jueves, 16 de agosto de 2012

Cinco microrrelatos fantásticos contemporáneos



Tras leer y releer Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual (Salto de página, 2009, edición y prólogo de Juan Jacinto Muñoz Rengel), así como La glorieta de los fugitivos. Minificción completa  (Páginas de Espuma, 2007) de José María Merino, quedé convencido, por un lado, de la vertiginosa eficacia del microrrelato para traducir lo fantástico, y por otro, de la buena salud del género en la literatura contemporánea en castellano. Pruebas de ello son estos cinco microrrelatos (debajo de cada uno figuran el autor y la obra). Por lo demás, es excelente el prólogo de Juan Jacinto Muñoz Rengel a dicha antología, pues su enfoque filosófico sobre lo fantástico es acertadísimo en esta época de confusión sobre sus fundamentos y esencia. Por supuesto, me quedo con las ganas de transcribir cuentos íntegros, excelentes para mi gusto, como “Los libros vacíos” de Merino, “La mujer de verde” de Cristina Fernández Cubas, “Fecundación” de Pedro Ugarte, y mi preferido, “Venco a la molinera” de Félix J. Palma. Pero he ahí otra razón de leer esta antología: que llena de apetito y abre puertas hacia nuevos autores de calidad. Del libro de Merino, baste decir que obtuvo el Premio Salambó 2007 de Narrativa en castellano. Leer a este maestro de lo fantástico es tan inquietante como asombroso. Aquí va un enlace de una entrevista que apareció en Babelia, en septiembre de 2007, donde Merino habla del microrrelato como “quintaesencia de la narrativa”:
http://elpais.com/diario/2007/09/01/babelia/1188603550_850215.html
“Quintaesencia de la narrativa”… esto me recuerda lo que escribió el dúo Borges-Bioy en la nota preliminar a Cuentos breves y extraordinarios: “Lo esencial de lo narrativo está, nos atrevemos a pensar, en estas piezas; lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal”. Amén.



Dimisión
Hubo un día en que el último hombre que todavía creía dejó de creer, y Dios, decepcionado, se desvaneció en el éter y borró toda huella de Sí, como si jamás hubiera existido.

Juan Pedro Aparicio (León, 1941), El juego del diábolo (Páginas de Espuma, 2008)

La cueva
Cuando era niño me encantaba jugar con mis hermanas debajo de las colchas de la cama de mis papás. A veces jugábamos a que era una tienda de campaña y otras nos creíamos que era un iglú en medio del polo, aunque el juego más bonito era el de la cueva. ¡Qué grande era la cama de mis papás! Una vez cogí la linterna de la mesa de noche y le dije a mis hermanas que me iba a explorar el fondo de la cueva. Al principio se reían, después se pusieron nerviosas y terminaron llamándome a gritos. Pero no les hice caso y seguí arrastrándome hasta que dejé de oír sus chillidos. La cueva era enorme y cuando se gastaron las pilas ya fue imposible volver. No sé cuántos años han pasado desde entonces, porque mi pijama ya no me queda y lo tengo que llevar amarrado como Tarzán.
He oído que mamá ha muerto.
Fernando Iwasaki (Lima, 1961), Ajuar funerario (Páginas de Espuma, 2004)

Intrusión
De la palma de mi mano brotan arañas. Espontáneamente, casi sin previo aviso, tan sólo un cosquilleo eléctrico y ya veo salir la cabeza, el haz de patas peludas, un tarantuleo vivaz que saca pronto a la luz toda una legión de octópodos.
Olga no sabe nada. Olga cree que me complazco en mordisquear traviesa y clandestinamente su cruasán cada mañana mientras lee el periódico en la cocina, que su canario murió de frío a pesar de las caricias que yo mismo le prodigaba entre mis manos, que soy el amante más experimentado del universo cuando siente mis dedos rugosos multiplicarse sobre la aureola erecta de sus pezones, por entre las humedades oscuras de su sexo extasiado.
Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974), Baúl de prodigios (Traspiés, 2009)




El despistado
El avión ha aterrizado, han parado los motores, ya se apagó la señal que obligaba a usar el cinturón. Sin embargo, nadie se levanta. No comprendo cómo los demás no tienes ganas de abandonar este sitio después de haber experimentado el horroroso vuelo, los ruidos extraños, la explosión, el humo espeso, el terrible zarandeo. Me levanto yo, abro el maletero, saco mi cartera, mi abrigo. Acabo de descubrir que todos me están mirando. De repente me señalan y se echan a reír con una carcajada extraña, una carcajada que parece llena de dolor, y aquí estoy yo con la cartera en una mano y el abrigo en la otra, sin enterarme de lo que sucede.

Agujero negro
El hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por las olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su tapón. Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el genio cautivo, los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una violentísima inhalación que aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa, las montañas, los pueblos, el mar, los veleros, las islas, el cielo, las nubes, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, las galaxias. En pocos instantes, el universo entero ha quedado encerrado dentro de la botella. El movimiento ha sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la mano y han quedado descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno los folios, empiezo a escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa solitaria.

José María Merino (La Coruña, 1941), La glorieta de los fugitivos (Páginas de Espuma, 2007)

13 comentarios:

macarrónicos dijo...

Me gustó mucho el artículo de tu blog sobre autores de microficción.
Las microficciones me parecieron extraordinarias,
únicamente no me gustó para nada "Sumisión" de Juan Pedro Aparicio,
ya que más bien me pareció un aforismo o tal vez un vago pensamiento.

Unknown dijo...

Gracias por tu generoso comentario, Rizzo.

Anónimo dijo...

Nuevas especies
Vienen muy temprano, en las mañanas. Y entonces corren y retozan por las calles y avenidas de la ciudad hasta el atardecer. Nadie sabe cuándo llegaron, o de dónde vinieron. Algunos, los de la antigua raza, dicen que siempre han sido y siempre han estado.
No son caballos. Pero andan en mandas como los caballos; galopan como los caballos y se espantan las moscas con sus largas y frondosas colas como los caballos. Y hasta relinchan como ellos.
Sin embargo,en dos cosas se diferencian de los caballos. En eso como metálico,como eléctrico que hay en ellos,y que se nota cuando realizan ciertos movimientos, o cuando les tiembla la gruesa y lustrosa piel,como si sufrieran un cortocircuito interno. Y en la inexpresividad de sus ojos que fosforescen como pantallas de cristal líquido.
Ya la gente se ha habituado a su presencia. Y los ha asimilado al paisaje urbano, con sus rascacielos, puentes, autopìstas, carros, motos y aviones... Y es común verlos por ahí, en cualquier esquina, echados aquí y allá a la sombra de un edificio. Incluso, creo, que la gente espera su llegada cada mañana con cierta melancolía,y lamenta su partida cada atardecer.
Pero sus hábitos alimenticios los están llevando a la extinción. Pues,comen concreto y metal. Y con sus enormes, amarillentos y fuertes dientes roen la base de los edificios y casas;arrancan trozos de cornisas y aceras; abren unos inmensos huecos en el asfalto de las calles y se comen el hierro, el aluminio y el cobre de las estructuras metálicas. Por lo que ya han empezado a matarlos.

Pedro Querales. Del libro "Fábulas urbanas"

Pedro dijo...

El estanque
En uno de sus numerosos viajes a China,el eminente antropólogo y lingüista checo, Josph Hrilka, mi padre, encontró unos antiguos palimpsestos -diez en total- en la tumba de uno de los miembros de una ancestral y olvidada dinastía.Los pergaminos contienen, lo que se puede considerar hasta hoy,los más remotos antecedentes del cuento breve o minicuento.
Antes de morir,mi padre me los entregó y me pidió que los tradujera. Me dijo: "traduce estos milenarios manuscritos, hijo, y encontrarás el secreto de la vida y la felicidad"
Llevo más de cuarenta años consagrado a esa labor. Y he aquí lo primero que he logrado traducir:
La moral,la ética,los principios...
las cosas realmente no son tan rígidas.
Yo he visto a la dura montaña
ondular suave y cadenciosamente en el estanque
ante el más leve soplo
de una fresca,subrepticia e incitadora brisa.
Den Pen Xi

Pedro Querales. Del libro"Fábulas urbanas"

Pedro dijo...

El autodidacta
Al lado de mi casa vive un hombre que no sabe leer ni escribir,pero tiene una mujer bellísima. En estos días,a escondidas de su esposa, y para mi angustia y preocupación, decidió aprender. Yo lo escucho deletrear,como un niño grande,en unos papelitos que siempre le dije a ella que botara,pero la muy estúpida dejaba regados descuidadamente en cualquier parte de la casa; y le ruego a Dios que no aprenda jamás.

Pedro Querales. Del libro "Fábulas urbanas"

Pedro dijo...

Último deseo
Frente al pelotón de fusilamiento de mis 68 años,me quito la venda de los ojos... eres mi último deseo bella adolescente.

Pedro Querales. Del libro "Sol rosado"

Pedro dijo...

Mis dientes
Mis dientes sobre el lavamanos cancelan la cita y me arrancan lágrimas que se convierten en amargo y convulsivo llanto. Frente al espejo te imagino nerviosa en el centro comercial.
Aún mojado, ante el celular, no tengo que esperar mucho.Suena,y tu voz de niña me reclama la tardanza."¡Esto no puede ser! ¡Búscate a un muchacho de tu edad!" Te digo. Cuelgo y estrello contra la pared mis dientes y tu suave voz adolescente.
Sigo llorando, mojado.

Pedro Querales. Del libro "¿Recuerdas la cayena que te regalé?"

Anónimo dijo...

El bombillo del carnicero



Cuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos, pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: "Bienvenido" decía la alfombra iluminada por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil, como una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y echó el candente bulbo en la especie de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela. Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre sus manos.
Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle unas costillas a su madre. El carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo que rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una caja de cartón junto a la puerta.
Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia, donde el ganador pierde—, y de repente se apagó.

Pedro Querales. Del libro "Sol rosado"

Anónimo dijo...

El bombillo del carnicero



Cuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos, pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: “Bienvenido” decía la alfombra iluminada por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil como una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y echó el candente bulbo en la especie de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela. Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre sus manos.
Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle unas costillas a su madre. El carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo que rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una caja de cartón junto a la puerta.
Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia, donde el ganador pierde—, y de repente se apagó.

Pedro Querales. Del libro "Sol rosado"

Anónimo dijo...

…un telescopio
Tal vez la inocencia sea lo que más fácilmente se abre paso a través del fárrago de este mundo.
Franz Kafka
Once hijos


Mientras le lanzaba piedras y palos al mango que estaba en el centro del oscuro solar, en medio de la noche fría y llena de punticos de luz como los del techo de su cuarto, se quedó contemplando las estrellas, y decidió qué le pediría al Niño Jesús ese año.
Llegó el 24. Y como todos los años, se dijo y se prometió, firmemente, que este año sí lo esperaría despierto para descubrir quién era realmente el Niño Jesús. Sin embargo, siempre se quedaba dormido en la salita y amanecía en su cuarto. E inmediatamente, se asomaba debajo de la cama y encontraba lo que le había pedido, que, invariablemente, era un carrito de madera con las ruedas de chapas.
Pero este diciembre, la pequeña radio que un día su papá le había traído a su mamá, único objeto de lujo en el miserable rancho, lo distrajo y le hizo cumplir su promesa.
La madre, que se había quedado dormida, rendida por el cansancio, se despertó sobresaltada por el llanto de su hijo. Se incorporó, se dirigió hasta el rincón donde estaba el niño chorreando lágrimas que se confundían con el jugo amarillo del mango, y le preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?” Y el muchacho, que con una mano se estrujaba un ojo, le señaló con la otra, donde tenía una fruta a medio comer, la radio. Y le dijo, llorando: “¡Que mataron al Niño Jesús!” En el momento en que el rostro de la mujer se iluminó, como la superficie de un pozo cuando la toca cualquier partícula, con una sonrisa que desapareció apenas esbozada, como las ondas del pozo al llegar a la orilla, el locutor dijo: “¡La hora en su emisora feliz: la una y treinta de la madrigada! Repetimos la información anterior: ¡Hace pocos momentos fue muerto a balazos un hombre en el interior de una tienda! El desconocido no portaba documentación alguna. Solamente se encontró, en uno de sus bolsillos, una carta donde se le pide al Niño Jesús un telescopio… ¡La hora en su emisora feliz: la una y…!”
Del pecho de la mujer brotó un quejido corto y frágil, como si fuera el último que le quedara dentro, y cayó. Produciendo ese ruido opaco y odioso, como el de las frutas maduras al estrellarse contra la tierra húmeda del solar.

Autor: Pedro Querales. Del libro “Fábulas urbanas”

Anónimo dijo...

Los mochitos Romero



Ahí está. ¡Ya llegó! Tenía como cuatro años que no venía. Fueron cuatro años de agonía. En las noches rezaba y le pedía a Dios que la confundiera para que no encontrara el camino a casa. Hasta llegué a hacerle promesas, como esas donde los viejitos caminan de rodillas desde sus casas hasta la iglesia, a una virgen que mi mamá tiene en el cuarto. Durante el día vivía en un constante sobresalto. La sentía llegar a cada rato. Cuando tocaban la puerta me invadía el pánico. Pero de nada sirvieron mis súplicas y promesas porque… ya llegó. ¡Ahí está! La bulla y el escándalo de mis hermanos —¡Pobres! Aún se alegran cuando la ven. No le guardan rencor— y los muchachos en la calle, frente a la casa, así me lo indican. Instintivamente meto mis manos en los bolsillos y empiezo a mover, primero febrilmente, desesperadamente, después, poco a poco, lentamente, uno `por uno, mis dedos. ¡Ah, mis dedos! Nunca, hasta hoy, me había percatado de lo largos que son, podría llegar a ser un afamado pianista. Y pienso en ella… en mi tía. Y la veo abriendo sus rosadas y carnosas piernas para atenazar entre ellas a mis hermanos. Y los oigo gritar y retorcerse de dolor entre las piernas de mi tía. <<¡Ay, ay, ay…! ¡Me duele…! ¡Me duele, tía! ¡Me está agarrando la carne, tía! ¡Ay, ay, ay…!>> le dicen llorando los infelices. <<¡Cállese…! ¡Que eso no duele! ¡Llorón…! ¡Embustero…! ¡Cobarde…!>> les responde ella. <> Y veo la sangre gotear entre los flácidos muslos de mi tía. No sé cómo mis padres permiten esto. Hasta he llegado a creer que les gusta, porque a veces oigo a mi madre decir: <<¡Ay…! Tiene tiempo que no viene Aura. ¡Viniera!, para conversar con ella un rato>> <<¡Sí, viniera…!>> le responde mi padre.
Veo a mis hermanos y los cuento una y otra vez, con la esperanza de que aún falte alguno por… Pero… ¡Nada! ¡Me toca a mí…! ¡Este año me toca a mí! Miro mis manos y las comparo con las de mis hermanitos. Las de ellos, con los cinco tuquitos que se les mueven graciosa y lastimosamente, en un triste y fallido ademán de apretar, de acariciar, de asir, de indicar algo a lo lejos, cuando se las pasan por la cara, cuando se hurgan la nariz, cuando señalan un punto lejano en el horizonte o cuando intentan, trabajosamente, agarrar las metras o el trompo, se parecen a esas ruedas dentadas que en el interior de un mecanismo —un reloj— se engranan… se imbrican a otras más grandes o más pequeñas, para producir movimiento.
Desde que pisa la entrada de la casa viene saludando: <<¡Bueeenasss…!>> Y su voz suena cascada. Y sus palabras, llenas de eses, casi son silbidos que se quedan engarzados en cualquier saliente de la casa. Desde el umbral de la puerta de la sala, donde se detiene a sacudirse el polvo, la chamiza, la tierra, el barro y otras porquerías más que se le adhieren a las piernas, a los brazos y, sobre todo, al pelo —Dicen que mi tía, como es muy gorda, se viene rodando. Se enrolla sobre sí misma y se lanza a rodar por las calles. Yo me la imagino rauda cuesta abajo por las calles y avenidas de la ciudad—, me busca con la vista. Yo me le escondo detrás o debajo de los muebles, pero ella termina encontrándome. Entonces me sonríe y, frunciendo los labios, apretados entre dos cachetes coloraditos, me señala el escabel de madera que está en un rincón desde hace cuatro años. Y como yo no salgo de mi escondite, ella va, me agarra con esa fuerza suavecita de sus manos esponjosas, tibias y olorosas a billete viejo, y me conduce hasta el banquito. Abre sus piernas lo más que puede y me mete entre ellas, apretándome fuertemente para que no escape. Entonces, busca en su bolsito de mano de plástico transparente, donde se pueden ver otros objetos, saca el cortaúñas, me toma una mano y se pone a hablar con mi mamá: <<¿¡Tú sabías que…!?>>

Autor:Pedro Querales. Del libro "Fábulas urbanas"

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Anónimo dijo...

Secreto burocrático



Como criatura de la ciudad y, sobre todo, como funcionario público, estoy acostumbrado a los más engorrosos, desesperantes y extraños trámites burocráticos: que si la estampilla no es del precio correcto; que si falta un sello o la firma del director; que si traiga el recibo anterior; que si solamente es de lunes a jueves de 11:30 a.m. a 3:00 p.m. ; que si no es por esta taquilla, es por la otra; que si el funcionario está almorzando; que si la secretaria está de reposo… Pero lo que ocurrió ayer, en la compañía de teléfonos, es sencillamente increíble. Ínsólito, por decir lo menos.
Llegué al edificio y tomé mi lugar en la inmensa cola. Saqué una revista de crucigramas y sopa de letras y me dispuse a esperar mi turno pacientemente. Pasaban en grupos de diez. <<1. Horizontal. Práctica de los ejércitos antiguos que consistía en eliminar a los enemigos o prisioneros de guerra matando a uno de cada diez. 1. Vertical. Cubo de seis caras con punticos, usado en juegos de mesa…>> Después de no sé cuánto tiempo, entré.
En el interior de la cómoda y fresca oficina, cinco bellas muchachas, ante sendos terminales de computadoras, atendían amablemente al público. Mi vista erraba por el espacioso y brillante salón. Todo brillaba allí. Hasta el aire emitía destellos plateados. En mi desinteresado examen del lugar pude ver, de lado y fugazmente, que uno de los suscriptores, sentado en el borde de la silla, e inclinado hacia adelante, le decía algo en el oído a la muchacha que lo atendía. Quien también se inclinaba en su asiento hacia adelante, y le ofrecía, solícita, su mejilla y su oído. Pero no le di mucha importancia y continué con mi apático inventario.
Cuando volví a mirar hacia las muchachas y sus terminales, me extrañé. Todas las personas que estaban frente a las funcionarias, se inclinaban hacia adelante y les decían algo en el oído a las jóvenes. Estas, sonrientes, afirmaban o negaban con la cabeza. Y de vez en cuando le decían algo al contribuyente y, tapándose la boca con una mano, reían bajito. Se echaban hacia atrás en sus sillas y veían a su interlocutor durante unos instantes. Luego volvían a inclinarse hacia ellos para seguir oyéndolos o decirles algo. Por último, y retirándose un poco del mostrador, lo que hacía que se les vieran las piernas, sacaban una planilla de una de las gavetas, se la entregaban al suscriptor y lo despedían con una sonrisa forzada, otras completamente serias, como si no acabaran de tener una larga y amena conversación con ellos. Luego, con un leve movimiento de la cabeza, le ordenaban al siguiente que se sentara. Y recomenzaba todo otra vez. Las personas pasaban, se sentaban y cumplían de lo más tranquilas con el extraño trámite. Así fueron pasando todos. Sólo faltaban dos para que me tocara a mí. Estaba muy asustado. Pues, evidentemente, había que decirles algo al oído a las muchachas. Pero ¿qué? Traté de averiguar de qué hablaban los que estaban detrás de mí. Pero no me sirvió de nada. Conversaban del alto costo de la vida, del tráfico, del clima, del juego de ayer, de sus hijos, del gobierno, de sus trabajos… de nada extraño o especial. Cuando llegó mi turno, la secretaria me hizo la imperceptible seña. Le cedí el lugar al que tenía detrás. Así fui postergando mi turno. Hasta que llegó la hora de cerrar y no pude pagar el teléfono.


Autor: Pedro Querales. Del libro "Fábulas urbanas"

cosita dijo...

Luego, con un leve movimiento de la cabeza, le ordenaban al siguiente que se sentara. Y recomenzaba todo otra vez. Las personas pasaban, se sentaban y cumplían de lo más tranquilas con el extraño trámite. coaching-mastery.com/mejores-alarmas-de-windows-7-para-pc/