domingo, 14 de abril de 2013

Los presentes de la muerte, de Miguel Alejandro Valerio




El don y la presencia



Con Los presentes de la muerte, Miguel Alejandro Valerio (República Dominicana, 1985) obtuvo el I Premio Interuniversitario de Poesía de Editorial Paroxismo. Ya desde el título, tan rico como sugerente, que presenta la muerte, cualquier muerte, como un don y, a la vez, como una actualización de la experiencia fundadora de la angustia existencial, este libro trata de una vida siempre íntima y a veces recóndita, agazapada en el pasado. Un yo encarnado bucea en las aguas turbias de la infancia en busca de los dones de la muerte y las existencias que, entrelazadas, derraman una música en sordina, para emerger en un presente marcado por el tiempo que huye: “nunca regresa al espejo el mismo hombre”, afirma Valerio, reescribiendo la célebre sentencia de Heráclito, para después detenerse en esos “rostros que jamás volveremos a ver”.

La muerte, en efecto, es un don y una presencia; la presencia y la dádiva misma de la vida. La muerte es una serie de tiempos implacables y presentes, porque “el que muere no es el muerto, sino el que le sobrevive” (Jaime Sáenz). La muerte de seres queridos, la muerte de la inocencia, la muerte de Dios. Con elegante contención y lucidez, la escritura de Valerio se hace errancia por “las mil y una noches sin electricidad de [la] niñez”, en busca de alguna luz que no sea la de la muerte. Un viaje paralelo al de la vida, sin otra posesión que la memoria –“el verdadero equipaje”–. Una escritura que, en ciertos poemas, se hace lúdica, recordándonos que toda escritura es solo un juego ante la muerte. Un juego que, en un perpetuo hacerse y deshacerse, no puede tener fin, pues la muerte acecha, los brazos llenos de presentes. Porque –como escribe el poeta de forma admirable– “la niñez es un juego / dejado a medias / para siempre” y “también la vida / padre Shakespeare / es un país del cual no se vuelve”.

Libro terriblemente unitario, de una coherencia sobrecogedora, despojado de titubeos juveniles y de modas, Los presentes de la muerte nos ofrece el don y la presencia de una voz madura, medida y próxima, no pocas veces emocionante.



Guillermo Ruiz Plaza






Los presentes de la muerte

"siempre tiene más memoria el dolor que la alegría"

(Manuel del Cabral)

Cómo hablar después de la muerte
sino con el silencio de la muerte

Cómo tocar después de la muerte
sino con los ojos de la muerte

Cómo caminar después de la muerte
sino con el paso de la muerte

Cómo dormir después de la muerte
sino con el vacío de la muerte

Cómo creer después de la muerte
sino con la fe de la muerte


Mi turno

En este juego
que jugamos Señor
que gane el mejor
tú o yo
pero nunca
los dos


Último poema a mi madre

Mientras te pudres a solas
No quiero dignarte con mi ira

Por tu bien y por el mío
Te deseo el descanso eterno

No me dolerá tu muerte
No me amputarás el aliento

No me amputarás el verso
Mi canto está hecho de dolor


nostos

"La nostalgie c’est le mal d’exil;
et le mal de retour c’est la déception."

(Vladimir Jankélévitch)

he vuelto
(después de cinco años
por otras tierras)
a otro aeropuerto
otra ciudad
otro barrio
otra calle
otro patio
otra casa
otra familia
a reencontrarme
con parientes
y amigos
desconocidos
a enterarme
que no hice falta
que el reloj
sólo se detuvo para mí
cuando el avión despegó
(aquella mañana lluviosa
de agosto)
que la vida
siguió adelante
sin mí
como si nadie
se hubiera percatado
del hecho
de que mi voz
ya no ocupaba
los pasillos de la tarde
como si nadie
se hubiera dado cuenta
que no iba a la escuela
como si nadie
hubiera notado mi ausencia
sentada en la silla vacía
del comedor
como si mi octava porción
de sueño
en el lecho fraternal
no hubiera echado de menos
el calor de mi cuerpo
como si nadie
hubiera tenido tiempo
para esperar
que yo volviera
para quitar la mesa
o arreglar la cama
o terminar el juego

he vuelto
sólo  ponerme al tanto
de que soy un anacronismo:
la niñez
es un juego
dejado a medias
para siempre

Poemas de Miguel Valerio






martes, 9 de abril de 2013

La catedral Eduardo Mitre: poesía y memoria




Por: Miguel Alejandro Valerio
The Ohio State University

“la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me acuerdo.”

San Agustín

Para Eduardo Mitre (Bolivia, 1943) la memoria es una catedral.  No la catedral perfecta de Dante, sino la catedral caprichosa de otro Ulises cristiano.  (Más que fortuito, el lenguaje cristiano/católico de esta ponencia es metafórico, alegórico y, ¿por qué no?, literal.)  Esta catedral se encuentra en un no-lugar llamado Poiesis.  Un no-lugar donde convergen todos los lugares de la errancia.  Se está en Cochabamba, Buenos Aires, Bruselas y Manhattan a la vez.  En este no-lugar el Midtown Tunnel —que desemboca donde hoy reside el poeta— ya no comunica a Queens con Manhattan, sino al poeta con el niño que aun sigue siendo en un no-tiempo donde ayer y hoy son el mismo instante —como diría Octavio Paz.  

Entre el silencio y el ruido
abro un túnel a Cochabamba.
Con el paraguas de Manhattan
atravieso la lluviosa distancia,
la oscuridad minera.

(“Manhattan transfer”)


En los vitrales de esta catedral se representan las escenas memorables de la errancia de este Ulises cristiano, y los santos que le han acompañado en su peregrinación.
           
En esta breve reflexión, más que densa, hecha de puntos de partida, me gustaría hacer un pequeño paseo por los Vitrales de la memoria (Pre-Textos, 2007) de la catedral Eduardo Mitre. 




Como todo paseo, el nuestro también está limitado por el tiempo, así que iremos con paso ligero.  Como ya ha dicho T. S. Eliot, terminaremos donde empezamos, porque de esta catedral se sale por donde se entra.  Haremos un círculo hasta volver a nuestro punto de partida.  Primero, sin embargo, una introducción al vitral.

No es por casualidad que la memoria se hace una catedral.  La memoria se hace una catedral porque necesita construirse una casa propicia para sus vitrales.  La memoria no tiene ventanas límpidas como los altos rascacielos que la circundan.  La memoria tiene vitrales porque el pasado no es transparente.  Los recuerdos se nos presentan como vitrales que representan imágenes cambiantes según la luz que pase por ellos. 




Vitral de la catedral de León, España. Foto del autor.



También algunas palabras preliminares sobre la arquitectura de la catedral Eduardo Mitre.  La catedral Eduardo Mitre es cruciforme. 






En la nave central encontramos los vitrales que representan su infancia, y en los que dominan los colores primarios de los lápices de colores, de los azulejos, de los mosaicos, y de Van Gogh.  En el crucero encontramos los que representan su juventud.  En ellos domina la imagen cinética —cifra del cambio que caracteriza esta encrucijada de nuestra errancia.  En el transepto encontramos los que representan la madurez, en los que domina la imagen iconográfica de los santos que han acompañado al poeta en su peregrinación —parientes y amigos que han muerto o perdido la memoria (que es casi lo mismo).  Creo que estamos listos para emprender nuestro paseo.

Al entrar en la catedral nos encontramos con un vitral/poema titulado “Talismanes.”  Este vitral/poema contiene todos los vitrales de la catedral.  Vale la pena, entonces, reproducirlo en su totalidad —además, no es muy grande.

El pan que la madre incorporó
en nuestro equipaje
como un imán que fragüe
el retorno a sus brazos.

El recuerdo de los amigos
que en la distancia asumen
su condición de arcángeles.

La imagen del viejo eucalipto
como un oloroso mástil
en la marea final del ocaso.

La memoria del viento
con su antorcha de sonidos
por el silencio del Altiplano.

Los ojos de un niño
pendiente en el frío
del ajedrez de los astros.

La antigua fragancia de un cuerpo
que descorrió sin saberlo
las cortinas del deseo.

Las palabras natales
que fielmente nos siguen
camino de cualquier parte

y que imprimen como Verónicas
lo que vuelve en los fortuitos
vitrales de la memoria.


Este vitral/poema nos da la poética de esta catedral.  Los Vitrales de la memoria quieren representar “lo que vuelve en los fortuitos / vitrales de la memoria.”  La imagen de la madre que despacha a Telémaco con pan y agua.  De los amigos que también perdimos con la inocencia.  Del árbol que cortaron con la niñez.  La música del viento de nuestra Ítaca.  Del “cuerpo que nos despierta / al milagro del cuerpo” (E. M., “Cuerpos,” Ferviente humo, 1976).  En suma, de todo lo que ha sido inolvidable para nosotros, y que sin embargo, no recordamos con la nitidez de una fotografía, sino sólo a través de vitrales.   
              
(Pido su paciencia mientras describo algunos vitrales que nos ayudarán a entender la poética de la memoria que —a mi ver— atraviesa esta catedral —como veremos en mi conclusión.)

“Vitral del sur” retrata al poeta con “el corazón mirando al sur” (Eladia Blázquez, “El corazón al sur”).  “La ventana mira hacia el sur, / a una noche de invierno” (p. 13).  Este vitral comienza con un niño “[e]n torno al brasero” y termina con “un hombre encorvado” (p. 14) reviviendo una lejana noche de invierno en “otro cuarto […] / a la luz de una lámpara.”  En este vitral, entonces, estamos ante un hombre que rememora “años abajo” (p. 13) la magia de una noche de invierno inolvidable.  Este vitral nos introduce a la niñez feliz del poeta. 

“Vitral con Altiplano” retrata al poeta y su hermano, Antonio, “en la parrilla de dos flamantes / bicicletas Raleigh” (p. 15).  Los conducen “don Luis Bustillos y tío Carlos.” 

Pedalean veloces,
sacándoles chispas a los pedales
hasta dejar atrás el pasado,
darle alcance al presente
y pasar juntos a estas imágenes.


Así de veloz es el tiempo. Y sin saberlo, un día dejamos de ser niños.  Como una chispa, la niñez pasa a ser un recuerdo.  Pero no nos apresuremos que sólo acabamos de entrar en la infancia del poeta.

“Vitral del aprendizaje” retrata el primer encuentro del poeta con la muerte.

En el largo hall de la casa
el ataúd abierto:
cráter de la desgracia,
epicentro del duelo.

Dentro, de cuerpo entero
—alto, joven, atlético— está tío Carlos
muy serio, con corbata,
camisa blanca y terno negro.

  
Así de veloz es la vida.  Así de veloz es la muerte.  Hace un instante tío Carlos le sacaba “chispas a los pedales” de una bicicleta Raleigh, y ahora está aquí, en un ataúd, detenido por el paso de la muerte.  Por ello el niño no entiende lo que ha pasado hasta sentir “un extraño silencio” (p. 17). 

“Vitral del condiscípulo” retrata al poeta recordando un compañero escolar.  “No trae el nombre completo, / el apellido es Hidalgo” (p. 18).  ¿Cuántos condiscípulos recordamos, algunos sin nombre?  Recuerdo a Fabio que hizo el camino a la escuelita conmigo todas las mañanas.  ¿Qué habrá sido de él?  Pero volvamos a nuestro vitral/poema.  Este condiscípulo no era su amigo, sino un simple condiscípulo con el que se reunía “bajo un pacto tácito, / insobornable, / entre los hijos de la pobreza / y los hijos de los inmigrantes” (p. 19).

“Vitral de los lápices de colores” retrata al poeta jugando con sus lápices de colores.  Aquí la fascinación por los colores nace con los lápices de colores.  “Como se abre la puerta de un jardín / o una flor de pétalos multicolores / abríamos el estuche en que venían” (p. 20).  El blanco es un extraterrestre entre el rojo, el azul, el verde, el marrón y el amarillo, porque el niño aún no conoce “las barbas y las mangas / nevadas por la mano de El Greco” (p. 21).  En este vitral el niño aún es niño, y no el hombre que hizo estos Vitrales de la memoria.  No trabaja con el duro cristal del pasado, sino con el suave papel del presente.  Aún se cree capaz de crear el mundo de nuevo.  De alcanzar el arcoíris con la mano.

Igual de policromado y pregonado de asombro infantil, “Vitral de los mosaicos y azulejos” retrata al poeta deslizándose descalzo “por los pasadizos de la casa / recién cubiertos de mosaicos” (p. 23). 

Poco después: la revelación
de los primeros azulejos
cantando el puro color
(blanco o celeste,
tenue rosa o verde claro)
como la primera lección
concreta de arte abstracto.


“Vitral del trompo” y “Vitral de la pelota de trapo” retratan la misma inocencia.  Por cuestión de tiempo no nos detendremos en ellos.    

“Vitral de las bicicletas” retrata el fin de la niñez.  Así de veloz es el tiempo.  Hace un instante estábamos jugando con una pelota de trapo, y ahora estamos en la encrucijada de la adolescencia —el crucero de la catedral de la memoria.  Es como si toda la niñez hubiese sido un solo paseo en bicicleta.  Y como el tiempo pasa tan rápido, queremos plasmarlo —detenerlo— en los Vitrales de la memoria.  Por ello tenemos un “Vitral del abuelo” donde el poeta vuelve a ser niño.

Lo que sobresale en los vitrales/poemas de la infancia es la voz plural (“nosotros”).  El niño se siente parte de un mundo poblado de seres benévolos.  Al pasar a la vida adulta, esa voz se singulariza: en doble sentido de constituirse como diferente y única (mi voz, mi perspectiva).  Ya no tenemos la visión del mundo que podemos atribuir a todos los niños (felices/imaginativos), sino la perspectiva debatible de un individuo.  Ahora la que habla es la subjetividad escindida.  El adulto, como veremos más adelante, es un ser escindido (Octavio Paz, “Conferencia Nobel,” 1990).           

En el atrio de la catedral de Dante, encontramos estos versos:



 
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura,
ché la diritta via era smarrita.

(Inferno I,1-3)

Que nuestro sombrío padre Rubén Darío calificó así:

En medio del camino de la Vida... 

dijo Dante. Su verso se convierte: 

En medio del camino de la Muerte. 


(“Thánatos,” 1-3)


Si la niñez pertenece al tiempo épico/mítico, la adolescencia es la entrada en el tiempo histórico, lineal, irreversible.  Estas bicicletas marcan el fin de una aventura y el principio de un exilio—de uno mismo hacia uno mismo.     

En “Vitral del cura Canahuatti” entramos en materia religiosa.  Este vitral retrata al anónimo cura palestino oficiando una misa ortodoxa en la casa del poeta, en el Altiplano boliviano.

Estuvo apenas un par de semanas
y se fue para nunca volver
[…]

Mas helo nuevamente aquí
oficiando este vitral
[…].


En “Vitral del chauchero” un viaje en bus en Manhattan nos lleva a otro viaje en bus —en el pasado.  Los buses del MTA “son ballenas que se deslizan / entre los peces amarillos de los taxis” (p. 42).  Pero los chaucheros son pájaros voladores.

 Se llaman chaucheros
y van y vienen bamboleantes
por las calles de Oruro,
de La Paz y Cochabamba,
con nosotros colgando
la mitad del cuerpo dentro
y la otra en el aire.


Este vitral también nos hace a nosotros pasajeros del tiempo.  En este viaje por el tiempo, nos encontramos con Marilyn Monroe en “De siembra distante.”  El encuentro con la estatua de Marilyn en Lexington Avenue vuelve el poeta a los cines de Cochabamba, a la adolescencia, a la infancia.

Aún el esplendor de sus ojos negros
sobre la hierba y por las aulas,
y en su voz la música de Wordsworth
a la inmortalidad de la infancia.


Reza la penúltima estrofa.

Saltemos algunos vitrales y volvamos a la nave principal de la catedral.  (Comentaré algunos de estos vitrales saltados en mi conclusión.)  Nos queda muy poco tiempo. Preparemos la salida.  Pero no podemos salir sin contemplar el “Vitral con la madre ausente.”      

Este vitral no es importante solamente porque retrata la madre del poeta, sino porque retrata una catedral “devastada / por los comejenes del alzheimer [sic]” (p. 68). 





Este vitral nos recuerda que la memoria no es inmune.  A cada instante la asedia la amenaza del olvido absoluto —la incapacidad de crear recuerdos, de hacer vitrales.      

Cuando dije arriba que haríamos un círculo hasta volver a nuestro punto de partida estaba hablando literal y alegóricamente, porque el último vitral que veremos trata de representar lo inmemorable, o sea lo que vivimos en el vientre —nuestro punto de partida.  Este vitral está hecho de preguntas.  Al poeta le gustaría recordar ese primer viaje con el cual comenzó su errancia.  “¿Y qué decir del viaje de nueve meses / en la nao de la madre?” (“Vitral inmemorial,” p. 83). 

Así como a esta catedral se entra por lo inmemorable —la gestación—, también se sale por lo inmemorable: la muerte —nuestra segunda, o mejor dicho, última gestación.

¿Será morir emprender un viaje parecido
y la muerte una nao como la madre?

    
Es la pregunta con la se termina este vitral, y con la cual se cierra esta catedral.
¿Qué nos dicen estos vitrales tan personales sobre la memoria en general?  El mismo artista nos responde —porque esta es la misma pregunta que atraviesa estos Vitrales de la memoria.  Glosemos su respuesta —distribuida a través de la vidriera de la catedral.

la memoria restaura al azar
 

Reza “Vitral del Altiplano.”  La memoria no obedece a ninguna lógica, tiene su propia ratio —su propio libre albedrío.  Como reza el epígrafe de Virginia Woolf que encabeza el poemario:

La costurera es la Memoria, y por cierto, bien caprichosa. La Memoria mete y saca aguja, de arriba abajo, de acá para allá. Ignoramos lo que viene enseguida, lo que vendrá después.

Por ello, en esta catedral hay un “Vitral fortuito.”   

En el “Vitral del abuelo” el poeta se pregunta

Qué habré pisado
esta lluviosa mañana de marzo
camino del trabajo
en estas calles de Manhattan.

Qué rostro habré mirado distraído
sin verlo en el Metro
que desde aquí se ha encendido
la imagen del abuelo
en la casa de Cochabamba.
 

Nunca sabremos porque recordamos lo que recordamos cuando lo recordamos.  Podemos tropezar con un recuerdo “camino de cualquier parte” (“Talismanes,” p. 12).   

En el “Vitral nocturno” el poeta nos habla de otro atributo de la memoria.

[] estoy de espaldas a mí
y no puedo verme la cara
pues uno siempre sale así
en el vitral de la remembranza.
 
                                              
Hasta en nuestros más íntimos recuerdos no nos podemos ver el rostro.  La memoria no es como un espejo que nos devuelve nuestro rostro. El vitral de “Lupo” nos habla aún de otro atributo de la memoria.

vano recurso contra la pérdida
 
La memoria no nos puede devolver lo que hemos perdido.  La memoria nos recuerda precisamente lo que hemos perdido irrevocablemente. La memoria nos recuerda también de lo que hemos olvidado.  Por ello, en esta catedral también hay un “Vitral del olvido” y un “Vitral en blanco.”  

Los presiento tapándose los oídos
y mordiéndose los labios de angustia
por no poder ser ya ni nombrados.

(“Vitral del olvido”) 
                                              
Lo olvidado agoniza en la catedral de la memoria.  No lo recordamos pero tampoco lo olvidamos.

El “Vitral del pasado” nos da in nuce la poética de la memoria que atraviesa esta catedral.  Vale la pena, entonces, reproducirlo en su totalidad —además, no es muy grande.

Nunca se quedó atrás nuestro pasado:
tenaz, entre intervalos de aparente olvido,
nos fue siguiendo los pasos, furtivo
como un ladrón detrás de los árboles.

Pasajero invisible en los viajes,
se embarcó con nosotros
en los trenes y aviones
que por deseo o fuga abordamos.

En los cuartos de los hoteles,
tras el azogue de los espejos,
registró celestinamente
los cuerpos prohibidos que amamos.

A menudo, es cierto, perdió el sentido
(no las huellas) de nuestro tránsito,
pero siguió, indigente, recolectando
fragmentos de cuanto vivimos.

Sólo bastó que llovieran los años
y nos volviéramos lentos
para sentirlo sobre la espalda, con su talego
de calamidades y milagros.
 

Un poema mío—perdónese la autopromoción— concluye con una línea que nos pueda servir para calificar este vitral: “la memoria es el verdadero equipaje” (“biografía de un viaje,” Los presentes de la muerte, Paroxismo, 2013).  Con los años cambiamos de valijas, pero nunca de memoria —la llevamos con nosotros “camino de cualquier parte” (“Talismanes,” p. 12).


Como señala Jacques Derrida, la memoria nos constituye y descoyunta como sujetos (Limited Inc, Northwestern University Press, 1988, et alibi).  Estamos y no estamos en los vitrales de la memoria.  Por ello, siempre se está de espaldas “en el vitral de la remembranza.”  La memoria no nos remiembra —devuelve lo perdido—, sino que nos desmiembra —divide en fragmentos de vidrio opaco. 

El\la que somos ahora está de por fuera y de por dentro de la memoria a la vez.  Derrida le llamaría a esto la aporía de la memoria.  En los vitrales de la memoria estamos contemplando lo que hemos (o creemos haber) sido —feliz, pobre, rico, etc.— según lo recordamos —según lo hemos pintado.      

Somos y no somos a la vez lo que creemos creer recordar haber sido.  Así de caprichosa es la memoria.  Estos Vitrales de la memoria nos hablan de un sujeto que es y no es a la vez lo que recuerda. 

La subjetividad es la catedral de la memoria.  Una frágil catedral que vive en constante asecho del olvido —de la destrucción.  

Este sujeto también es lo que no recuerda.  Es, además, un sujeto escindido, des/territorializado, que no puede ver su propio rostro en los Vitrales de la memoria.  Es, entonces, en este sentido, un sujeto pos/moderno (o simplemente moderno).  Dante, según Paz, el primer sujeto moderno (La otra voz, 1990 et alibi), construye una catedral perfecta, la Divina comedia, alrededor de cuyo altar mayor le gustaría contemplar la luz eterna por los siglos de los siglos.  Pero Dante no es ni el artífice de ni mucho menos esa catedral.  Dante es sólo su constructor, el independent contractor de Dios, si se quiere.  Mitre, contrariamente, es esa catedral, que alza en el torbellino del mundo, como la Catedral de san Patricio de New York.             

Así como la luz que los vitrales proyectan es la única luz que entra en las catedrales (pienso en la tenebrosa catedral de León, España), los recuerdos son la única luz que ilumina la oscura catedral de la memoria.




 
Interior de la catedral de León, España. Foto del autor.


La catedral de la memoria, por último, está hecha con las piedras del olvido.  Es más lo que hemos olvidado que lo que recordamos.  La catedral de la memoria está hecha de lo cotidiano, de lo ordinario, de lo olvidable, de lo amemorable.


Ponencia leída el 5 de abril de 2013
OSU SPPO Graduate Symposium