martes, 12 de febrero de 2008

Oliverio Girondo


Gran poeta argentino (1891-1967) nacido en el seno de una familia adinerada que le procuró una educación elitista en Europa. Estudió Derecho, pero muy pronto, a raíz de sus contactos con poetas de la vanguardia europea, y de sus innumerables viajes por el mundo, publicó en 1922 su primer libro: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. En éste, ya es perceptible el talento con que Girondo encuentra imágenes tan violentas como eficaces vinculadas con el moviento pictórico del fauvismo. Publica años después Espantapájaros: un volumen de poemas en prosa en que se entretejen el humor, la imaginación y el genio verbal del poeta. Pero la aventura vanguardista de Girondo -una de las más radicales de la poesía en español- culmina en su obra final: «En la masmédula» (1954). La estética se aboca entonces a la "mezcla" lúdica de los vocablos hasta crear un nuevo lenguaje rico en sugerencias. Es un regreso al origen del lenguaje -como el Altazor de Huidobro-. Como él, como Vallejo, Girondo es un explorador a ultranza del lenguaje y un mago.



DICOTOMÍA INCRUENTA


Siempre llega mi mano
más tarde que otra mano que se mezcla a la mía y forman una mano. Cuando voy a sentarme advierto que mi cuerpo se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse adonde yo me siento. Y en el preciso instante de entrar en una casa, descubro que ya estaba antes de haber llegado. Por eso es muy posible que no asista a mi entierro, y que mientras me rieguen de lugares comunes, ya me encuentre en la tumba, vestido de esqueleto, bostezando los tópicos y los llantos fingidos.



EJECUTORIA DEL MIASMA


Este clima de asfixia que impregna los pulmones
de una anhelante angustia de pez recién pescado.
Este hedor adhesivo y errabundo,
que intoxica la vida
y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo.
Este miasma corrupto,
que insufla en nuestros poros
apetencias de pulpo,
deseos de vinchuca,
no surge,
ni ha surgido
de estos conglomerados de sucia hemoglobina,
cal viva,
soda cáustica,
hidrógeno,
pis úrico,
que infectan los colchones,
los techos,
las veredas,
con sus almas cariadas,
con sus gestos leprosos.
Este olor homicida
rastrero,
ineludible,
brota de otras raíces,
arranca de otras fuentes.
A través de años muertos,
de atardeceres rancios,
de sepulcros gaseosos,
de cauces subterráneos,
se ha ido aglutinando con los jugos pestíferos,
los detritus hediondos,
las corrosivas vísceras,
las esquirlas podridas que dejaron el crimen,
la idiotez purulenta,
la iniquidad sin sexo,
el gangrenoso engaño;
hasta surgir al aire,
expandirse en el viento
y tornarse corpóreo;
para abrir las ventanas,
penetrar en los cuartos,
tomarnos del cogote,
empujarnos al asco,
mientras grita su inquina,
su aversión,
su desprecio,
por todo lo que allana la acritud de las horas,
por todo lo que alivia la angustia de los días.


LA MEZCLA

No sólo
el fofo fondo
los ebrios lechos légamos telúricos entre fanales senos
y sus líquenes
no sólo el solicroo
las prefugas
lo impar ido
el ahonde
el tacto incauto solo
los acordes abismos de los órganos sacros del orgasmo
el gusto al riesgo en brote
al rito negro al alba con su esperezo lleno de gorriones
ni tampoco el regosto
los suspiritos sólo
ni el fortuito dial sino
o los autosondeos en pleno plexo trópico
ni las exellas menos ni el endédalo
sino la viva mezcla
la total mezcla plena
la pura impura mezcla que me merme los machimbres el almamasa tensa las tercas hembras tuercas
la mezcla

la mezcla con que adherí mis puentes


De En la masmédula.

sábado, 9 de febrero de 2008

Juan José Arreola

Escritor mexicano (1918-2001) reconocido hoy como uno de los mejores cuentistas hispanoamericanos de todos los tiempos. Sin embargo, Arreola es ante todo un poeta en prosa. Cada texto suyo se desarrolla gracias a los alcances, a veces inesperados, de la imagen poética. Su imaginación actúa menos en la diégesis (en los sucesos de la historia) cuanto en la plasticidad poderosa, así como en la música verbal, de cada párrafo. El ingenio, el humor, la visión de la literatura como un juego, hacen de Arreola un creador fresco, no pocas veces asombroso.


Parábola del trueque
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

viernes, 8 de febrero de 2008

Dos poemas en prosa de Vallejo (Perú,1892-París,1938)


El buen sentido

Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

—Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.

La violencia de las horas

Todos han muerto.

Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.

Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «Buenos días, José! Buenos días, María!»

Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.

Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.

Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.

Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.

Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.

Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.

Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.

Murió mi eternidad y estoy velándola.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Poesía Vertical de Roberto Juarroz


Gran poeta argentino (1925-1995): a mi ver, uno de los más originales del siglo XX.
Su empresa creadora consiste, esencialmente, en reconciliar filosofía y lírica, pensamiento y poesía: culto de la verdad y elogio de la mentira -o del "maquillaje" como diría Baudelaire.
Tal vez por ello toda su obra lleva el título extraño de Poesía Vertical. Sí, ¡se trata de penetrar en el misterio de las cosas! Y he aquí una frase clave para acercar esta poesía: "La creación no es una comprensión: es un nuevo misterio". Otro misterio, adherido al mundo; otra cosa del mundo: otro enigma.
Aquí van dos poemas de Juarroz.



Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que solo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.

Y aquí empieza el abismo,
como cuando me duermo.
Soy mi propio sostén y me lo quito.
Contribuyo a tapizar de ausencia todo.

Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.

(I Poesía vertical)



Llevo algo agotado entre las manos.
Tal vez no pertenezca ya a la vida.
Y sea un gajo anticipado de la muerte.

Su materia reseca
no parece ya materia.
Su color es un barniz prestado.
Su consistencia, una palidez en el viento.

Si para quedar libres
mis manos lo dejaran caer,
no llegaría ni siquiera al suelo.
Sin embargo,
mis manos ya no pueden soltarlo.

Lo agotado
es nuestra parte más inseparable.

(XIV Poesía vertical)

El poema en prosa o la Hidra moderna


Contemporáneo del nacimiento de la fotografía y el cine, el poema en prosa es, en palabras de Octavio Paz, la invención moderna por excelencia.

Poema en prosa –no prosa poética: confusión banal de dos objetos literarios distintos. El primero goza del status de poema –de poesía; el segundo, tiene solamente un valor añadido de dudosa procedencia. ¿Por qué una prosa es poética? ¿Cuál es el origen de su poeticidad? Los trabajos de Jakobson sobre el problema no carecen de interés; sobre todo en la medida en que revelan nuestra impotencia para encontrar los rasgos sine qua non del fenómeno poético: a mi ver, la poeticidad prescinde a menudo de las repeticiones, paralelismos y asonancias que invoca Jakobson –de hecho, Baudelaire lo hace con maestría en su Spleen de Paris–, y aun así la poesía es reconocida de modo inefable y certero por el lector.

Henri Michaux, por ejemplo, es reconocido hoy como un gran poeta del siglo XX. Busque un indicio, en cualquier libro de Michaux, que proclame el carácter poético de sus prosas. Más aún: Michaux descartó para sí mismo el apelativo por el cual otros, aun cultores del verso, gimen. Tal vez hubiera bastado decirle, con René Char, que “poeta” –etimológicamente “hacedor”– es un nombre infinito que alberga todas las identidades.

Así pues, la poeticidad aparece envuelta de un aura de misterio. No debe sorprender a nadie que no hayamos conseguido hasta ahora –ejemplos de fracasos críticos no faltan– identificar el origen de lo poético. Pero quizá sea hora de aceptar este límite y dar crédito a nuestro asombro.

Digo que el misterio que está en el origen de la poesía, y que cada poema encarna en el presente de lectura, es el mayor indicio de identidad poética. Novalis asevera: “La poesía es la religión original de la humanidad”; en realidad, se sabe que el origen de la poesía –y de otras artes, en particular la danza– es sagrado. Además, el silencio al cual nos aboca es análogo al de las grandes preguntas sin respuesta que sostienen el universo del hombre: “¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!...”, exclama Darío. En efecto, origen y fin implican un sentimiento de misterio frente a la vida: falta y fascinación. Tanto la religión como la utopía –nostalgia como promesa de los orígenes– tratan de llenar este vacío. Mas la poesía, esa otra voz, prolonga el misterio, haciendo de él, no un silencio huero, sino una revelación silenciosa: el hombre está cifrado en ella.

Ahora bien, creo que el misterio del cual emana y al cual tiende la poesía se ve exaltado en el poema en prosa. Para empezar, su mismo nombre encierra un misterio: ¿Cómo puede la prosaica, vil prosa, ser elevada al status de poema? Gustavo Valle (“Un género monstruoso”, Letras Libres, 2003) escribe al respecto: “Híbrido en su esencia, el poema en prosa es una especie de monstruo discursivo que nace de las mezclas. Por eso fue, en muchos casos, incomprendido. Rechazado como poema, marginado por su carácter libre, apuesta decididamente a un rasgo auténticamente moderno: la individualidad.” En efecto, el poema en prosa es una forma pura a fuerza de impureza: su nacimiento híbrido hace de ella un monstruo; un monstruo que, al contrario de la prosa poética, nace con esa autonomía que dan la brevedad y la tensión interna. Por todo lo dicho, “poema en prosa” no es una etiqueta, sino una tentativa verbal de acercamiento a un objeto literario nuevo: de hecho, el oxímoron de su nombre parece prolongarse en cada pieza nacida de esa tensión entre poesía y prosa –entre canto y cuento.

Nuevo, mas no por ello virgen: basta pensar en la nutrida tradición francesa, inglesa y alemana. De hecho, la forma tuvo su origen en Francia, con Gaspard de la nuit (1842) de Aloysius Bertrand –y fue consolidada con el Spleen (1864) de Baudelaire. Sin embargo, pese a las convergencias, cabe destacar las divergencias entre estos autores –y entre todos los cultores de este monstruo. En realidad, el poema en prosa no existe como género, sino como lugar privilegiado (fíjese en la preposición espacial en) de las profanaciones perpetradas contra la institución literaria, contra la república de las letras y en particular aquella conformada por los puristas líricos –en suma, contra la poesía “mojigata” (Baudelaire) responsable de estancar la expresión poética de la modernidad. Pero quizá su transgresión mayor estribe paradójicamente en la recuperación de la “mancha” clásica que representan, en el seno del poema, los resortes narrativos: los modernos parecen haber olvidado que, en efecto, como afirma Aristóteles en su Poética, el poeta es poeta, no porque hace versos, sino porque forja fábulas.

Con todo, el poema en prosa es, en América Latina y España, una forma marginal, cultivada ciertamente por algunos de los más grandes, pero sin despertar mayor interés por parte de lectores y críticos[1]. Y sin embargo, Darío, Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Ramos Sucre, Girondo, Borges, Aleixandre, Paz –entre otros– han sucumbido todos a esta tentación –periférica en sus obras. En el ámbito nacional, una obra central como es la de Jaime Sáenz se inicia con El escalpelo (1955): poemas en prosa. ¿Por qué entonces ese recelo, esa falta de reconocimiento por parte de los lectores? Gustavo Valle escribe: “En el poema en prosa habita una tensión, un cuestionamiento de los alcances y límites de la prosa y del verso y, en consecuencia, de la narrativa y de la poesía.” Louis Aragon, por su lado, había reconocido, en pleno auge surrealista, su perplejidad ante esa “forma de poesía que, como ninguna, plantea interrogantes con las que evidentemente tropieza el pensamiento”.

Es verdad: sería un error soslayar el efecto inmediato del poema en prosa: la sorpresa y la duda que nacen de la ruptura del horizonte de expectativa. Es un adentrarse en las “arenas movedizas” (así titula un libro de prosas pazianas) de un lenguaje nuevo, que exige de este modo una atención particular y un papel activo del lector. Digo que el poema en prosa amenaza la anestesia libresca del lector atento. Más aún si entendemos que la Poesía en Prosa no existe –y que en cambio existen los poemas en prosa.

En efecto, todavía el poema en prosa no ha sido canonizado, encerrado en las vallas críticas o esclerosado por una lectura cómoda y prevenida –y ello no hace, desde luego, sino intensificar su libertad creativa. Elocuente es la oposición del Baudelaire fabulista y del Rimbaud vidente, de cuyas obras surgen dos venas distintas, tal vez las más importantes, que ha nutrido el siglo XX. En rigor, hay tantos géneros como cultores de este espacio literario de transición[2].

Si el ensayo es, en palabras de Alfonso Reyes, un género centáurico”, los poemas en prosa se yerguen solos, cabezas sin cesar renovadas de la Hidra de Lerna.

Cosa extraña: esta forma es central en la renovación literaria de Occidente y, al mismo tiempo, sufre el desplazamiento canónico de muchos lectores –no sólo de habla hispana. Cosa extraña: después de las vanguardias históricas, después de la antipoesía, después de la destrucción de los ídolos de piedra del clasicismo, el poema en prosa continúa su labor de forma indómita, y se erige en un margen identitario sobre las cenizas pantanosas de la Belleza: “monstruo” nutrido de varios géneros, de varias literaturas, de varias identidades –encarnación literaria del mundo polifónico e inseguro del hombre moderno.

Lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último / poco tiene en común con La Poesía” afirma José Emilio Pacheco. Y cree irónicamente necesario encontrar un nuevo término “que evite las sorpresas y cóleras de quienes –tan razonablemente– leen un poema y dicen: / “Esto ya no es poesía.” Pero no hay nombre para lo inefable. No hay nombre que toque a la intocada, a la intocable: no en vano poesía y fuego se identifican y alimentan en los imaginarios de todas las épocas. Y el poema en prosa es una de las caras más luminosas de ese juego, de ese fuego puesto en libertad.



[1] Gratas excepciones son los siguientes libros: El poema en prosa en Hispanoamérica de Jesse Fernández, El poema plural de Salvador Tenreiro y Antología del poema en prosa de Luis Ignacio Helguera.

[2] La expresión pertenece al crítico y estudioso francés Michel Sandras: Lire le poème en prose (1995)