martes, 15 de junio de 2010

Apuntes caníbales



Sobre La carretera, de Cormac McCarthy

En esta gran novela, con la que el estadounidense Cormac McCarthy ganó el premio Pulitzer 2007, se reactualiza de forma impresionante una problemática relegada, desde hace tiempo ya, ora al exotismo, ora a la patología: la del canibalismo. En efecto, La carretera sitúa el problema de la antropofagia en el centro mismo de una poderosa reflexión sobre el humanismo.

Llega otro invierno. El fin del mundo ya es historia. Nadie sabe lo que realmente pasó o, quizá, a nadie le interese. ¿Qué importa el pasado histórico cuando el hambre –un hambre tan urgente como corrosiva– le recuerda al hombre su verdadera prioridad? En efecto, esta situación final retrotrae al hombre a su origen primitivo (In my end is my beginning, escribió T.S. Eliot): el instinto de supervivencia a ultranza. Sí, el apocalipsis ha tenido lugar, pero éste ha perdido totalmente su sentido de revelación para quedarse con el de fin del mundo. De corte definitivo. No hay revelación ni la habrá en toda la novela. La verdadera razón del fin del mundo nunca es elucidada, y el lector debe limitarse a adivinar un conflicto nuclear, sumado tal vez a los efectos devastadores del cambio climático. Sin embargo, conforme avanza en esa carretera desolada con los héroes, va realizando que el meollo de la novela no consiste en qué pasó ni en el porqué. No hay respuestas, sólo preguntas. Y sobre todo una que, me parece, el poeta francés Henri Michaux formuló en uno de sus magníficos fragmentos:

Al decir “la civilización occidental”, piensas en “tu civilización”. Si permanecieras solo en la tierra, aunque ésta estuviera intacta todavía (y aun con algunos de tu especie), ¿qué es lo que lograrías hacer funcionar nuevamente de “tu” civilización? (Poteaux d’angle, 1981. La traducción es mía.)

La reflexión de Michaux es llevada al extremo en la ficción de MacCarthy. No es sólo la civilización occidental la que desaparece, sino toda civilización. La tierra, lejos de estar intacta, ha quedado reducida a un soporte, vacío y hostil, propicio para la muerte. Pero, en el fondo, ambos autores plantean la misma pregunta: ¿Qué queda de un ser civilizado cuando cae el telón de la civilización? ¿Acaso todo lo que creemos “nuestro” –identidad, cultura, conciencia– pende de un hilo?

Es invierno. Un hombre y su hijo avanzan tomados de la mano, tan épicos como patéticos, por una carretera hacia la costa sureña de un territorio devastado por el fuego, la hambruna, las enfermedades, pero también el saqueo y la anarquía. ¿Por qué hacia el sur? ¿Por qué hacia la costa? Al parecer, en el hombre titila la esperanza de encontrar un clima en que resultaría posible sobrevivir; también siente el deseo de que su hijo (nacido durante el apocalipsis) vea el mar por primera vez. Secretamente, adivinamos que el hombre busca un motivo para no matar al niño. Estas dos razones, física y metafísica respectivamente, los empujan por el camino, en una verdadera peregrinación hacia ninguna parte.

El frío y la humedad resultan opresivos. La lluvia eterna de la ceniza borra los contornos de las cosas, cubre la nieve abundante, ensuciándola. El sol es anémico y fantasmal. Ya no calienta. Ya no hay pájaros ni peces ni animales terrestres. Su presencia queda relegada a los pocos libros que la entrañable pareja lleva en un carrito de supermercado (vestigio irónico, desportillado recuerdo del consumismo, que acabó por devorar el mundo) junto con sus pocas pertenencias –entre las cuales, cuando tienen suerte, brillan latas de conserva halladas por milagro durante alguna de sus arriesgadas pesquisas en las ruinas–.

Precisamente, este riesgo, constante y ubicuo, consiste en la posibilidad de toparse, en cualquier momento, con uno de esos gangs salvajes que asolan la carretera, las urbes ruinosas y los campos muertos a ambos lados del camino. Estos grupos están formados por hombres y alguna mujer (en general, embarazada), pero nunca por niños ni ancianos. Armados con tubos de hierro y algún arma de fuego, se desplazan en camiones desvencijados o a pie (la falta de gasolina es casi total), toman presos, los despojan, los violan y devoran. Al hombre le quedan sólo dos balas en el revólver, justo lo necesario para, eventualmente, pegarse un tiro y matar al niño antes de caer en las manos de los caníbales. Un día el hombre y su hijo llegan a una casa. Allí descubren una chimenea donde cuelgan ollas que, al parecer, han servido hace poco; arriba, entre otras cosas, encuentran una pila de zapatos. Tienen una sospecha, pero el hambre es superior a cualquier otro instinto. En la cocina, encuentran una trampa cerrada. El hombre rompe la cerradura, baja la escalera con el niño y, a la luz de su linterna, ambos descubren un verdadero ganado humano, esperando. Una persona, sentada en el centro, luce muñones en el inicio de brazos y piernas: los caníbales, se entiende, ahorran sus recursos, comiendo miembro por miembro y manteniendo viva, el mayor tiempo posible, a la res humana. Así pues, el canibalismo resulta de una necesidad, pero se revela como una nueva cultura: no salvajismo, sino cálculo y ahorro, cocina y medicina (la utilización del fuego para cocer la carne y la cauterización de las heridas).

Pero esta escena no me impresionó tanto como otra hacia el final de la novela. Es noche cerrada. Ya cerca de la ansiada costa sureña, el padre ve que un grupo de tres personas –dos hombres y una mujer con un embarazo avanzado– pasan no muy lejos, aunque sin notar su presencia. Decide esperar a que pasen y se alejen de ellos. Días después, halla en el camino los rescoldos de una fogata; sabe (no puede ser de otra manera) que se trata de los restos de ese trío. El olor de carne chamuscada precede el hallazgo. En ese momento, a padre e hijo, el olor de carne les resulta doloroso de tan rico; pero luego descubren, sobre las cenizas, los restos calcinados de un recién nacido. Entonces comprendemos porqué, en ese mundo pos apocalíptico, no hay niños. Y también porqué los pocos personajes que padre e hijo encuentran por el camino observan al niño ora con ansias, ora con asombro. Asombro al ver que el padre no se comió lo que, de alguna forma, le pertenece por derecho: su hijo, cuya carne podría ofrecerle la posibilidad de durar un poco más (en ese mundo, para no abusar del lenguaje, preferimos el verbo durar al de vivir).

Después de la Historia, después de la disolución total de las leyes sociales y, por tanto, morales, después de la última esperanza depositada en Dios o en el hombre o en la ciencia o en la Madre Naturaleza –la cual parece ensañarse con los últimos supervivientes, haciéndoles vivir rigores e inclemencias sin precedente, pero que, simple y llanamente, está muerta–, en el corazón del caos, donde casi todos los hombres comen carne de su propia carne y, así, anulan lo último que se pierde, es decir la esperanza, ¿cómo reflexionar sobre la ética?

A través de este canibalismo cultural y generalizado, McCarthy plantea el problema de la ética y el humanismo fuera de los campos social e histórico.

La novela, en efecto, divide a la humanidad en dos grupos: los antropófagos y los otros, una minoría, que llamaremos resistentes. Aun más allá de la esfera social, la ética es posible y necesaria, parece afirmar la historia del trayecto incansable, y al parecer absurdo, que llevan a cabo los protagonistas hacia la promesa del calor y la luz ilusoria de la costa, trayecto que también constituye una búsqueda tácita de otros resistentes. Así pues, el objetivo profundo del viaje es reanudar el lazo social, el cual resulta, en cierto modo, religioso (eso es, etimológicamente, la religión: ligar a las personas gracias a una creencia o un modo de vida). Reanudar con la cultura y el humanismo –el fuego prometeico– es una misión que, al padre, le da el ánimo de levantarse cada mañana, enfermo y cubierto de ceniza, para continuar la marcha hacia el sur. Y es por eso que padre e hijo se dicen portadores del fuego. Y es por eso que, en un momento dado, el padre le confiesa a un viejo encontrado a la vera del camino que, para él, su hijo es un dios. Qué peligroso, responde el otro de forma memorable, qué peligroso andar por esta carretera con un dios. Pues si dios –cualquier dios– es quien nos concede el día y la noche, es decir, el tiempo –por oposición a la duración desprovista de humanidad de los caníbales–, así como el ánimo –el ánima– de seguir, y la luz de la ética, la afirmación del padre no puede ser más certera.

Esta situación es llevada al límite de lo imaginable. El hombre, muy enfermo, se sabe condenado a corto plazo. El día que padre e hijo llegan al mar, descubren una extensión infinita de aguas grises que apenas se mueven. La playa está cubierta de cadáveres de peces y pájaros. El mar es una decepción. Pero, aun así, siguen caminando, siguen buscando comida, siguen acampando lejos de la ruta para no tener sorpresas fatales, siguen haciendo el fuego de campamento que los mantendrá con vida, una noche más, en el seno de esa noche eterna (la luz del día se reduce de forma inexorable, los árboles se caen solos, el oxígeno escasea). Aun en esas condiciones, padre e hijo siguen su camino, sobre la tierra muerta, irremediablemente.

El final de esta novela, que no voy a revelar, es tan misterioso como el principio (un acierto, pues el origen y el fin del hombre, que yo sepa, permanecen en la oscuridad). Sólo diré que, en un párrafo magnífico, desgajado sólo en apariencia de la historia, se nos habla de los seres que habitaron, alguna vez, bajo el agua, donde todo era más antiguo que el hombre. Se nos recuerda así que la humanidad no es más que un misterio dentro de otro mayor, que nos excede y que, sin duda, nos sobrevivirá. En él, somos un trazo nada más. Un trecho de camino. Un caminar en ese trecho. Un verbo en la noche.

Frente al nihilismo, esta fábula visionaria nos transmite, desnuda y fresca, la esencia del humanismo. Intensa metáfora de nuestro mundo, que devoramos sin ver la sangre humana correr en nuestras manos.