martes, 8 de septiembre de 2009

La música del asombro (sobre lo fantástico)

Qué haríamos, pregunto, sin esta enorme oscuridad
Blanca Varela



Ni un género, ni una línea literaria, ni mucho menos una moda, lo fantástico es una ética, una estética y una poética. Una ética, porque da nuevo filo a la mirada; una estética, porque otorga nuevos rostros al cielo y al infierno; una poética, porque lo fantástico es un acto incesante.
En efecto, no somos testigos de lo fantástico: lo hacemos palpable, le damos contornos, trazos, líneas, sangre: es nuestra creación. Borges intuyó la estrecha relación entre los misterios fundadores de la metafísica(1) y el misterio suscitado la fisura fantástica(2). En cierto modo –dedujo–, las elucubraciones del hombre en su ignorancia no son más que arquitecturas fantásticas; en cierta forma, el universo, desde su origen, es fantástico. Así, elige el símbolo del laberinto que, en sus resonancias más íntimas, revela la perplejidad del hombre ante su propia creación.
Si el arte, en general, nace del asombro frente al ser, la especificidad de lo fantástico sería que, más allá de esta perplejidad elemental, estremece o inquieta la invención humana; paradójicamente, la creación de un fenómeno fantástico implica una fisura del lenguaje o de la imagen que, por mínima que sea, hace temblar el edificio entero de lo que, a priori y arbitrariamente, llamamos realidad.
La empresa pictórica de René Magritte es la ilustración por excelencia de una búsqueda por evocar, no lo real, sino el misterio de lo real. Un huevo y una jaula son objetos cotidianos; vinculados –el huevo dentro de la jaula–, suscitan en el espectador el extrañamiento (que, en cada hombre, es primitivo y final) frente a las cosas(3). También la obra de Magritte crea fisuras en el espectador: dudas, vacilaciones, temblores del marco seguro, habitual, de la percepción y el pensamiento. No otra cosa busca el pintor cuando funde dos objetos en uno solo: así, el pájaro-hoja de La saveur des larmes (1948) es la traducción plástica de una metáfora(4). Nunca la pintura estuvo tan cerca de la poesía. Cuadros como La clef des songes (1927) alumbran como relámpagos el abismo –de ordinario, tan discreto– entre las palabras y las cosas, recordándonos la arbitrariedad, pero también el misterio, del lenguaje de todos los días.
Vemos, pues, cómo la poesía, la narrativa y la pintura pueden ser abarcadas en esta definición de lo fantástico, cuyo efecto no estaría necesariamente vinculado a la aparición de un fenómeno sobrenatural, sino más bien a la extraña luz que el poeta(5), sutilmente, deja brotar de la realidad cotidiana.
El verdadero misterio no es lo invisible, sino lo visible, decía Wilde. Lo fantástico nos lo recuerda a cada instante: el asombro no es exclusivo de nuestro origen y destino; no, el misterio nos acecha a cada paso, en cada esquina, en cada palabra. Quien no recuerda este silencio medular, esta fértil humildad, está condenado a hundirse en la anestesia de los días.
¿Y el fuego en todo esto? No es la imagen, sino la encarnación misma del misterio. Según Bachelard, la ciencia es incapaz de explicar qué es el fuego; de este modo, desarma las teorías y “definiciones” propuestas hasta entonces, señalando el origen intuitivo, y a veces, mítico, de todas ellas(6).
Una anécdota: un amigo mío, de espíritu científico, me confió, en una charla apasionante, que la ciencia ha definido ya, por fin, el fuego. “Y, ¿qué es?”, le pregunté asombrado. Mi amigo contestó: “Es una oxidación rápida de la materia”. “¿Ésa es una definición o una descripción?”, respondí con malicia. “Es una descripción –convino él–, pero lo importante son los términos empleados”. “Entonces –repuse–, la ciencia no ha aportado nada al misterio del fuego, que, desde que el mundo es mundo, es un símbolo de lo efímero”. No sólo es el emblema de nuestra vida, sino de la destrucción y regeneración del mundo. Así, Heráclito escribió, con magnífica poesía, que el fuego es la materia misma de que está hecho el universo.
Heidegger afirma que el misterio es inherente la esencia de la verdad; no pocos científicos se han inclinado, en las últimas décadas, sobre los problemas filosóficos –cuya raíz, como se sabe, es la duda–, manifestando así un distanciamiento elocuente con respecto a la sagrada certeza que domina las ciencias exactas. Así, el premio Nobel de física, Ylia Prigogine, demuestra que las teorías son insuficientes frente a la complejidad del ser y que la certeza científica es solamente válida en una “ínfima parte de la realidad”(7). En efecto, “se ha tardado casi tres siglos en alcanzar los límites de los conceptos clásicos mediante el descubrimiento de la inestabilidad”. El tiempo, que ya no es el homogéneo y previsible de Newton, introduce inestabilidad en los fenómenos físicos y destruye así las teorías racionales, cuya petición de principio es, precisamente, la estabilidad de cualquier fenómeno. No es anodino que esta concepción del tiempo corresponda con la formulada por el mayor filósofo del siglo veinte, Bergson.
En efecto, la toma de conciencia sobre la complejidad y el carácter imprevisible del universo y los seres que lo habitan es, según Prigogine, un primer paso hacia una “nueva racionalidad”. No sería ésta otra máquina de certezas, sino un pensar profundamente humano. En efecto, La Nueva Alianza propuesta por el físico estriba no sólo en la reconciliación del hombre moderno con el misterio de la naturaleza, sino también en la dialéctica entre el saber y la incertidumbre –característica inequívoca de la filosofía–.
Ahora bien, este giro no es una renuncia, ni mucho menos una resignación, sino, como yo lo veo, una manifestación de lucidez, pues la filosofía, desde Sócrates, antes de ser el goce de las invenciones conceptuales y, como la poesía, un juego infinito con el lenguaje, es la esperanza, no de la certeza infundada, sino de la verdad.
Y la verdad es que el fuego constituye las cosas, porque nadie, ni siquiera la ciencia, ha llegado a explicar el fuego. A este respecto, Prigogine coincide con Bachelard cuando pone de manifiesto la arbitrariedad de las teorías establecidas por la física, debido a la falta de información sobre “las condiciones iniciales” –es decir, sobre el origen– de los fenómenos.
Y el laberinto sigue ardiendo.
Lo fantástico, el fuego y el juego se enlazan, encarnan el eterno movimiento del pensar y el hacer. Sólo la costumbre, el embrutecimiento, que, como decía Girondo, nos teje telarañas en los ojos, puede alejarnos de esta ética. Si la poesía moderna se propuso, en su impulso creador, luchar contra la indiferencia y la comodidad burguesa, lo fantástico ofrece, quizá de modo más universal, aguijonear al hombre moderno recordándole que, a cada paso, se abre un abismo, pues no somos menos misteriosos que las cosas que tocamos. Si el hombre es un ser de palabras(8), lo fantástico nos enseña que, en la raíz de aquéllas, no rige el vacío, sino la música del asombro.

Notas:
(1) ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es el universo?
(2) Esta “fisura” nace gracias al fenómeno, ya extraño, ya sobrenatural, que, en el texto fantástico, perturba el marco cotidiano en que se inscribe la narración. Así, es el efecto de la duda, creada en el lector, entre una explicación racional o irracional del fenómeno. Esta fisura –inquieta y, a la vez, apertura hacia la otredad– es, según Todorov, la característica fundadora del género fantástico.
(3) Les affinités électives (1933).
(4) El pájaro no es como una hoja: es una hoja y ésta, a su vez, es un pájaro.
(5) Etimológicamente, poeta no es el que escribe poesía, sino, de modo general, “el que hace“: el hacedor. Quizá René Char pensaba en ello cuando escribió que poeta es un término infinito, que alberga una multitud de identidades: “Rimbaud le Poète, cela suffit, cela est infini“, prólogo a la Obra Completa de Rimbaud (1965)
(6). El libro en cuestión es, desde luego, La psychanalyse du feu (1949)
(7). Todas las citas de Prigogine provienen de su ensayo titulado “¿Qué es lo que no sabemos?” (1995) (traducido por Rosa María Cascón), que empieza así: “¿Qué es lo que sé? Mi respuesta a esta pregunta es clara: muy poco. No digo esto por modestia excesiva, sino por una convicción profunda”. Valga la analogía, mutatis mutandis, con la célebre sentencia de Sócrates –Todo lo que sé es que no sé nada–, ilustre perplejidad formulada frente a las certezas de los Sofistas.
(8) “El hombre es un ser de palabras”, Octavio Paz, El arco y la lira.