miércoles, 23 de diciembre de 2009

El clima cambia, el hombre no

Acaba de concluir la XV Cumbre del Cambio Climático –llevada a cabo en Copenhague del 7 al 18 de diciembre de 2009– con la noticia previsible de que los más de 180 países que participaron en la reunión no llegaron a un acuerdo satisfactorio. De tanta verborragia para endulzar el oído –ninguno de los 130 presidentes presentes en Copenhague dejó de subrayar que se trataba de un momento “decisivo” y que resultaba urgente tomar decisiones “concretas” para salvar el planeta– sólo queda un acuerdo lo bastante débil e impreciso como para prever la agravación del cambio climático en los próximos años. ¿En qué consiste el acuerdo firmado por 28 países, entre los cuales se halla Estados Unidos y China, los mayores emisores del CO2? En la auto determinación, en el seno de cada país, de la importancia de la reducción de gases con efecto invernadero. En buen cristiano, esto significa que cada gobierno en función debe mostrar buena voluntad, portarse bien, y fijar de forma autónoma, sin ningún tipo de presión internacional, un límite plausible a sus emisiones de CO2, lo cual, como todos saben, representa la pérdida de muchísimo dinero para las arcas de cualquier estado. De hecho, por lo que se deduce de este acuerdo, cada gobierno debe portarse bien y perder muchísimo dinero precisamente en periodo de crisis económica…


La verdad es que, sin leyes que regulen de forma internacional la reducción de las emisiones de CO2, resultaría asombroso que uno de estos países se las auto impusiera más allá de lo simbólico. El ejemplo más llamativo es de los Estados Unidos, el mayor emisor de dióxido de carbono en el mundo, pues Barack Obama tuvo –o se mostró con– las manos atadas en Copenhague. ¿Por qué? Al parecer, sus opositores políticos podrían explotar en su contra una ley juzgada como drástica –pero efectiva ecológicamente– en virtud de la crisis económica y la necesidad urgente de salir de ella, cuestionando y debilitando una vez más –como sucedió con el tan polémico seguro de salud– el poder del presidente. ¿Y qué busca el político, Maquiavelo? Ya tener el poder, ya conservar el poder. Mientras tanto, un estadounidense promedio produce más de 20 toneladas de CO2 al año, cuando el promedio mundial es de 5,5 toneladas anuales por persona… Y ni hablar de los gobiernos de China e India, países que concentran, solos, cuarenta por ciento de la población mundial. En Copenhague, en efecto, los representantes de dichos países rehusaron de plano entrar en el juego de los “países ricos”, pues como países en vías de desarrollo no pueden “darse el lujo” de reducir el crecimiento de su sector energético, su industria, etcétera, que hará de ellos –a imagen de los países occidentales, que hoy los señalan como los principales culpables de que no se haya llegado a ningún acuerdo satisfactorio– países desarrollados y, por supuesto, felices. ¿Tal vez entonces, cuando hayan llegado a la cima de la pirámide del progreso, podrán al fin darse ese lujo? Siempre y cuando, en ese momento, no haya crisis económica…


¿Salvar el planeta? No, salvar al hombre. Sí, se trata, una vez más, de nuestro propio interés. Menos listos que los animales –los cuales presienten el peligro con suficiente antelación–, tal vez sólo caigamos en la cuenta de que no se trata de salvar la Tierra, sino de salvar el pellejo, una vez que nos encontremos frente a los cataclismos anunciados.


De hecho, ciertos estudios científicos parecen indicar que el comportamiento humano en el planeta corresponde, en gran escala, al de un virus en el cuerpo. ¿Seremos de verdad el virus de la Tierra? ¿Será el cambio climático una simple fiebre destinada, por mecanismos naturales, a eliminarnos?


Hace unos días, en un canal de la televisión francesa (TF1), pasaron una simulación de pronóstico meteorológico en diciembre de 2100. Basándose en cálculos muy serios, Météo France previo que, en esta época del año dentro de 90 años, hará un promedio de cuarenta y dos grados centígrados en el territorio hexagonal. ¡Nada mal para el periodo más frío del año! Tal vez yo ya no exista para entonces, pero me digo con horror que es muy probable que mis hijos, y los hijos de mis hijos, estén vivos en ese mes de diciembre infernal. Eso, a largo plazo; a corto plazo, Bolivia, que alberga cerca del 20 por ciento de los glaciares tropicales del planeta, puede conocer su propio infierno. Ciudades como La Paz y El Alto son particularmente vulnerables al derretimiento acelerado de los glaciares –por cierto, Chacaltaya ya es sólo un recuerdo–, pero el recalentamiento podría provocar inundaciones y sequías –más inundaciones, más sequías– en varias regiones del territorio nacional.


Por todo lo dicho, el acuerdo anémico de Copenhague pone el dedo en la llaga de un problema tan antiguo como el hombre: el del libre albedrío. ¿Se puede confiar en los hombres que firmaron el acuerdo? ¿Se puede confiar en los hombres de poder? ¿Se puede confiar en cualquier hombre? Platón critica el hecho de que la sociedad haya impuesto siempre la justicia y la responsabilidad, en lugar de transmitirla, y para ello utiliza una metáfora, la del anillo de invisibilidad. Razona que si un hombre tiene la posibilidad de salir impune tras cometer un delito, incluso un crimen –en este caso, siendo invisible–, es seguro que no dudará un instante en hacerlo –así como los gobiernos cuyas naciones se constituyen en los mayores emisores de CO2, libres de presiones, no dudarán en seguir velando por sus propios intereses–. De ahí que, para Platón, la ciencia suprema sea la ética: antes de cualquier otra enseñanza, inculcar en el hombre la necesidad de ser justo y responsable, ésa sería la verdadera educación. Por supuesto, la de Platón es una hermosa utopía. ¿Qué observamos hoy, tras la cumbre de Copenhague? El clima cambia, el hombre no. No sólo sigue vigente, sino que cobra un nuevo sentido –inquietante, sobrecogedor– a nivel mundial, la antigua sentencia de Plauto: El hombre es un lobo para el hombre.


¿Qué hacer? ¿Manifestar? Siempre y cuando no aparezca la policía danesa –de lo contrario emitiremos CO2, con dolor seguramente, desde una cama de hospital–. ¿Regocijarnos? Esta sería la actitud del cínico, la del misántropo –o la del verdadero ecologista–: Buenas Noticias: / la tierra se recupera en un millón de años / somos nosotros los que desaparecemos, escribió, jocoso, Nicanor Parra (Ecopoemas, 1983). ¿Resignarnos a la tragedia? Si esto es de verdad una tragedia, aun la actitud contraria resultaría inútil. ¿Tomar entre manos el problema, reducir a diario nuestras propias emisiones de dióxido de carbono? Si existe el libre albedrío, tal vez sea el momento de asumir la responsabilidad que éste implica; pero no por ello debemos perder la lucidez: mientras no se eleven a la altura del problema los acuerdos internacionales por limitar las emisiones de CO2 en los países industrializados, todos –también los países como Bolivia, cuya responsabilidad en el cambio climático es ínfima, por no decir nula– formaremos parte de la Crónica de una Destrucción Anunciada, fatalmente más allá de la problemática Norte–Sur, más allá de la Historia y de la noción de responsabilidad histórica.


Hiroshima, primero, y más tarde la crisis mundial de los misiles, nos empujaron a mirar con pavor el poder destructor del hombre y a sentir horror sagrado ante una fuerza hasta entonces reservada a los dioses: la de destruir el mundo, nuestro mundo, con un gesto de la mano. Ironía: hoy el problema es otro y miramos, con las tripas llenas de incertidumbre y un miedo inconfesable, cómo la naturaleza –a la que creíamos amenazar– es quien amenaza con borrarnos de la faz de la tierra. Y vivimos años calurosos –los más calurosos registrados en la historia–, resignándonos –o no– a que la madre que nos parió nos devore de una vez por todas.