domingo, 15 de enero de 2012

El camino

He visto en el camino
caravanas de hombres
y mujeres con manos
extendidas hacia el caminante
valles de lágrimas
montañas de huesos
desiertos de sed
oasis de alegría
la moneda del deseo
el trigo del hambre
el rostro de la muerte
el fondo de la nada

sábado, 7 de enero de 2012

Tres cuentos brevísimos


Al pan, pan, y al vino, vino


Es fascinante la atracción que ejerce una buena caca. Sea de vaca, de perro o humana –si bien esta última parece ser la que goza de más atención por parte de cualquier ser vivo–, se convierte en pocos minutos en el centro de gravitación de las miradas, del olfato ofendido y, también, claro está, de los círculos de moscas que, siempre en vilo, parecen existir sólo para eso; o en todo caso, como si el instante del encuentro entre una caca y una mosca fuera algo precioso dentro de esa de por sí breve, intensa y, se entiende, preciosa vida. Es más: cuando han disminuido las miradas y el olfato humanos –digamos, al cuarto de hora–, puesto que la caca ha perdido ya esa mezcla de frescura y fuerza de los inicios, sólo las moscas parecen capaces de admirar la belleza de la caca, su calidad de mesa, banquete y recinto sagrado: todo a la vez.
Y entonces, ¡qué hermoso ver cómo ese objeto blando, tonto, sin vida, desborda de pronto de energía y amor y voracidad! Cena que se resiste a caer en el tedio de la sobremesa y, a la inversa, opta por la vida, arrugando el mantel, las servilletas, rompiendo los floreros, salpicando las paredes, traspirando los vestidos en una orgía bestial que dura años enteros; tampoco debemos olvidar que, para ellas, es siempre la última cena.
Y conforme pasa el tiempo, la caca ya no existe o existe solamente como un molesto obstáculo para los transeúntes que pasan cerca de ella o por sobre ella, o ya directamente la pisan sin piedad y siguen su camino, imparables, indiferentes, sin sospechar que ésta se ha transformado, para ciertas privilegiadas, en una intensidad y un crepúsculo y una despedida.

Pensar que así son las grandes obras bajo las alitas de los críticos.






 
Una vergüenza

Cuando llegó la Muerte, el hombre se puso de todos los colores para finalmente quedarse pálido. No me lleve, no me lleve, por favor, gemía arrodillado a los pies de su cama, llorando o bien tenaz y quedo como un niño, o bien de forma teatral como una plañidera, dando sacudidas de pecho y tosiendo entre las plegarias y el llanto. La Muerte se cuidó de tocar al hombre, haciendo durar –un minuto más, un minuto menos, qué importa si la lista es larga y agotadora, pensó– el placer, insospechadamente poderoso, que le producía aquella inesperada victoria sobre la raza humana.
Por supuesto, había conocido cobardes, pero cobardes dóciles, que se quedaban de piedra apenas su funesta sombra se alargaba sobre ellos. También había conocido moribundos teatrales, pero siempre resignados, que soltaban sentencias a último minuto como profunda aceptación de su destino. Así, se quedaba siempre con un regusto amargo, un vacío entre los huesos cada vez más desportillados, una sensación de frío que parecía provenir del acero de su guadaña, del pesado pergamino que sostenía con la otra mano, de su cargo mismo, siempre exigente y difícil, y sin embargo ya mecánico, ya lejos de toda implicación personal, de todo aprovechamiento de esos encuentros. No, no había topado nunca con un moribundo tan rebelde y a la vez tan sincero, tan caóticamente sincero como éste. Jamás había tenido esa suerte.
Entonces, frente a aquel despliegue de lágrimas y toses, de golpes en el pecho y por favores guturales, la Muerte sintió subir algo desconocido por su cuerpo milenario, algo duro y chispeante, algo como orgullo o fuego: sentía que por fin la reconocían. Esa sumisión patética –a todo esto, las súplicas y los lamentos del hombre ya no formaban sino un solo gemido animal– era nada menos que el reconocimiento de su labor –esa labor limpia de trámites, de hipocresías y vanaglorias, esa labor puntual y sigilosa, y que sin embargo, o tal vez precisamente por eso, era siempre atribuida al azar o a Dios… Pero ahora, por fin, era el reconocimiento de su autoridad, de su aura radiante. Era la culminación… Se sobresaltó con una terrible carcajada. De pie, frente a ella, casi más grande que ella, el hombre le decía entre risas: ¿Te la creíste? No me quedaría ni aunque me pagaran… Flaca de mierda. ¿Te apuras? No tengo todo el día.
El orgullo se transformó en una vergüenza que le quemó los pómulos y enseguida le bajó por la espina dorsal, haciéndole temblar las tibias como una descarga eléctrica. No, este trabajo ya no es lo que era, se dijo cabizbaja, hundiéndose en la capucha demasiado grande para su cráneo relamido por las aguas torrenciales del tiempo. Tenía que reaccionar, la presión era enorme, y todo le pareció digno, excepto obedecer a esa orden como lo haría un perro.
Así fue como el bromista salvó la vida.



Entrar en el Paraíso
 
A la entrada me recibe (me repele) un hombre inmenso que, derramándose sobre un taburete, levanta un índice nudoso y macizo como un mástil para indicar que no, que no puedo entrar, que es inútil insistir (en el caso contrario, según me contaron, el índice, replegándose, vuelve al amasijo de dedos que, semejante a un llavero de carne y hueso, es depositado luego en el bolsillo de la pesada chaqueta de cuero). Hombre paquidérmico y parco, San Pedro (como le dicen, según me contaron, los pocos bienaventurados que logran el ingreso, agradeciéndole de paso el saludo de la noble papada que se inclina, completando otro gesto amistoso: el guiño del ojo grande y coronado por un párpado brillante de sudor, ese ojo como abrumado por el peso de telón que parece amenazar cada una de sus miradas de ballena), San Pedro, entonces, me ha cortado el paso con ese índice nudoso y macizo como un mástil, sin una sola palabra, sólo derramándose sobre el taburete cuyas patas, cortísimas, parecen empotradas en el piso de cemento, con el NO definitivo en la inmovilidad contundente de su grasa musculosa y en la fijeza opaca de sus ojos de mamífero marino. Y yo, pobre pecador, no menos inmóvil bajo la luz roja que promete (garantiza, según me contaron) tantas delicias sin nombre, me contengo a duras penas para no golpearlo en el cráneo rapado y áspero hasta sacarle (o dejarme sacar) sangre, limitándome cobarde y razonablemente a saborear briznas de la música gloriosa que, por las rendijas del portón prohibido, escapa impregnada de luces coloridas, resplandores tropicales y el picante perfume de los ángeles. Pero sé que estorbo, porque en el ojo negro del monstruo se adivina ya una impaciencia amenazante, y detrás de mí, hasta perderse de vista, ansiosamente oscura, soltando uno que otro suspiro estremecedor en la penumbra de la galería, se prolonga la cola de almas en pena, de almas que esperan penetrar, una noche al menos, en el paraíso de la carne.