jueves, 26 de abril de 2012

Detrás de las máscaras


Transparente es la brecha entre el fuego y la luz  

En aquel pueblo la gente cargaba en sus conciencias el trauma de un evento lejano en el que sus ancestros –por obra de un libertinaje ajeno a su alma– habían perdido totalmente el juicio convirtiéndose en animales salvajes. Los patriarcas y sobrevivientes de ese oscuro episodio prometieron entonces que nadie nunca en la comunidad volvería a hacer pública su identidad y todos se regirían bajo una misma imagen. Por consiguiente cada criatura concebida en Villa Persona debía llevar una máscara desde el nacimiento, para así poder presentarse ante la sociedad. De esa forma la gente podía escapar de aquella repugnante sensación que le producía el revelar su rostro humano embarrado por tiempos pasados. Y así todos vivían resguardados detrás de un pedazo de cobre confeccionado a su medida.

De vez en cuando, alguien se revelaba insólitamente, exhibiendo su aspecto en la plaza pública, pero el pueblo entero no tardaba en lincharlo y desparramar su cuerpo por el descampado, dándoselo de comer a los lobos. Cada vez que esto ocurría, había una gran celebración con el fin de perpetuar la costumbre. Se hacían actuaciones, bailes y cantos de burla hacia los impúdicos, y los niños aprendían lo que significaba ser uno de ellos.
Durante todo el año en las calles, campos y plazas se veía a los habitantes transitando enmascarados, como fantasmas, como almas en pena.
En una ocasión, cierta montaña fue regada con los cadáveres de dos rebeldes bufones que sintieron el eco de un mundo más libre y se dejaron llevar por el misterio de su rostro, besándose y lamiéndose la cara rociada por el agua de la fuente en medio de la plaza pública. Allí –al pie de la montaña- crecieron extrañas plantas grises como cabellos de mujer que se acariciaban y acunaban con el viento. Y aquel lugar se llenó de una misteriosa energía llamando la atención de los pasantes, que, considerando la frondosa presencia de las plantas, apretaban el paso para alejarse.

Al poco tiempo, una muchacha pasó por aquel lugar, mas de repente empezó a sentirse observada y llevada, como por osmosis, al centro del matorral de plantas grises. Allí descubrió una rosa negra de extraña belleza. Como si replicara, la rosa se abrió majestuosamente y empezó a destilar sangre dulce por el pistilo. La sangre caía en un recipiente de hojas y emanaba un aroma irresistible, incitándola a probarla y a volver por unas pocas gotas cada noche. Poco a poco, aquella muchacha adquirió un extraño atractivo ajeno al letargo del resto del pueblo. Su mirada se volvió penetrante y llena de magnetismo, tanto que daba la impresión de que no llevaba ya la máscara.

Esa noche tuvo un sueño, en el cual era espectadora de una extraña historia:   

Izaskun tiene la piel suave como la tierra húmeda y el pelo gris como el cielo nublado; su rostro es lluvia de infinita poesía y su pausado caminar se apodera del tiempo y el espacio irradiando energía trascendental. Marduk, fundador del pueblo y colosal guerrero envanecido por su papel de dios, la ama intensamente y en secreto. Sin embargo, su orgullo es tan grande, que no encuentra la forma de declararle su amor. Al caer la tarde, espera al pie de la montaña a que ella vuelva del mercado de flores y, fingiendo indiferencia, le pregunta:

-¡Hey, niñuela! ¿Por qué no has encontrado a nadie aún? Ya tienes que pensar en formar una familia. Mira tus caderas, están cada día más anchas y tu pelo gris te da una apariencia de anciana prematura. No olvides que el tiempo corre como un potro salvaje. Si uno no lo adiestra desde crío, se acostumbra a vagar por los bosques sin rumbo y muere en soledad...

Izaskun lo mira como despertando de un sueño, le sonríe y responde:

-Marduk, yo soy ese potro salvaje que vaga por la vida sin rumbo, disfrutando del pasto, del frescor del viento y del cielo estrellado… No necesito más.

Marduk voltea entonces la cabeza sintiéndose rechazado. Murmura para sí mismo: “Algún día serás mía…” y se marcha furioso.


La muchacha despertó confundida: el sueño había sido excesivamente real. Al incorporarse, sintió el peso de la máscara en el rostro. Por primera vez se vio tentada a deshacerse de aquel lastre eterno. Pero el pudor y el miedo la detuvieron de súbito. Se vistió rápidamente, fue hacia el pozo, bebió grandes tragos de agua y luego se marchó a trabajar. Llegó muy temprano a la panadería y empezó a preparar la masa del día. Su excitación era tan grande, que se cortó el dedo con el gancho del mandil. La sangre goteó en la masa. La masa entró en el horno. Vinieron a recoger el pan.
El mercado estaba muy concurrido a la hora del almuerzo. Máscaras sentadas a la mesa, o de pie, charlando entre cada bocado. O caminando en los laberintos del mercado, con una bolsa de pan en la mano. El sabor era exquisito y misteriosamente la gente empezó a sentir una picazón en todo el cuerpo. Esa sensación se transformó rápidamente en ardor y, pronto, en fogata de deseo desenfrenado. Algunos grupos se desnudaron, acariciaron y refregaron los unos con los otros en medio del mercado y a sus alrededores, se arrancaron las máscaras y se lamieron los rostros y los cuerpos como si fuesen un elixir divino. El resto de los habitantes se llenó de ira y de vergüenza por tan impúdico acto, y decidieron entonces acribillar a los impenitentes con machetes, picotas y cuchillos de cocina. La sangre corrió como en un matadero.   

Esa misma noche la panadera volvió a tener un sueño:

Entrado el crepúsculo, Izaskun camina sola por el bosque, está desnuda y canta una canción para invocar a los elementos. Le canta al viento, al río, a la tierra y al fuego; ríe y contempla la puesta de sol. Renacen entonces las primeras estrellas como faroles de ensueño y su cuerpo se estremece de placer al sentir la llegada de la noche.
Marduk la viene siguiendo. Se oculta detrás de unos arbustos y la observa desde lejos. Su corazón palpita aceleradamente, la ama con todo su ser, su inmenso ser lleno de orgullo y codicia.
De repente Izaskun se extiende sobre una alfombra de flores y su piel se eriza como queriendo palpar el paraíso. Entonces gime de placer, la luna se postra en medio del cielo y hace evidente la presencia de cuatro seres que la poseen y se unen a ella como una enorme llama que reúne a los elementos.

Marduk observa desconcertado y luego, casi echando espuma por la boca, se vuelve y camina de regreso hacia el pueblo.

La muchacha despertó sobresaltada. Tardó unos instantes en darse cuenta de que, mientras soñaba, se había arrancado la máscara. Quiso colocársela de nuevo, pero descubrió con horror que estaba doblegada y partida. No entendía cómo pudo haber hecho eso. Sintió sed y tuvo miedo, mucho miedo, de encontrarse en el camino con alguna persona que la viese sin máscara. Se embozó con una manta y enfiló hacia el pozo. Al subir la cubeta, la manta se le deslizó de los hombros; antes de que pudiera reaccionar, la vio perderse en el hoyo negro. Y entonces se vio reflejada en la superficie de la cubeta. Su corazón dejó de latir. Por unos segundos, todo fue silencio y paz. Era hermosa. Era radiante. Estaba llena de vida, llena de alma.
En ese momento percibió la presencia de alguien a sus espaldas, supo que se acercaba y sintió un nudo en el estómago. Pensó en acudir al mascarero, contarle lo sucedido e implorar que le fabricase otra máscara. Tenía que hacerlo antes del amanecer. No podía arriesgarse a ser vista así. Podía costarle la vida. Corrió desesperadamente a través del pueblo hasta llegar al templo. Tocó a la puerta discretamente. El anciano le abrió y la hizo pasar al salón. Apenas entró en él, tapándose el rostro con las manos, la muchacha le contó lo sucedido, esperando que él la comprendiese. Irritado, el mascarero le señaló un sofá pegado a la pared, le ordenó que se acostara y se perdió al final del pasillo. Agradecida, cayó rendida en el sofá.

Marduc reúne a todos los habitantes en el patio de su castillo y proclama con voz solemne:

-Compañeros, temo anunciarles que nuestro pueblo está siendo amenazado por fuerzas de la oscuridad. He presenciado con mis propios ojos la peor maldición que se ha abatido sobre esta tierra...
Izaskun, la florista del pueblo, conocida por sus maneras extrañas y solitarias de andar por la vida, ha tomado contacto directo con los demonios en un ritual de escandalosa naturaleza. No podemos permitir esta humillación a la dignidad de nuestro pueblo, de lo contrario legiones de demonios se irán apoderando de nuestros corazones y, entonces, todo será caos y angustia.
Martirio, una de las mujeres del pueblo, ama a Marduk y siente gran envidia por la belleza y libertad de Izaskun por eso grita:
-¡Debe irse del pueblo!
Mientras la gente discute y argumenta la situación, una intensa fragancia de flores se apodera del ambiente y todos, desconcertados, empiezan a reír. No saben por qué. Los invade un sentimiento de alegría inexorable. El ambiente se vuelve cálido y sensual. Han olvidado completamente la discusión. Ahora se abrazan y sienten un éxtasis que los conecta profundamente con la tierra y los seres que la habitan. Marduc ha logrado escapar penetrando rápidamente en su castillo. Afuera se escucha a la gente recolectando palos, ramas y troncos para armar una gran fogata. Se desvisten, cantan, bailan, baten palmas y marcan ritmos con los pies descalzos. El fuego resplandece y el viento impetuoso hace danzar las llamas.
Izaskun ha llegado de repente, todos le abren paso y la contemplan encantados. Su belleza es fascinante, es violenta y profunda como el firmamento. La gente la ama y ella corresponde regalando sonrisas y flores. Trae consigo un venado bebé del profundo bosque. Marduc la observa ofuscado desde la torre de su castillo. Furtivo, un lobo surge del espesor de la noche, atrapa al venado y lo degolla con sus afilados colmillos. Martirio aparece enmascarada y salpica a Izaskun con sangre fresca, clamando: “¡Es un demonio, no se dejen engañar!” Los habitantes, enajenados por el aroma tierno de la sangre, transforman su profundo deseo de hermandad en implacable lujuria y ambición de poseer a Izaskun y en un acto de locura: la rodean, la ciñen, la jalonean, luchando unos con otros, la aprietan, la besan, la lamen, la chupan, la poseen, la muerden, la desgarran, la mastican, la beben, la tragan, y se doblegan de placer… Ella gime y llora, pero se deja despedazar como aceptando de su destino. La fogata crece, se expande e, implacable, quema todo a su alrededor. Marduc observa lo sucedido a su amada, observa el incendio y, con la voz quebrada, implora que la suelten. Pero es demasiado tarde.

La muchacha recobró el sentido sin saber bien dónde se encontraba. Después de unos segundos, reconoció el salón del mascarero. Entonces oyó un llanto proveniente del fondo del pasillo. Se levantó y se dirigió hacia aquel lugar. Empujó una puerta de madera maciza y ahí la encontró descubierta, era una niña y tenia el rostro deforme. Al percibir a la muchacha la pequeña dejó de llorar y ella sintió la necesidad de tomarla en sus brazos y escapar. El mascarero entró gritando: "¿Qué haces aquí?". Ella cogió a la criatura y escapó hacia el bosque. Ahora el pueblo entero la buscaba. Era una orden del mascarero: matar a la muchacha y traer a la niña con vida. Después de varias horas la encontraron en una gruta de la montaña y la rodearon con antorchas, palos y piedras. Tenía mucho miedo y se aferraba a la niña. Uno de los habitantes lanzó una piedra, estrellándola en la cabeza de la muchacha. La sangre chorreaba intensamente empapando su rostro y mezclándose con sus lágrimas, mientras la niña se bañaba en aquel purpúreo elemento. Como habiendo roto un conjuro, aquella sangre restableció el rostro amorfo de la pequeña, quien de súbito resplandecía como sol nocturno. En ese momento una jauría de lobos irrumpió en la caverna y se dirigió hacia la muchacha y la niña. El mascarero salió de entre las sombras y blandió su antorcha sobre la jauría. Entonces los lobos se volvieron y lo atacaron sin temer al fuego.
Cuando la gente logró dispersar a los lobos, descubrió aterrada el cuerpo despedazado, la cara desnuda y sangrienta. La muchacha se inclinó sobre él. Sintió su respiración agonizante. Entonces reconoció el rostro, viejo y ceniciento, del gran Marduc. “No pude amarte… no supe amarte”, dijo él, sin dejar de mirarla, los labios agrietados y casi azules.

En Villa Persona la gente llora a lágrima viva, llora desconsoladamente, llora con el cuerpo y la mente, llora flores y espesos bosques, llora ríos y montañas, llora anhelos de libertad y amor desnudo. Y de tanto llorar, acaban por caerse las máscaras.



Mas no vaya ser que, en un atisbo de perfección, vuelvan todos a enfermarse de deseo.
   
LDI

Sacrificiales


Rómulo Bustos, (Colombia, 1954)
Poemas de su libro Sacrificiales (Madrid, 2007)



 


LO ETERNO



Lo eterno está siempre ocurriendo
                                                     ante tus ojos

Vivo y opaco como una piedra

Y tú debes pulir esa piedra
hasta hacerla un espejo en que poderte mirar
                                                                           mirándola

Pero entonces el espejo ya será agua y escapará
                                                                          entre tus dedos

Lo eterno está siempre en fuga ante tus ojos





SUFÍ



Como un perro que inútilmente
intenta morder su cola
giro en sentido inverso del movimiento
                                                 de los astros
para alcanzar mi sombra

Sólo ella
puede darme noticias
de mi luz











EL CARROÑERO




El carroñero hace bien su tarea:
mondar el hueso, purificarlo de la pútrida
                                                            excrecencia

En algún lugar de la vida, algo
hace exactamente lo contrario: cubre el hueso
empuja la oscura floración de la carne

A su extraño modo
el carroñero también trabaja en la resurrección
                                                              de los muertos








 
EL SILENCIO



Como la blancura de la luz
casa de los colores
así el silencio

De él brotan todos los sonidos
a él retornan

Todos los sonidos son el silencio

La más ínfima palabra pudiera ser un mantra
el más turbio ruido contener la canción






 
Poemas de Rómulo Bustos