viernes, 1 de marzo de 2013

El exilio voluntario, un monstruo de energía



Podría empezar esta reseña valorizando El exilio voluntario (Alberdania, 2011), del escritor boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960), por el prestigioso galardón recibido: el Casa de las Américas de novela. Podría empezar, asimismo, poniendo de realce la trayectoria del autor cochabambino, que obtuvo el Premio Nacional de Novela, en Bolivia, con Diario secreto (Alfaguara, 2012). Pero mejor prescindir de cáscaras; vayamos directo al libro, que está ahí y palpita con vida propia: “Ven, Carla. Era una luz de mañana. No estaba ya tan solo. No me pesaba la ciudad como antes, las horas no duraban tanto. Amor no era, pero en los bucles de la muchacha, en sus carnosos labios de granada la vida se aferraba sin modales, fuerte y segura”. Con esta escena de felación, que goza a diario Carlos Flores en su lugar de trabajo –un almacén de frutas y verduras donde solo trabajan inmigrantes como él o negros pobres–, se describe, a mi ver, la novela y el mecanismo de la novela. El exilio voluntario es, en efecto, una obra sin modales (léase convenciones o lugares comunes) y que, además, conforme avanza la lectura, resulta cada vez más fuerte y segura, cada vez más ágil sin perder por ello su densidad, y en el lector va quedándose, aferrándose como una segunda piel, la vida de Carlos, inmigrante boliviano en Estados Unidos, de 1989 al presente narrativo, hacia 2003. El vértigo nace en virtud de la forma en que está narrada la historia. Las escenas se cortan unas a otras, semejan digresiones, el narrador parece perderse en el tiempo –entre nostálgico y divertido– para luego volver al presente, a una especie de diario en que habla menos de sí que de la actualidad (la política estadounidense, la guerra de Irak y la cruzada de George W. Bush, el conflicto entre Israel y Palestina, etcétera), pero en esos comentarios irreverentes, siempre lúcidos y mordaces, en los que nadie se salva –ni izquierdas ni derechas, ni Norte ni Sur–, se cifra su personalidad, el desencanto de su visión del mundo, del hombre, y también su amor por la vida. La historia, así, es un espejo trizado en que el narrador, Francisco, ve su propio rostro transformado, el de Carlos Flores, protagonista que sale de las páginas y lo despierta a las tres de la mañana (metafóricamente hablando) para que siga narrando su vida, que es la suya y a la vez otra –como pasa siempre en la ficción autobiográfica o, incluso, más acá, en la insalvable memoria–. Hoja tras hoja, triza a triza, va recomponiendo su propia cara en el vértigo del viaje narrativo. Eficaz metáfora de la identidad escindida por la migración y la adaptación al nuevo país. Esto resulta palpable en sus páginas dividida en capítulos irregulares en su medida, que a veces constan de un solo párrafo, dejando de ser capítulos, que carecen de unidad y se encabalgan, de forma al parecer desordenada, pero cuya lógica subterránea resulta implacable, como sucede en los recuerdos. Metáfora, a la vez, de la virtud alimenticia de la rememoración y la narración, de su capacidad de sutura, de comprensión de sí y de la realidad. Pero escribir la vida es reescribirla, siempre. De ahí la dimensión meta literaria de esta novela, de la puesta en escena del narrador durante su trabajo y el diálogo entablado entre narrador y personaje, que es también un diálogo entre el que recuerda y el que vivió: “¿Qué quieres, Carlos? Son las tres de la mañana. Más tarde continuaremos con la novela. ¿Qué es tan importante?” –escribe en el capítulo 55 poniendo en escena los fantasmas del escritor insomne, la necesidad acuciosa de relatar vidas, muertes, sueños. Hay un deber ético en este relato, el de dar testimonio, el de reunir las trizas dispersas por la vida para dejar trazo, en una opción personal pero también colectiva. Así, la novela es un espejo y, a la vez, una ventana hacia el otro, hacia el mundo: “Lo que queda de ella y de aquellos hombres es mi recuerdo. Sólo viven porque los escribo. No había escribas en la dureza allí y nadie pensaba en trascender. Yo tampoco. Sin embargo necesito contar, no quiero que la memoria falle y olvide a los demás como olvidé a tantos”. Asimismo, se recupera no solo a inmigrantes latinos como Carlos, sino a negros trabajadores, hermanos en el frío del invierno y la rutina nocturna, en la droga y el alcohol, o bien a mujeres blancas de la élite, doctoras o secretarias de las altas esferas políticas estadounidenses. Carlos es, pues, una cámara al hombro –en primera, segunda o tercera persona del singular– que permite pasar de un mundo a otro sin transiciones, aunque siempre con emoción y poesía. En ese sentido, otro acierto, y no el menor, es el tratamiento del tiempo narrativo, ya que se superponen planos temporales, personajes y paisajes en un mismo latido, mostrando que el tiempo no es (nunca fue) el tiempo de Newton y los relojes, sino el de Bergson, Proust y Bachelard, ese instante-memoria-percepción-ensueño que se (re)crea a la perfección en cada página. Asimismo, la variedad de personas gramaticales para referirse al protagonista, Carlos Flores, así como la rememoración, al parecer repetitiva, de una misma anécdota desde distintos ángulos, contribuye tanto al cuestionamiento identitario, que se plantea así de forma particularmente intensa, como a la emoción vinculada a esa memoria –nostálgica, humorística o bien inquietante–, que busca, como ya hemos dicho, reconstruir una figura, un rostro, pero cuya indagación se ve igualmente sometida a la lucidez y a la incesante revisión de lo evocado, maquillado o inventado... “Tartufo”, así es como el narrador llama a su alter ego, Carlos, quien, en efecto, crea su propia leyenda entre compañeros de farras o infortunios, y por momentos el lector no puede menos que sentirse incluido en ese círculo de crédulos o ingenuos. Guiño meta ficcional, de nuevo. Duda entre realidad y ficción, entre testimonio autobiográfico y mistificación. Aquí también reside el valor de la novela, en su capacidad abismal de ponerse en escena, de cuestionarse, de buscarse, de ser protagonista.
En definitiva, ni el tiempo ni el espacio ni el yo son unitarios. Detrás de un instante se agazapa otro, ya remoto pero de repente vívido; tras una montaña crepuscular del Norte se esconde una entrañable Cochabamba; tras una piel palpita otra, ya lejana pero actualizada en todo su despliegue erótico. Tiempo, espacio e identidad no solo carecen de unidad sino de linealidad; su coherencia está cifrada en el íntimo desorden de la existencia y el recuerdo. Entonces, la de El exilio voluntario es una historia sin comienzo ni fin, como el propio narrador comenta en un momento dado. No hay causas ni consecuencias, argüía Nietszche, pues hallarlas significaría cercenar, artificialmente, el movimiento implacable de la existencia: “¿Sabéis qué es el mundo para mí?.... es un monstruo de energía, sin principio ni fin…. una suma fija de fuerzas… un mar de fuerzas tempestuosas, un flujo perpetuo” –leemos en La voluntad de poder. Esta es la sensación que transmite Claudio Ferrufino-Coqueugniot en su novela, la de un viaje a la semilla que no es sino búsqueda perpetua, pues nunca hubo semilla ni origen de la historia; de hecho, el “fin” que rubrica la última página, deliberadamente anacrónico en una anti novela como esta, es por supuesto la última ironía, el último guiño.
Novela experimental o anti novela, El exilio voluntario recuerda el principio y el motor de la novela moderna –que nació como espejo de sí misma en el Quijote–, y lo que es o debiera ser en todo momento, dejándose de fórmulas o convenciones, lo que al comienzo de esta reseña llamábamos “modales”; en otras palabras, la novela es o debiera ser la eterna busca de la novela, el movimiento incesante que nos sigue y acompaña, en esta vida moderna o posmoderna o como quiera llamársela, en todo caso inquieta y fragmentada y global y despiadada. Es nuestro espejo, como quería Stendhal, solo que ahora está irremediablemente trizado, y es también una ventana hacia el barranco de la alteridad, y el cristal no es inamovible sino que fluye, es de agua turbia, y en él se mezclan hasta cuajar humor y poesía, tonos mayores y tonos menores, alta cultura y cultura popular, lo planetario y lo íntimo –y todo esto, este monstruo de energía nietzscheano, se refleja a sí mismo, último gesto sediento, al hacerse.