y vino

Pero un día los dioses furiosos se pusieron

Pues sus delgadas musas mimarlos no sabían

Y a causa de su amarga envidia

Hacer llover jugo de limón podrido decidirían

Así las cascadas y ríos de crema se cortaron

Y las gorditas se envenenaron,

Volviéndose flacas desabridas sin gracia ni vida,

Y el Rey de tristeza cerrar el pico decidió

Pereciendo de hambre en su reino ya sin sabor

Mas de aquel universo desierto, una redonda estrella nació

Tierna como la luna y poderosa como el sol

Y brillando se refleja en el corazón de toda gordita

Dispuesta a bailar gozosa esta canción

viernes, 27 de junio de 2008

Las voces de Antonio Porchia

Antonio Porchia (1885-1968) es un poeta argentino de origen italiano. Hacedor de relámpagos, fiel a la estética del fragmento, Porchia es un poeta atipico y asombroso. Su único libro publicado en vida, Voces, encuentra en el silencio, no un límite, sino un alimento. En Porchia cada palabra es indispensable y cada línea restalla y hiende el instante. Es la navaja que cercena su voz en voces. Rilke afirma que una linea se justifica, no por su contenido, sino por la necesidad de la que surge; y así, al escribir, es la punta de la pluma lo que asombra, no las palabras que traza. No hay un yo. Decir yo es juntar los pedazos de un gran espejo hecho añicos. Y Porchia, cuando dice lo que dice, es porque lo ha vencido lo que dice.










Casi no he tocado el barro y soy de barro.





*





Mis ojos, por haber sido puentes, son abismos.





*





Pueden en mí, más que todos los infinitos, mis tres o cuatro costumbres inocentes.





*





Y si llegaras a hombre, ¿ a qué más podrías llegar ?



*





Nada no es solamente nada. Es también nuestra cárcel.





*





En plena luz no somos ni una sombra.





*



Mueren cien años en un instante, lo mismo que un instante en un instante.





*





Quien dice la verdad, casi no dice nada.





*





Y si crees que eres como cualquier ser, como cualquier cosa, eres todos los seres, todas las cosas. Eres el universo.





*



Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un infierno.





*



Casi siempre es el miedo de ser nosotros lo que nos lleva delante del espejo.

sábado, 31 de mayo de 2008

La chevelure

Guy de Maupassant (1850-1893) es un maestro universal del cuento y de la novela. Tiene el don de la imagen acerada, y una facilidad de ritmo que traduce a la perfección el estado psicológico de sus personajes. Prefiero, lo confieso, la faceta fantástica de su obra. Y en particular los cuentos, en los cuales la intensidad es ejemplar. "La chevelure" es quizá el mejor de todos.



Les murs de la cellule étaient nus, peints à la chaux. Une fenêtre étroite et grillée, percée très haut de façon qu'on ne pût pas y atteindre, éclairait cette petite pièce claire et sinistre; et le fou, assis sur une chaise de paille, nous regardait d'un oeil fixe, vague et hanté. Il était fort maigre avec des joues creuses et des cheveux presque blancs qu'on devinait blanchis en quelques mois. Ses vêtements semblaient trop larges pour ses membres secs, pour sa
poitrine rétrécie, pour son ventre creux. On sentait cet homme ravagé, rongé par sa pensée, par une Pensée, comme un fruit par un ver. Sa Folie, son idée était là, dans cette tête, obstinée, harcelante, dévorante. Elle mangeait le corps peu à peu. Elle, l'Invisible, l'Impalpable, l'Insaisissable, l'Immatérielle Idée minait la chair, buvait le sang, éteignait la vie. Quel mystère que cet homme tué par un Songe ! Il faisait peine, peur et pitié, ce Possédé ! Quel rêve étrange, épouvantable et mortel habitait dans ce front, qu'il plissait de rides profondes, sans cesse remuantes ?

Le médecin me dit: "Il a de terribles accès de fureur, c'est un des déments les plus singuliers que j'ai vus. Il est atteint de folie érotique et macabre. C'est une sorte de nécrophile. Il a d'ailleurs écrit son journal qui nous montre le plus clairement du monde la maladie de son esprit. Sa folie y est pour ainsi dire palpable. Si cela vous intéresse vous pouvez parcourir ce document."
Je suivis le docteur dans son cabinet, et il me remit le journal de ce misérable homme. "Lisez, dit-il, et vous me direz votre avis."
Voici ce que contenait ce cahier:

Jusqu'à l'âge de trente-deux ans, je vécus tranquille, sans amour. La vie m'apparaissait très simple, très bonne et très facile. J'étais riche. J'avais du goût pour tant de choses que je ne pouvais éprouver de passion pour rien.
C'est bon de vivre ! Je me réveillais heureux, chaque jour, pour faire des choses qui me plaisaient, et je me couchais satisfait, avec l'espérance paisible du lendemain et de l'avenir sans souci.
J'avais eu quelques maîtresses sans avoir jamais senti mon coeur affolé par le désir ou mon âme meurtrie d'amour après la possession. C'est bon de vivre ainsi. C'est meilleur d'aimer, mais terrible. Encore, ceux qui aiment comme tout le monde doivent-ils éprouver un ardent bonheur, moindre que le mien peut-être, car l'amour est venu me trouver d'une incroyable manière.
Etant riche, je recherchais les meubles anciens et les vieux objets; et souvent je pensais aux mains inconnues qui avaient palpé ces choses, aux yeux qui les avaient admirées, aux coeurs qui les avaient aimées, car on aime les choses ! Je restais souvent pendant des heures, des heures et des heures, à regarder une petite montre du siècle dernier. Elle était si mignonne, si jolie, avec son émail et son or ciselé. Et elle marchait encore comme au jour où une femme l'avait achetée dans le ravissement de posséder ce fin bijou. Elle n'avait point cessé de palpiter, de vivre sa vie de mécanique, et elle continuait toujours son tic-tac régulier, depuis un siècle passé. Qui donc l'avait portée la première sur son sein dans la tiédeur des étoffes, le coeur de la montre battant contre le coeur de la femme ? Quelle main l'avait tenue au bout de ses doigts un peu chauds, l'avait tournée, retournée, puis avait essuyé les bergers de porcelaine ternis une seconde par la moiteur de la peau ? Quels yeux avaient épié sur ce cadran fleuri l'heure attendue, l'heure chérie, l'heure divine ?
Comme j'aurais voulu la connaître, la voir, la femme qui avait choisi cet objet exquis et rare ! Elle est morte !
Je suis possédé par le désir des femmes d'autrefois; j'aime, de loin, toutes celles qui ont aimé ! L'histoire des tendresses passées m'emplit le coeur de regrets. Oh ! la beauté, les sourires, les caresses jeunes, les espérances ! Tout cela ne devrait-il pas être éternel !
Comme j'ai pleuré, pendant des nuits entières, sur les pauvres femmes de jadis, si belles, si tendres, si douces, dont les bras se sont ouverts pour le baiser et qui sont mortes ! Le baiser est immortel, lui ! Il va de lèvre en lèvre, de siècle en siècle, d'âge en âge. - Les hommes le recueillent, le donnent et meurent.
Le passé m'attire, le présent m'effraie parce que l'avenir c'est la mort. Je regrette tout ce qui s'est fait, je pleure tous ceux qui ont vécu; je voudrais arrêter le temps, arrêter l'heure. Mais elle va, elle va, elle passe, elle me prend de seconde en seconde un peu de moi pour le néant de demain. Et je ne revivrai jamais.
Adieu celles d'hier. Je vous aime.
Mais je ne suis pas à plaindre. Je l'ai trouvée, moi, celle que j'attendais; et j'ai goûté par elle d'incroyables plaisirs.
Je rôdais dans Paris par un matin de soleil, l'âme en fête, le pied joyeux, regardant les boutiques avec cet intérêt vague du flâneur. Tout à coup, j'aperçus chez un marchand d'antiquités un meuble italien du XVII° siècle. Il était fort beau, fort rare. Je l'attribuai à un artiste vénitien du nom de Vitelli, qui fut célèbre à cette époque.
Puis je passai. Pourquoi le souvenir de ce meuble me poursuivit-il avec tant de force que je revins sur mes pas ? Je m'arrêtai de nouveau devant le magasin pour le revoir, et je sentis qu'il me tentait.
Quelle singulière chose que la tentation ! On regarde un objet et, peu à peu, il vous séduit, vous trouble, vous envahit comme ferait un visage de femme. Son charme entre en vous, charme étrange qui vient de sa forme, de sa couleur, de sa physionomie de chose ; et on l'aime déjà, on le désire, on le veut. Un besoin de possession vous gagne, besoin doux d'abord, comme timide, mais qui s'accroît, devient violent, irrésistible. Et les marchands semblent deviner à la flamme du regard l'envie secrète et grandissante.
J'achetai ce meuble et je le fis porter chez moi tout de suite. Je le plaçai dans ma chambre.
Oh ! je plains ceux qui ne connaissent pas cette lune de miel du collectionneur avec le bibelot qu'il vient d'acheter. On le caresse de l'oeil et de la main comme s'il était de chair; on revient à tout moment près de lui, on y pense toujours, où qu'on aille, quoi qu'on fasse. Son souvenir aimé vous suit dans la rue, dans le monde, partout; et quand on rentre chez soi, avant même d'avoir ôté ses gants et son chapeau, on va le contempler avec une tendresse d'amant.
Vraiment, pendant huit jours, j'adorai ce meuble. J'ouvrai à chaque instant ses portes, ses tiroirs; je le maniais avec ravissement, goûtant toutes les joies intimes de la possession.
Or, un soir, je m'aperçus, en tâtant l'épaisseur d'un panneau, qu'il devait y avoir là une cachette. Mon coeur se mit à battre, et je passai la nuit à chercher le secret sans le pouvoir découvrir.
J'y parvins le lendemain en enfonçant une lame dans une fente de la boiserie. Une planche glissa et j'aperçus, étalée sur un fond de velours noir, une merveilleuse chevelure de femme !
Oui, une chevelure, une énorme natte de cheveux blonds, presque roux, qui avaient dû être coupés contre la peau, et liés par une corde d'or.
Je demeurai stupéfait, tremblant, troublé ! Un parfum presque insensible, si vieux qu'il semblait l'âme d'une odeur, s'envolait de ce tiroir mystérieux et de cette surprenante relique.
Je la pris, doucement, presque religieusement, et je la tirai de sa cachette. Aussitôt elle se déroula, répandant son flot doré qui tomba jusqu'à terre, épais et léger, souple et brillant comme la queue en feu d'une comète.
Une émotion étrange me saisit. Qu'était-ce que cela ? Quand ? comment ? pourquoi ces cheveux avaient-ils été enfermés dans ce meuble ? Quelle aventure, quel drame cachait ce souvenir ? Qui les avait coupés ? un amant, un jour d'adieu ? un mari, un jour de vengeance ? ou bien celle qui les avait portés sur son front, un jour de désespoir ?
Etait-ce à l'heure d'entrer au cloître qu'on avait jeté là cette fortune d'amour, comme un gage laissé au monde des vivants ? Etait-ce à l'heure de la clouer dans la tombe, la jeune et belle morte, que celui qui l'adorait avait gardé la parure de sa tête, la seule chose qu'il pût conserver d'elle, la seule partie vivante de sa chair qui ne dût point pourrir, la seule qu'il pouvait aimer encore et caresser, et baiser dans ses rages de douleur ?
N'était-ce point étrange que cette chevelure fût demeurée ainsi, alors qu'il ne restait plus une parcelle du corps dont elle était née ?
Elle me coulait sur les doigts, me chatouillait la peau d'une caresse singulière, d'une caresse de morte. Je me sentais attendri comme si j'allais pleurer.
Je la gardai longtemps, longtemps en mes mains, puis il me sembla qu'elle m'agitait, comme si quelque chose de l'âme fût resté caché dedans. Et je la remis sur le velours terni par le temps, et je repoussai le tiroir, et je refermai le meuble, et je m'en allai par les rues pour rêver.
J'allais devant moi, plein de tristesse, et aussi plein de trouble, de ce trouble qui vous reste au coeur après un baiser d'amour. Il me semblait que j'avais vécu autrefois déjà, que j'avais dû connaître cette femme. Et les vers de Villon me montèrent aux lèvres, ainsi qu'y monte un sanglot:

Archipiada, ne Thaïs,
Qui fut sa cousine germaine ?
Echo parlant quand bruyt on maine
Dessus rivière, ou sus estan ;
Qui beauté eut plus que humaine ?
Mais où sont les neiges d'antan ?
..................................
La royne blanche comme un lys
Qui chantait à voix de sereine,
Berthe au grand pied, Bietris, Allys,
Harembouges qui tint le Mayne,
Et Jehanne la bonne Lorraine
Que Anglais bruslèrent à Rouen ?
Où sont-ils, Vierge souveraine ?
Mais où sont les neiges d'antan ?

Quand je rentrai chez moi, j'éprouvai un irrésistible désir de revoir mon étrange trouvaille; et je la repris, et je sentis, en la touchant, un long frisson qui me courut dans les membres.
Durant quelques jours, il fallait que je la visse et que je la maniasse. Je tournais la clef de l'armoire avec ce frémissement qu'on a en ouvrant la porte de la bien-aimée, car j'avais aux mains et au coeur un besoin confus, singulier, continu, sensuel de tremper mes doigts dans ce ruisseau charmant de cheveux morts.
Puis, quand j'avais fini de la caresser, quand j'avais refermé le meuble, je la sentais là toujours, comme si elle eût été un être vivant, caché, prisonnier; je la sentais et je la désirais encore ; j'avais de nouveau le besoin impérieux de la reprendre, de la palper, de m'énerver jusqu'au malaise par ce contact froid, glissant, irritant, affolant, délicieux.
Je vécus ainsi un mois ou deux, je ne sais plus. Elle m'obsédait, me hantait. J'étais heureux et torturé, comme dans une attente d'amour, comme après les aveux qui précèdent l'étreinte.
Je m'enfermais seul avec elle pour la sentir sur ma peau, pour enfoncer mes lèvres dedans, pour la baiser, la mordre. Je l'enroulais autour de mon visage, je la buvais, je noyais mes yeux dans son onde dorée afin de voir le jour blond, à travers.
Je l'aimais ! Oui, je l'aimais. Je ne pouvais plus me passer d'elle, ni rester une heure sans la revoir.
Et j'attendais...j'attendais...quoi ? Je ne le savais pas ?
- Elle.
Une nuit je me réveillai brusquement avec la pensée que je ne me trouvais pas seul dans ma chambre.
J'étais seul pourtant. Mais je ne pus me rendormir ; et comme je m'agitais dans une fièvre d'insomnie, je me levai pour aller toucher la chevelure. Elle me parut plus douce que de coutume, plus animée. Les morts reviennent-ils ? Les baisers dont je la réchauffais me faisaient défaillir de bonheur ; et je l'emportai dans mon lit, et je me couchai, en la pressant sur mes lèvres, comme une maîtresse qu'on va posséder.
Les morts reviennent ! Elle est venue. Oui, je l'ai vue, je l'ai tenue, je l'ai eue, telle qu'elle était vivante autrefois, grande, blonde, grasse, les seins froids, la hanche en forme de lyre; et j'ai parcouru de mes caresses cette ligne ondulante et divine qui va de la gorge aux pieds en suivant toutes les courbes de la chair.
Oui, je l'ai eue, tous les jours, toutes les nuits. Elle est revenue, la Morte, la belle morte, l'Adorable, la Mystérieuse, l'Inconnue, toutes les nuits.
Mon bonheur fut si grand, que je ne l'ai pu cacher. J'éprouvais près d'elle un ravissement surhumain, la joie profonde, inexplicable, de posséder l'Insaisissable, l'Invisible, la Morte ! Nul amant ne goûta des jouissances plus ardentes, plus terribles !
Je n'ai point su cacher mon bonheur. Je l'aimais si fort que je n'ai plus voulu la quitter. Je l'ai emportée avec moi toujours, partout. Je l'ai promenée par la ville comme ma femme, et conduite au théâtre en des loges grillées, comme ma maîtresse...
Mais on l'a vue ... on a deviné ... on me l'a prise ... Et on m'a jeté dans une prison, comme un malfaiteur. On l'a prise ... oh ! misère !...

Le manuscrit s'arrêtait là. Et soudain, comme je relevais sur le médecin des yeux effarés, un cri épouvantable, un hurlement de fureur impuissante et de désir exaspéré s'éleva dans l'asile.

"Ecoutez-le, dit le docteur. Il faut doucher cinq fois par jour ce fou obscène. Il n'y a pas que le sergent Bertrand qui ait aimé les mortes."

Je balbutiai, ému d'étonnement, d'horreur et de pitié:
"Mais... cette chevelure... existe-t-elle réellement ?"

Le médecin se leva, ouvrit une armoire pleine de fioles et d'instruments et il me jeta, à travers son cabinet, une longue fusée de cheveux blonds qui vola vers moi comme un oiseau d'or.
Je frémis en sentant sur mes mains son toucher caressant et léger. Et je restai le coeur battant de dégoût et d'envie, de dégoût comme au contact des objets traînés dans les crimes, d'envie comme devant la tentation d'une chose infâme et mystérieuse.

Le médecin reprit en haussant les épaules :
"L'esprit de l'homme est capable de tout."


13 mars 1884

sábado, 12 de abril de 2008

Motivos de son (1930)

Nicolás Guillén



[103]

1. NEGRO BEMBÓN

ArribaAbajo¿Po qué te pone tan brabo,


cuando te disen negro bembón,


si tiene la boca santa,


negro bembón?




Bembón así como ere 5

tiene de to;


Caridá te mantiene,


te lo da to.




Te queja todabía,


negro bembón; 10

sin pega y con harina,


negro bembón,


majagua de dri blanco,


negro bembón;


sapato de do tono, 15

negro bembón...




Bembón así como ere,


tiene de to;


Caridá te mantiene,


te lo da to. 20 [104]


2. MULATA



Ya yo me enteré, mulata,


mulata, ya sé que dise


que yo tengo la narise


como nudo de cobbata.




Y fíjate bien que tú 25

no ere tan adelantá,


poqque tu boca e bien grande,


y tu pasa, colorá.




Tanto tren con tu cueppo,


tanto tren; 30

tanto tren con tu boca,


tanto tren;


tanto tren con tu sojo,


tanto tren.




Si tú supiera, mulata, 35

la veddá,


¡que yo con mi negra tengo,


y no te quiero pa na! [105]



3. SI TÚ SUPIERA...



¡Ay, negra,


si tú supiera! 40

Anoche te bi pasá


y no quise que me biera.


A é tú le hará como a mí,


que cuando no tube plata


te corrite de bachata, 45

sin acoddadte de mí.


Sóngoro cosongo,


sogo bé;


sóngoro cosongo


de mamey; 50

sóngoro, la negra


baila bien;


sóngoro de uno


sóngoro de tre.


Aé, 55

bengan a be;


aé,


bamo pa be;


bengan, sóngoro cosongo,


sóngoro cosongo de mamey! 60 [106]


4. SIGUE...



Camina, caminante,


sigue;


camina y no te pare,


sigue.




Cuando pase po su casa 65

no le diga que me bite:


camina, caminante,


sigue.




Sigue y no te pare,


sigue: 70




no la mire si te llama,


sigue;




acuéddate que ella e mala,


sigue.



5. HAY QUE TENÉ BOLUNTÁ



Mira si tú me conose, 75

que ya no tengo que hablá:


cuando pongo un ojo así, [107]


e que no hay na;


pero si lo pongo así,


tampoco hay na. 80



Empeña la plancha elétrica,


pa podé sacá mi flú;


buca un reá,


buca un reá,


cómprate un paquete vela 85

poqque a la noche no hay lu.




¡Hay que tené boluntá,


que la salasión no e


pa toa la bida!




Camina, negra, y, no yore, 90

be p'ayá;


camina, y no yore, negra,


ben p'acá:


camina, negra, camina,


¡que hay que tené boluntá! 95


6. BÚCATE PLATA



Búcate plata,


búcate plata,


poqque no doy un paso má: [108]


etoy a arró con galleta,


na ma. 100

Yo bien sé cómo etá to,


pero biejo, hay que comé:


búcate plata,


búcate plata,


poqque me hoy a corré. 105



Depué dirán que soy mala,


y no me quedrán tratá,


pero amó con hambre, biejo,


¡qué ba!


Con tanto sapato nuebo, 110

¡qué ba!


Con tanto reló, compadre,


¡qué ba!


Con tanto lujo, mi negro,


¡qué ba! 115


7. MI CHIQUITA



La chiquita que yo tengo


tan negra como e,


no la cambio po ninguna,


po ninguna otra mujé. [109]




Ella laba, plancha, cose, 120

y sobre to, caballero,


¡como cosina!




Si la bienen a bucá


pa bailá,


pa comé, 125

ella me tiene que llebá,


o traé.




Ella me dise: mi santo,


tú no me puede dejá;


bucamé, 130

bucamé,


bucamé,


pa gosá.



8. TÚ NO SABE INGLÉ



Con tanto inglé que tú sabía,


Bito Manué, 135

con tanto inglé, no sabe ahora


desí ye.




La mericana te buca,


y tú le tiene que huí:


tu inglé era de etrái guan, 140

de etrái guan y guan tu tri. [110]




Bito Manué, tú no sabe inglé,


tú no sabe inglé,


tú no sabe inglé.




No te namore ma nunca. 145

Bito Manué,


si no sabe inglé,


si no sabe inglé.

viernes, 28 de marzo de 2008

Historias de Cronopios y de Famas


Historias de Cronopios y de Famas (1962) es un libro que desconcierta a muchos lectores. Cortázar cuenta el nacimiento "mitológico" de estas criaturas de la manera siguiente: "Estaba una noche en el teatro des Champs Elysées, había un concierto que me interesaba mucho, yo estaba solo, en lo más alto del teatro porque era lo más barato. Hubo un entreacto y toda la gente salió, a fumar y demás. Yo no tuve ganas de salir y me quedé sentado en mi butaca, y de golpe me encontré con el teatro vacío, había quedado muy poca gente, todos estaban afuera. Yo estaba sentado y de golpe vi (aunque esto de ver no sé si hay que tomarlo en un sentido directamente sensorial o fue una visión de otro tipo, la visión que podés tener cuando cerrás los ojos o cuando evocás alguna cosa y la ves con la memoria) en el aire de la sala del teatro, vi flotar unos objetos cuyo color era verde, como si fueran globitos, globos verdes que se desplazaban en torno mío". Este libro es un elogio de la imaginación y de sus alcances inquietantes y asombrosos. Cronopios y famas vehiculan sentidos universales, como los personajes de cualquier mitología. Es también, claramente, un libro lúdico, en que poemas en prosa y fábulas mínimas son una sola y misma cosa.




Progreso y retroceso


Inventaron un cristal que dejaba pasar las moscas. La mosca venía empujaba un poco con la cabeza y, pop, ya estaba del otro lado. Alegría enormísima de la mosca. Todo lo arruinó un sabio húngaro al descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa a causa de no se sabe que macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal, que era muy fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar dentro, y muchas moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos animales dignos de mejor suerte.




Conservación de los recuerdos


Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".


Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones". Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras que en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempres de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.




La foto salió movida


Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos estan donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblenrente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paraguero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y tambien las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.




lunes, 24 de marzo de 2008

El almohadón de plumas


Horacio Quiroga (1878-1937) es un pionero implacable de la prosa hispanoamericana. Lector de Poe, de Maupassant, de Chejov y de Kipling, este uruguayo genial, cuya vida está marcada por la tragedia y culmina con su suicidio a los 58 años, nos ha legado varios cuentos que son obras maestras. De su vasta obra citemos: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921).


Su luna de miel fue un largo escalofrío.

Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravio, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente. Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

miércoles, 12 de marzo de 2008

El Hueso Salinas





I

Ya en las sábanas, el cuerpo de la muchacha se le ofrecía como el pan fresco de las mañanas. El Hueso Salinas dejó su arma y se abalanzó sobre ella con la destreza que da el hambre.

Después, viendo llover a través de la ventana empañada, supo que había dejado escapar al hombre cuya sangre acartonaba ya las cortinas. Rechazó las manos tibias de la puta y se levantó de un salto. Abrió el ropero y vio el charco circular y denso macerando las tablas.

El viento alargaba las calles empedradas donde se perdían las sombras. Era la boca de lobo de las cinco de la mañana. El Hueso Salinas, borracho de ira, caminaba raspando el metal de su arma contra los muros dormidos del vecindario. Iba murmurando algo -tal vez un nombre- y nada lo diferenciaba de las sombras húmedas que se perdían en las encrucijadas. De pronto, nacida en una esquina, una lluvia recia de palazos lo encontró desprevenido. Y ya en el suelo, oliendo tan de cerca esa mierda humana en que tenía la cara, vio las botas embarradas de dos hombres.

-Levantate, maricón -le dijeron.

-Con gusto -dijo él, despegando la cara de la mierda.

-Vas a ver quién es tu papá.

-Me gustaría conocerlo, ya que mi madre era una puta -les dijo, ya de pie.

Uno era pálido, y tenía la sonrisa nerviosa; el otro, un moreno enorme de pómulos grises, lo miraba sin pestañar y le dijo:

-Sí pues, a tu madre me la tiré hasta cansarme. Y pedía más.

En ese preciso instante, la bala le atravesó la entrepierna y soltó, con las últimas sílabas, la cuota de sangre necesaria para decirlas. Rápido como el rayo, el otro levantó la macana bañada en sangre y la descargó con toda su ira: el Hueso sintió cómo el hueso, vibrante, del antebrazo, se le había astillado. Pero hubo un disparo, y el Sonrisas cayó sin dejar de sonreír.

-Y ahora quién es la puta -dijo el Hueso Salinas, escupiendo la sangre que cada noche hacía renacer en su boca.



II

Todo resultaba extraño.

Hasta la semana pasada, la vida del Hueso había sido un pozo profundo cuyas aguas no podían ser perturbadas: la rutina del día a día, la comodidad de lo consuetudinario, el bienestar en la espera que ya no desespera. Nada podría haber fungido como indicio de las tribulaciones que vivía ahora.

En verdad, los pequeños sobresaltos y las efímeras alegrías le habían venido por la realización de ciertos proyectos que tenía guardados cuales frutas maduras que aguardan ser derribadas. En su cabeza proliferaban las ideas, los proyectos, las ambiciones irrealizables y a veces tenía la impresión de que era el sostén de un nido de serpientes que se mordían mutuamente. Estas cosas le pasaban usualmente cuando dejaba por un tiempo su interés por el crimen, en el que normalmente su irrefrenable imaginación se concentraba.

Y es que no hacía mucho había creído encontrar un buen lugar para desbocar sus deseos más violentos: las excesivas carnes del cuerpo de la Romba, una vieja puta que acababa de salir de la cárcel. No se trataba de su físico: a fin de cuentas no era más que una gorda que apenas cabía entre sus ropas. Era la manera como se expresaba el poder y la autoridad en cada palabra que pronunciaba, la seguridad y total confianza en sus decisiones, la imposición que suponía el más sencillo de sus juicios. Una de las primeras veces que el Hueso la había visto había pensado en un helado: las piernas que apretujadas se levantaban como un cono contenían desenvueltas las abundantes bolas de sabor que eran sus senos, su vientre, su monte de Venus. Vestía esos conjuntos deportivos que hacen la delicia de los trotadores matutinos, hechos de esa tela que parece la misma con que están fabricadas las toallas y que sólo vienen en colores que gritan a los cuatro vientos su total ausencia de gusto.

Era ella quien había hecho que todos sus pensamientos se desviaran de la simple preocupación por el crimen hacia la preocupación por sus organizaciones profundas, aquellas que se producían subterráneamente, en la oscuridad de los lenguajes codificados, en el silencio del encierro. Le había fascinado cómo la Romba era capaz de controlar a toda clase de marginales e inadaptados, ejerciendo su poder a través de las putas que manejaba, los cleferos que le hacían servicios por unos pesos, un poco de clefa o algo de sata, las matonas a quienes había salvado y que se sentían endeudadas. La Romba era el ejemplo viviente del cinismo de quien sabe demasiado bien que la vida no tiene un pelo de moral. Y a cualquier objeción levantada en contra de su inclemencia, se limitaba a repetir, alzada en petulancia: “El que quiere celeste, que le cueste”.


III


El Hueso Salinas entró en el bar oscuro, al tiempo que se limpiaba la boca aún sangrante. Buscó con los ojos cansados entre los bebedores acodados a la barra y avanzó en la noche de esos muros. El barman, un calvo escuálido con cara de perro, lo saludó con un movimiento del cráneo brillante. Y, sin que viniera a cuento, gritó a pleno pulmón en el humo. Y he aquí que del cuarto del fondo, emanando el penetrante perfume de tantas camas, sale la matrona que lo había metido en ese laberinto de sangre.

-Hueso, cada día más flaco y muerto –bromeó la Romba, desde sus ojos negros y vivos.


Lo invitó al cuartucho en que hacía y deshacía hombres con ese vientre apocalíptico. El Hueso no habló hasta que la Romba se le echó encima.

-No estoy para repetir gestas del pasado –dijo por fin el Hueso Salinas.

Y vio, entre manchas negras, dañada la retina por el golpe certero, los dedos crispados de Rojas, agarrados a su pantalón. Y se miró los nudillos lívidos. Y oyó, como si partiera del tímpano, el impacto de la puerta compacta del armario contra la nuca castrense.

-Casi lo mato –sopló el Hueso–. Y ahora me van a matar.

La Romba suspiró. Cuántas veces había repetido en la cara afilada e impávida del Hueso la consigna única. Cuántas veces le había dicho que tenía que ser una muerte limpia, sin bala. Que tenía que ser una muerte.

-Ay, Huesito –murmuró la matrona, incorporándose con movimientos de gata en celo–. Ahora te van a cascar.

Y, de espaldas al Hueso, corriendo una breve cortina, se inclinó, dejando ver la rendija de su alma, entre los dos retazos de su bata raída. Y se volvió de pronto, habiendo cerrado la caja, con los billetes en la mano anillada.

-Te doy la mitad de tu paga, sólo porque eres vos. Y ahora andate, que no quiero cadáveres en mi templo.


IV

El negocio tenía sus altibajos mortíferos... Como en todo oficio, había que comenzar lamiéndoles el poto a los pesos pesados, aquellos que no sólo poseían el capital sino también la imagen de Mallkus omnipresentes de temple inquebrantable capaces de cagarle la vida a cuanto cholo descarado pretendiera interferir en sus propósitos. La identidad y el paradero de estos caudillos del crimen era tan accesible como el Conejo de la luna; todos lo habían visto pero nadie podría atraparlo jamás –o al menos eso es lo que daban a entender los diarios con sus vagas y absurdas explicaciones sobre los interminables asesinatos a quemarropa que se multiplicaban en las zonas de San Jorge, San Pedro y Churubamba, entre otras. “Se suicidaron sin indicios de los familiares” ; “Accidente con garrafa quema a veintitrés personas en medio del parque Laikakota” ; “Psicópata ametralla a quince policías anti-narcóticos camino a Chulumani".

Todo daba a entender que el Turco pertenecía a esta cofradía de malhechores y era la única puerta de escape para el Hueso Salinas quien al ser un simple peón insignificante tenía los días contados por haber eliminado a unos milicos entre los cuales se hallaba un sobrino del Cogollo López. Este, al ser el ayuco número uno del general Milton Rosaloca, tenía en efecto un peso considerable en la organización.

Unos meses antes, en medio de una balacera que se desató en el boliche de la Romba a causa de un borracho malandro que tras chaparse con una comadrona robusta había descubierto un par de korotas que nada tenían que envidiarle al toro más viril del Beni, el Hueso lo había madrugado con un botellazo en la nuca antes de que éste pudiese aniquilar de un tiro a la Romba -por su fraudulenta mercancía- quien coqueteaba con el Turco en la mesa de enfrente. El Turco pensó que la bala iba dirigida expresamente hacia él, pues aquel malandro desdichado había recibido una pateadura de parte de los suyos unos días antes por entrometerse en unas transacciones con grupos religiosos Israelíes. Por esta razón sentía el Turco una gran deuda con el Hueso salinas…

V

Ah, Hueso... Ahora sales del cuarto de la Romba y accedes al largo pasillo forrado de espejos. Te gusta este pasillo, piensas que reproduce una suerte de abismo, de vértigo. “El vértigo son las cosquillas del cerebro” –piensas. Tratas de detener el trajín que llevas en estas últimas semanas y te detienes, plantado en seco a la mitad del pasillo. Observas fascinado cómo tu imagen reflejada en uno de los espejos es luego reflejada en el otro provocando un segundo reflejo de ese mismo reflejo, hasta el infinito, dando la impresión de estar encerrado en un abismo de repeticiones. Tratas de mirarte la cara magullada y entiendes al fin que tu rostro no responde ya a un nombramiento: Hueso, Hueso –intentas recordarte. Nada ocurre en ese intervalo insignificante en el que te buscas y de pronto sientes que puedes comprenderlo todo, que una última y certera revelación está por provocarse. Dejas de escuchar el sonido que produce el boliche de la Romba y esperas. El silencio de pronto te parece abrumante, crees no poder soportarlo y sin embargo, ahí estás, contemplándolo inerme. Hasta que, de repente, te urge volver a la habitación de la Romba, como si un peligro ineludible te amenazara. Regresas el camino ya recorrido y de pronto te percatas que el pasillo de espejos se ha transformado en un laberinto de reflejos: no sólo tu imagen está multiplicada al infinito, ahora también aparecen escenas que apenas has vivido ayer y anteayer. Te mareas, estás apunto de desvanecerte, con lo último de lucidez que sientes quedarte: miras una última vez el espejo, uno de los miles de espejos, tu rostro ya no es el tuyo, es el rostro familiar del Cogollo López.
Ante el susto, sufres un sobresalto. Evitas mirar tu imagen, el reflejo que te imponen crudos los espejos. Trastabillas y ya ciego por la reverberación de los reflejos, sólo logras colgarte de la perilla de la puerta que lleva a la habitación de la Romba. Es sólo un esfuerzo más y estarás a salvo.
- ¡Uuh carajo! El Huesito se había estado meando en sus pantalones... ¡Como mariquita mierda!
Escuchas apenas una voz que por doquier llega como un dardo a tu cerebro. Vuelves la cabeza violentamente, esperando de buena fe encontrarte con otra cosa que no sea tu insoportable mirada en el espejo. Para tu suerte ahí está el rostro abotagado del Cogollo López, te mira inquisitivo y luego suelta una pregunta que apenas comprendes:
- ¡Uuh carajo! ¿Quién te ha dejado en ese estado Huesito? ¿Acaso has visto al fantasma de mi sobrinito, al que te has limpiado sin descaro?
Reconoces que estás cagado y que de esta sólo te puede salvar tu fiel revolver. Lo buscas, sin desesperación, ahora más dueño de la situación que antes. Al palparlo por debajo de tu chamarra de cuero, intentas incorporarte vanamente pues ya el Cogollo te está tirando una patada en la geta. Pero con el golpe logras sacar el arma por completo y disparas sin miedo. El Cogollo se desploma casi encima tuyo mientras impasible observas el silencioso eco de la caída en el abismo de espejos. A todo esto, la Romba ha abierto su habitación y te invita a pasar, mientras que en el fondo distingues el cadencioso ritmo de “Anaconda” de la Tigresa del Oriente.

(A continuar...)


viernes, 7 de marzo de 2008

Fábulas de Augusto Monterroso


EL RAYO QUE CAYÓ DOS VECES EN EL MISMO SITIO

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.

EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR


Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

LA OVEJA NEGRA

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Jaime Saenz

El Aparapita de La Paz

El tema siempre me sedujo incidiendo sugestivamente en mis apuntes; estos han hallado un camino en la reseña que sigue.
Yo no sabía quién era ese personaje enigmático llamado aparapita cuando pisé por vez primera una bodega hace años. Aún no lo sé con exactitud. Y conste que nadie quiere sacarle punta a lo que no tiene. En realidad, se trata de un hombre insignificante al par que excepcional. Se invalidan las cosas en la proximidad, pierden interés a medida que la perspectiva se reduce y según resulta obvio; es un ejemplo el caso del Illimani, como lo es asimismo el caso del aparapita.
La palabra es de origen aymará y quiere decir: "el que carga". Pero, ¿quién es el que carga? Valga esta aclaración antes que nada: me propongo responder tan sólo de un modo particular y condicionado a mis propias experiencias y observaciones. Al ponderar la imagen del aparapita podrá encontrarse el espíritu de la ciudad en su verdadera significación.
Por lo que se sabe, es el aparapita un indio originario del Altiplano y su raza es la aymara. La fecha de su aparición en la ciudad es algo que nadie ha precisado. Tal vez podría situarse en los albores de la República. (Aquí convendría notar esto: no me refiero para nada al cargador común y corriente, que también lo hay en la paz y dondequiera que uno fuese. El genio del aparapita corresponde a una individualidad altamente diferenciada.) Su numero es reducido, relativamente; éste se renueva por aquellos individuos que se han desplazado procedentes del Altiplano, así como también por los nacidos en la ciudad. Todos ellos, fatalmente están destinados a perecer en garras del alcohol.
Es inconcebible la ancianidad en un aparapita: nuestro hombre desprecia la comida y prefiere la bebida, es lo cierto. Cuando come lo hace a la muerte de un obispo y exige un plato que ha de estar repleto de perejil, pues se siente fascinado por el perejil de un modo realmente inexplicable y misterioso. Añádase que el acto de comer le parece una gran indecencia, por cuya razón al mismo tiempo que come se oculta de la gente, poniéndose de cara a la pared. Y la gente lo repudia; no puede con él. Para los curas es un endemoniado, y una oveja descarriada según los evangelistas. Para las viejas es un brujo. Pero según los brujos no lo es. Y según mi abuela, es una criatura de los mundos infiernos. Para unos es una bestia, para otros un animal, y para aquellos un leproso. Los literatos no le han hecho caso y tampoco los poetas; pero alguien por ahí, seguramente, ya sabrá ocuparse de él. Todos lo miran con repugnancia, cuando no con recelo o con asombro. O bien lo miran como si no existiera. Parece ser que los sociólogos no lo mencionan en sus enfoques, así como tampoco lo llevan el apunte los folkloristas. Además se prohibe gastar pólvora en gallinazo: la atención de los expertos, ya sean nacionales o internacionales, no podría centrarse en tan poca cosa. Se trata de una larva, un fenómeno aislado y en vías de desaparecer, por asimilación del progreso, o quién sabe qué. Necesariamente un ejemplar típico del subdesarrollo, mas en ningún caso un parásito.
La vestimenta surgió con un carácter determinativo en mi aproximación al personaje. La ropa que lleva en realidad no existe. Es para quedarse perplejo. El saco ha existido como tal en tiempos pretéritos, ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conformar un saco, el Verdadero. Los primeros remiendos han recibido algunos otros remiendos; estos a su vez han recibido todavía otros, y estos otros, todavía muchos otros más, y así, con el fluir del tiempo, ha ido en aumento el peso en relación directa con el espesor de una prenda, tanto más verdadera cuanto más pesada y gruesa. Una noche, me propuse contar los remiendos en un saco que yo guardo. Este tiene un bolsillo interior y debe pesar unas veinte libras. Eran más de ochenta los remiendos cuando me cansé de contarlos, y eso que todavía me faltaba la mitad de la espalda y una manga. Cómo se las arreglaba su legítimo propietario para poner los remiendos, el cual por si fuera poco era manco y tuerto, es cosa que jamás podré explicarme.
Yo soñaba con un saco verdadero y quería tener uno. Mis intentos eran rechazados con enojo, con desdén e incluso con mofa. Y tenía que haber sido tuerto aquel hombre para aceptar un vulgar saco a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a cambio del suyo. Sin embargo, una vez hecho el trato se puso a dudar, se quitó el saco poniendo al descubierto el muñón y le di dinero además de un abrigo viejo, cuando se quedó desconcertado, me miró con pena y finalmente se fue. Me sentí culpable. Luego me puse ante el grave dilema de hacer hervir la prenda o dejarla tal cual y, habiéndome decidido por lo primero, repetí muchas veces la operación. Su peso disminuyó notablemente por efecto de la potasa. ¡Y que de piojos! Hoy por hoy es mi prenda favorita algunas noches de frío intenso, una prenda con la que —debo confesarlo—, me siento un pobre tipo, un impostor intentando vanamente usurpar atributos que de ningún modo me corresponden, como alguien que quisiera impresionar y que, en el fondo, es un hazmerreír y no se da cuenta de nada. Lo cual me da en que pensar, viéndome con cierto horror en el pellejo del simulador quien, según intuyo, al pretender ser como lo que no es, todavía pretende que los demás quisieran ser como es él. Sea lo que fuese, el saco sigue infundiéndome miedo cada vez que me lo pongo; el miedo siempre es un testimonio de alguna verdad oculta. Jamás llegará a pertenecerle al ladrón una cosa robada; claro que, por lo demás no se debe olvidar el altísimo valor que asumen las cosas robadas, siempre que el ladrón no las haya robado con otro propósito que el de guardarlas bajo siete llaves.
Tan pronto como una víctima de la violencia o como un propiciador de ella, el aparapita se ve a menudo ensangrentado, con una cara monstruosa, con espantosas heridas que, evidentemente, a él no le preocupan en lo más mínimo. Él sabe a donde irá a parar con su cuerpo y en modo alguno se le ocurre pensar de otra manera que no sea la que corresponde a la realidad pura y simple. Un entierro, un cementerio, una tumba, son cosas que él no puede concebir ni remotamente en el esquema de su vida, puesto que fueron hechas para los demás, no para él, y puesto que él ya sabe lo que sucede y se refiere a ello de un modo natural, habiéndolo declarado explícitamente, tal como correspondía hacerlo. La muerte es cosa suya y nadie podrá meterse en sus asuntos, a no ser Dios; Dios está con él. Él es quien le ha dado permiso para venir a vivir aquí. Pero el momento que así lo desee, él puede morir y, una vez muerto, su alma, o sea él, se irá volando a su verdadera casa para servir a Dios. Ahora, si su cuerpo va a parar a la morgue, ¡qué ha de hacer él! ; ¡y qué ha de hacer si lo descuartizan! Nada. Nadie puede hacer nada. Además, a él qué le importa. Tales las palabras de un aparapita, cuando habló conmigo.
Por tanto, y cuando menos por su contribución al estudio de la anatomía debería quedar eximido de cualquier culpa en este mundo. Al fin y al cabo, si la facultad de medicina de La Paz no sufre escasez de cadáveres, ello se debe en gran parte al aparapita.
Emerge la figura con sugerencias contradictorias, de abandono y destrucción, de impavidez, de muerte, de alegría, de arrogancia y humildad, conforme uno presiente un oscuro propósito en este hombre, y es como si únicamente persiguiese sacarse el cuerpo y ello no obstante, no quisiese dejar de luchar por la vida, siendo así que la vida le importa un comino. Pues él tiene sabiduría al matarse y se mata por medio de la vida, el medio más natural. Como que lo hace, con naturalidad y con alegría inclusive, cuando ha guardado unos pesos, deliberadamente, cuando se ha privado de comer en absoluto y se va a la bodega, donde se pone a gritar, a reír y bailar, y donde bebe hasta que revienta. Entonces aparece muerto en la calle, tendido como un sapo. El deber, las obligaciones, el interés por mejorar de condición, son cosas que no tienen nada que ver con él. Acarrea bultos sobre las espaldas, de un lugar a otro, recibe cerrada la boca lo que se le paga. Suele cumplir funciones en los entierros de los pobres, y cuando los deudos no pueden sufragar el gasto en las pompas fúnebres, acarrea afanosamente el ataúd, de la calle Figueroa a la casa del extinto, y de la casa del extinto al cementerio.
En la fiesta de San Juan gana mucha plata un aparapita y está en su elemento. Todo el santo día y gran parte de la noche se encuentra ocupado acarreando fardos de leña para las fogatas. Me gusta mirar su silueta fantasmal recortándose sobre un telón de fuego. Tarde en la noche, cientos de aparapitas más felices que el demonio -y muchos de ellos han de morir esa misma noche-, se hallan congregados alrededor de las gigantescas fogatas que crepitan hasta el amanecer en lo alto de la ciudad, en la calle Tumusla y en la Garita de Lima, en la avenida Baptista, en la avenida Buenos Aires, en la calle Max Paredes y adyacentes, en la calle Inquisivi y en el callejón Pucarani y en la avenida Pando, (por mi parte, yo proclamaría el día de San Juan como el día del aparapita). Según iba diciendo, con su profesión se defiende él, y de eso no sale, es independiente. Solamente trabaja cuando le da la gana, y con tal que haya reunido la plata para el aguardiente y la coca, lo demás no le importa. Se queda, repantingado, sobre una pared, hecho un príncipe, a su lado el rollo de soga y el manteo, sus únicos bienes, y mira la vida desde muy lejos, masca y masca la coca. El no es de los que paga impuestos; ignora olímpicamente los sindicatos, no es ciudadano, pero es dueño de hacer y deshacer de su persona. Este hombre se ha incorporado a la vida ciudadana en su calidad de animal racional pero al mismo tiempo se ha segregado de ella, para vivir en ella de un modo irracional por completo.
Es prodigiosa su capacidad para el aguardiente. Un aparapita puede beber un litro en dos periquetes, (para el caso, un periquete equivale a media hora). El litro de alcohol (de caña) vale nueve pesos (75 cts. de dólar, más o menos), y el ingenio de Guabirá, en Santa Cruz, lo produce en ingentes cantidades. Hasta hace pocos años, todavía brillaban en las puertas de las bodegas unos gigantescos toneles de metal, con una capacidad de 200 litros. Dichos toneles han desaparecido ahora, en realidad por la prohibición de la venta a granel emergente de un nuevo régimen impositivo. En la calle Max Paredes y en algunas otras, existen cientos de bodegas donde relucen miles y miles de latas con un color morado, de medio, uno, cinco y diez litros, bajo cuyo resplandor pululan los aparapitas encontrándose en el mejor de los mundos. Un litro de alcohol es un litro de alcohol, indudablemente, pero si le añado un litro de agua, obtengo dos litros de buen aguardiente. Pues yo me ufanaba bebiendo precisamente a razón de dos litros por día, y por tal motivo, me consideraba un borracho de marca mayor: nada tan ridículo frente a los aparapitas, bebiendo como ellos beben unos seis litros por día. Sin embargo, este promedio tan sólo puede aplicarse al sábado y domingo. Claro que el resto de la semana, como de costumbre, beben a razón de un litro por día.
La cuestión es que uno muere de envidia. Uno envidia al aparapita, esa simplicidad inalcanzable, esa soberana despreocupación. Y precisamente, porque es muy difícil dejarse de cuidar su vidita y vivir, vivir, en lugar de simular que se vive.
El hombre orgulloso, desorbitado, fanático, solitario y anárquico me causa envidia, y es el aparapita, obedeciendo ciegamente a sus impulsos, fascinado por el fuego y por el humo, fascinado por la sangre, fascinado por los muladares. Empujado por el aliento de la libertad, el aparapita siempre encuentra aquello que busca. Hace excursiones nocturnas a los muladares y allí encuentra maravillas. No se trata de mera retórica. En los muladares hay maravillas, según consta a quienes conocen los muladares, como me consta a mí que los conozco. Y las hay por montones para el aparapita. Puede que sean unos trapos. Los trapos le sirven para remendar su ropa, tarea que él ejecuta asimismo en el muladar. Puede ser un trozo de espejo, puede ser un alambre; puede ser un zapato o simplemente una suela; todo le sirve, él ya sabrá para qué. Puede ser una lata. Quizá algún botón. Papeles. En una bolsa de cotense embute los papeles, escoge la basura para hacer fuego y, en medio de la humareda y de las chispas, encuentra talismanes; es más supersticioso que Satanás. Encuentra un clavo, una muñeca, un guante. Unas botellas; se ve que están rotas pero a lo mejor sirven. No puede haber persona con mayor sentido del humor. El no se ríe, sino que se pone serio mientras que alguien se encarga de reírse de él, o sea él mismo, quien lo hace para darse cuenta de que se ríe de nada.
En su delirante tránsito por las calles de la ciudad, el aparapita, dejando a su paso unas huellas quizá legendarias, se proyecta con las múltiples formas de una personalidad poderosa. Qué elegancia y que desparpajo, qué decencia, qué pulcritud. No importa el color ni la forma del remiendo o su tamaño, tan pequeño como una estampilla o más grande que una hoja de Eva, con tal de cubrir una rotura Para eso está el hilo y la aguja, dos cosas de las que no puede olvidarse un aparapita que se estima. La revelación de un misterio se encuentra implícitamente revelándose por el misterio mismo y por la gratuidad en sí, como una revelación sin la cual no podría darse el misterio no revelado; efectivamente, no queda más remedio que divagar, en este caso a que nos estamos refiriendo. Pues frente a lo incomprensible resulta inútil una aproximación por medio de definiciones; puede que sea paradójica una cosa, pero la cuestión es el porqué. La condición humana no se explica por el empleo de sustantivos pero nosotros calificamos y sanseacabó, con eso basta y nos quedamos satisfechos: todo lo que se fuese se nos aparece como la cosa más natural del mundo. Perdón por el circunloquio, a propósito de un caso tan intrascendente como lo es el de un hombre que se desvive poniendo remiendos a unos andrajos que han salido de la basura y se pasa la vida cuidando de ellos como si fueran la niña de sus ojos mientras que, por otro lado, hace todo lo posible y lo imposible por destruirse a sí mismo sin importarle un ardite su propia persona o las averías, las heridas y los golpes que a diario recibe. Sería difícil encontrar, en términos de intensidad poética, alguien que se le iguale.
En cuanto a las virtudes morales; yo encuentro sosiego según las reflexiones fluyen para reconfortarme, pensando en las fuerzas sustentadoras de que se nutre el ángel protector.
¿Palabras que suenan a predicador de trastienda? ¿Para ridículo del que las suscribe? Las virtudes morales en el más alto sentido —y aquí tan sólo traduzco el sentir de un aparapita cualquiera—, nos protegen de las enfermedades y de los accidentes, así como del malestar que implica vivir, dándonos fuerza para soportar los grandes dolores, nos libran de los tormentos del hambre y de la sed, nos traen buena suerte y nos proporcionan buen humor. Por supuesto que estoy absolutamente convencido de que así es como debe ser. Vale la pena hacer referencia específica a la conducta moral del aparapita. Podría ser asesino, ladrón y facineroso. Razones no le faltarían. Pero él es aparapita, eso es lo que pasa y con eso está dicho todo. He aquí un hombre con una rectitud ejemplar. Es veraz, él no miente, es profundamente religioso. Es caritativo por naturaleza, bueno como el pan. Es incapaz de robar una paja. Muere con orgullo antes que pedir limosna. En los registros policiales no hay tradición de estos delictuosos cometidos por algún aparapita, pues jamás los comete. Su único delito es emborracharse, trenzándose en peleas que no pocas veces resultan sangrientas. Sus cualidades se conservan incólumes, si sus defectos se acentúan por causa del ambiente. Sin embargo es sanguinario por ancestro, y no hay para qué negarlo. Son memorables las hazañas de los indios. En los pueblos del altiplano las autoridades tienen un mal fin si es que cometen desmanes. A un subprefecto lo metieron dentro de un tonel y lo hicieron hervir, después de haberlo descuartizado, y entonces se lo comieron sin asco. Un cura que abusó de una india fue castigado con aquello con lo que pecó, con eso mismo, y se lo cortaron en frío, obligando al cura a que se lo comiese, y luego utilizaron su cráneo para según se sabe, está empedrada con las calaveras de los soldados que formaban un batallón, el cual había sido enviado en plan de combate para sofocar las sublevaciones ocurridas allá por el novecientos.
Quiero volver al asunto de la vestimenta para referirme a varios detalles de la misma. Ya lo hice con el saco, y con el pantalón se repite la historia. La soga y el manteo son las herramientas de trabajo. La soga es de cuero de oveja o de llama y tiene unos tres metros de longitud. Dura una eternidad. Se lleva ya en la mano, ya enrollada alrededor de la cintura. Es sumamente resistente, como para sujetar cargas de tres quintales sobre las espaldas. (Las espaldas de los aparapitas no se llaman espaldas. Sino espaldarapitas: gozan de gran fama porque su fortaleza es macabra). El manteo, más grande que diez banderas juntas, es de tocuyo utilizándose para acarrear cosas sueltas, botellas, libros, adobes, bolsas de estuco, ladrillos. Plegada en cuatro, o en ocho, o como sea, es un colchón para dormir. Las abarcas son de un modelo privativo. Una cuestión más o menos aparte. Se utiliza alguna llanta de la basura en la confección de la suela, quedando afirmado al pie por unas lonjas de cuero de vaca las cuales, a veces, se adornan con alguna pintura. Es lo único "decente" en su persona, pues cosa rara: estas abarcas se mantienen todo el tiempo como nuevas. Para cubrir la cabeza, en el mejor de los casos, una gorra de soldado, sin visera. En su defecto, un trapo, un pedazo de cartón, una lata: cualquier cosa. La coca y la lejía en un atado junto con la plata, con los puchos de cigarrillo, con el hilo y la aguja, se guardan en un bolsillo interior del saco, que es el único; el aparapita es unibolsillo.
Por cuanto se refiere a una vivienda, el aparapita no la tiene. Por lo general pasa sus noches a la intemperie y en invierno, cubre sus carnes con periódicos, ingeniándoselas para impermeabilizar el papel y prolongar la vida del mismo, con grasa y aceite que se filtra sobre la calle. Vive en los cerros, metido en unas fisuras al abrigo del viento. O en las recovas, en las vecindades del cementerio, en sitios propicios de la periferia, en los patios de maniobra de las estaciones, en algún lugar a lo largo de la tubería en la que corre el río Chokeyapu. Empero, los muladares le ofrecen un mullido colchón y otras ventajas. Otras veces se queda tendido en alguna esquina, cuando se emborracha, o junto a una cloaca, en media calle, en la puerta de una bodega. Con tal que no lo molesten o lo insulten, no le importa dormir dondequiera que fuese.
Todo lo cual en lugar de moderar, mas bien enciende el encono de la gente. Al aparapita se lo escarnece, inexplicablemente. No es un hombre de bien. No cumple ninguna función en el seno de la sociedad. Es un holgazán, un borracho, un ladrón.
¡Qué dirán los turistas cuando lo ven! Además, está hirviendo en piojos. Y es como las moscas, un agente transmisor de enfermedades. Es una afrenta su presencia en la ciudad. (Ahora bien; por mi parte en cuanto a mi manera de ver, ¡qué sé yo! Vaya uno a saber si él no se apodera de la ciudad. Yo quisiera que mis ojos viesen lo que yo veo: es él, es la ciudad quien se asimila, volviéndose verdadera por la irrupción del indio. Del indio, que en la ciudad se volvió aparapita.)