viernes, 20 de septiembre de 2013

Las líneas más nietzscheanas que Shakespeare haya escrito



En Ricardo III, obra atribuida a William Shakespeare (The Tragedy of King Richard the Third, publicada en 1597), leo con asombro unos versos que prefiguran toda la filosofía moral de Nietzsche, especialmente la que desarrolla en La genealogía de la moral, ensayo aparecido en 1887. Entre las dos obras hay una distancia de 290 años. Pero antes de citar esas líneas es necesario ponerlas en su contexto.
El duque de Gloucester –personaje complejo, deforme como Hefesto y por ello tan exacto en sus estrategias como visceralmente rencoroso, encarnación del mal y sin embargo, a veces, dubitativo, es decir, humano, demasiado humano, como los mejores personajes de Shakespeare– toma el poder a través de una serie de crímenes extra y, sobre todo, intrafamiliares, hasta convertirse en Ricardo III. Llega incluso a ordenar el asesinato de sus sobrinos –niños aún–, siendo su protector. Para él, hermano del difunto rey, representan una amenaza a largo plazo y no duda un instante en pasar al acto. 
Esto, entre otras cosas, aísla a Ricardo en la Corte. Incluso su más fiel aliado, el duque de Buckingham, huye temeroso por su propia vida. Además, sediento de venganza al no recibir la anhelada retribución por su ayuda durante los días previos al coronamiento de Gloucester, Buckingham alista a sus hombres y desembarca en Inglaterra al mismo tiempo que Richmond, un antiguo exiliado que vuelve de Francia seguido de un ejército.
El principal motivo por el que estos nobles regresan para vengarse de Ricardo no es otro que los crímenes inmundos que ha perpetrado fríamente. O, al menos, tales crímenes legitiman el regreso del exiliado Richmond, que aparece entre la población y los cortesanos como un salvador. Así, durante la noche que precede a la batalla decisiva, Ricardo recibe la visita de todos los espectros muertos por su mano, quienes lo maldicen prediciendo su derrota. El rey despierta sobresaltado. Ha sido solo un sueño. No, no ha sido solo un sueño, sino la temible visita de la conciencia. Ah, la conciencia, “ese rostro siempre colorado por la vergüenza... que hace de un hombre un cobarde”, como declara un asesino contratado por el duque de Gloucester para eliminar a su hermano, Clarence (al final del primer acto), como parte de su estrategia para tomar el poder. Así, el día de la batalla, cuando Ricardo les habla a sus hombres por última vez, comprendemos que, en realidad, sus palabras no van dirigidas a los soldados, sino a sí mismo, a su propia conciencia inquietada la noche anterior por inesperados brotes de remordimiento. La arenga se convierte entonces en un breve pero intenso ensayo moral. Y he aquí las líneas más nietzscheanas –valga el anacronismo– que Shakespeare haya escrito nunca: “¡Vamos, señores! ¡Cada hombre a su puesto! ¡Que el tartamudeo de los sueños no espante nuestras almas! La consciencia no es más que un término para uso de los cobardes, inventado originalmente con el fin de mantener a los fuertes a raya. Sean los brazos vigorosos nuestra conciencia, y las espadas, nuestra ley. ¡En marcha!” 

La visión de la conciencia como “un invento de los cobardes” –“débiles”, diría Nietzsche–corresponde exactamente a la formulada por el filósofo alemán en La genealogía de la moral. Asimismo la idea de que la invención de la conciencia, o más precisamente, de la mala conciencia (el sentimiento de culpa tan caro al cristianismo), tiene un fin preciso, a saber, contrarrestar el poder de los fuertes sobre los débiles. Sin embargo, en boca de Ricardo III –personaje histórico que Shakespeare se apropia de forma magistral–, estas líneas no acusan ni enaltecen a quien las dice, sino que traducen su visión del hombre, de la moral y explican (aunque no legitiman) sus actos, a contracorriente de la ética cristiana. El dramaturgo inglés no habla a través del personaje, sino que lo deja fijar su compleja humanidad ante los ojos azorados, creo yo, del espectador de aquella época. Es muy probable, casi seguro, que, dos siglos después, estas líneas llegasen a los ojos de Nietzsche. Si lo influyeron o solo lo confortaron en su visión del hombre y de de la moral es algo imposible de saber y, la verdad, poco importa. Solo quería compartir este asombro personal con el lector. Descubrir conexiones así, que atraviesan los siglos sin perder su fuerza, es una de las recompensas de la lectura y, sin duda, de la ignorancia. Después de todo, la gran literatura carece de límites temporales.

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