sábado, 21 de agosto de 2010

Visión instantánea al pasar por un enésimo detector de metales.





Un viaje inacabable con infinitas escalas y controles de seguridad, una cola inabarcable de almas en tránsito perpetuo, cuerpos que no van a ninguna parte ni vienen de ningún lugar, porque jamás salieron ni saldrán de zonas de embarque y de asientos estrechos con olor a vómito. Eso es el infierno.

jueves, 19 de agosto de 2010

Rendez-vous


(Respondiendo al pedido de algunos amigos, he aquí una muestra de El fuego y la fábula, libro publicado el 29 de julio pasado. Es un cuento de la sección « Viajes ». Espero que logre abrir el apetito del lector...)


Toulouse, 25 de abril


Querido amigo:

Aunque no lo creas, hoy he visto al diablo.

No es una mujer hermosa. No es un anciano venerable, ni mucho menos uno de esos engendros que pueblan la Biblia y los tratados de demonología.

Es una nena; sí, una nena que espera frente a la panadería. Lleva un vestido raído, unos zapatitos negros, el pelo recogido, y esos ojos como brasas miran fijos la vitrina llena de panes y de dulces. Me inclino sobre ella, le pregunto: "¿Y tu papá?”

Entonces, en un relámpago de hambre, me mira y mira las bolsas llenas de pan y de dulces. Esos ojos me miran, amigo, y me sujetan de inmediato las entrañas. “Quiero...”, dice, y señala las bolsas.

Nada más decirlo –me pregunto si en verdad lo dijo o si lo adiviné en su mirada–, meto la mano en una de las bolsas y saco lo mejor del pan y de los dulces.

La impaciencia de los mordiscos, del tragar ansioso, sin tregua, me llega al estómago hastiado, trabajado por los jugos gástricos. “¿Y tu papá?”, insisto.

Por toda respuesta, ella me tiende una mano tímida primero, torpe después, y finalmente tembleque –no sé si de goce o de vergüenza–. Y he aquí el sol de mediodía sobre nosotros, haciendo más desiertas las calles del domingo polvoriento.

No puedo evitar un estremecimiento al ver esas uñas negras, llenas de un emplasto parecido a la tierra y a la sangre, agarrarse del pan como de una rama en su caída hacia el abismo. “Me las comí”, dice ella, casi roja de vergüenza.

Más rojo yo, echando vistazos significativos hacia el interior de la panadería, le tiendo finalmente la mano, decidido a llevarla al albergue o a la gendarmería o al hospital o adonde sea que uno debe llevar a una nena así.

Pero le gustó mi casa. ¿De qué habrá servido que le dorara la píldora a la puerta de la gendarmería, frente al albergue, a las gradas marchitas del hospital? Un llanto incontenible, salido de madre y lleno de unos chillidos de la entraña del alma, regaba las aceras, la calzada vacía, trepaba como yedra hasta los balcones abiertos, publicando mi desgracia. En cambio, a la vista de mi pobre apartamento, de nuevo las brasas encendidas –agradecidas– y los zapatitos sobre el parqué antes de balancearse suspendidos del sillón de mis lecturas.

Tú sabes mejor que nadie, amigo mío, el vacío que tengo en las manos, en los pasos, desde hace tanto tiempo. La presencia puede borrarse –no la ausencia. Y te confieso que las manos y los pasos de mi hija y de su madre poblaron mi casa, casi físicos, hasta el día de hoy.

Tú sabes mejor que nadie que sería incapaz de hacerle daño a nadie –y menos a una niña–. Fíjate bien, entonces, en cómo sucedieron las cosas.

Bueno, llega la hora de cenar y la nena no se ha movido de su sitio. Mira fijamente el parqué, sin pestañear, casi sin respirar. Se derraman las sombras del anochecer y parece extasiada.

Unos escriben que el demonio habla latín; otros, que mezcla el italiano y el español. Lo cierto es que el demonio no habla. Desdeñoso del lenguaje humano, no condesciende a las palabras. No obstante, sabe hacerse oír mágicamente.

La prueba: susurrante cada sílaba, impregnada la voz por la saliva, sale de sus finos labios, sí, de su boquita inocente, una terrible amenaza. Se dirige a mí, lo sé. Estoy preparando la cena y levanto la vista y sorprendo sus ojos fijos en mis ojos. Bajo la vista; hago de cuenta que no he oído nada. Y el cuchillo sigue cortando los instantes en nerviosas rajas de silencio. “¿No quieres ducharte?”, me animo después de un silencio lleno hasta el borde.

Y, al volver en mí, la nena sale ya de la ducha, con una toalla envuelta en el cuerpecito, y otra, a manera de turbante, en la cabeza. Al quitársela, me deslumbra la cascada rubia de su pelo. ¡Cómo estaría de sucia para engañar a estos ojos mortales!

A la mesa, veo que agarra una muñeca. No es sólo una muñeca. Siento vértigo de sólo verla, después de años, a la mesa. “¿No tienes hambre?”, le pregunto.

Por toda respuesta, la nena aprieta –estruja– la muñeca contra su pecho. “¿No tienes hambre?”, repito con un hambre sin nombre.

Por toda respuesta, la nena balancea sus piernas desnudas. Entonces se oye, extraño tictac, el sonido pegajoso de sus pies descalzos sobre el parqué. “¿Tienes papá?”, le pregunto.

No contesta. Mira fijamente el salero y balancea las piernas desnudas. A unos metros, veo los zapatitos rotos, vacantes. Al volver la vista me doy cuenta de lo irremediable.

Ya le ha abierto la boca a la muñeca. Ya le ha abierto, con la punta del cuchillo, una brecha que sangra su inocente contenido. Y sin mover los labios, la llama por su nombre: “Josefina”, dice (pero sin decirlo) y le mete sal por la pobre boca de trapo. “¿Cómo sabes su nombre?”, le grito, eufórico de pronto.

Fogatas prendidas por un viento infernal, esos ojos me miran como si quisieran crucificarme. En un impulso ciego, el diablo destapa el salero y derrama toda la sal sobre la comida. Me asalta entonces (aún me atormenta) el penetrante olor del azufre. Y aunque no lo creas, en la montaña de sal humeante, distingo el rostro de mi hija que grita desaforada.

Pero me despierta el ruido de un plato hecho añicos y el llanto –el rugido– que atrae como un imán a la vecina. Y cuando me fijo, veo a la nena con la toalla en los pies y un alarido implacable en el pecho desnudo. Y cuando me fijo, tengo al vecindario a la puerta, que me mira con asco, al tiempo que los gendarmes me sacan a empellones de mi propia casa.

Nadie quiere oír lo que tengo que contar. Hasta el abogado me dijo con sorna: “Siga así: el asilo es mejor que la cárcel”. Como si fuera poco, soy latino. Y para colmo de males, todos creen que no existes, sólo porque no contestas al teléfono. Ya lo sé, no he dado signos de vida en meses, pero no olvides, François, que eres mi único amigo.

Seré viudo, huraño, todo lo que tú quieras; pero eso sí: no estoy loco. Locos están aquellos que se persignan al oír el nombre de Satán de mi boca ensangrentada por los golpes. Porque cuando lo has visto cara a cara, sabes –en un relámpago– que Dios no existe. Y en la noche de la celda brilla como nunca Su terrible ausencia.

jueves, 12 de agosto de 2010

El hombre que cagaba plata






Érase una vez, en un lugar de cuyo nombre ya nadie quiere acordarse, una pareja de lo más pobre que, por accidente, tuvo a un enésimo hijo que se convirtió, con el paso del tiempo, en el hombre más rico del mundo.
Este hecho de por sí insólito tuvo su origen y desarrollo en otro aún más increíble, pues desde muy temprana edad el niño cagaba plata. Dicho en otros términos, la criatura no salía nunca del baño sin un fajo de billetes en la mano. Naturalmente, el lector ya sabrá a quién me refiero.
¿De qué nacionalidad era, al principio, la plata? Todo es relativo. Dicen las malas lenguas (que en realidad son buenas, pues ayudan a llenar los blancos de la Historia) que si el nene comía comida criolla, daba pesos; que si engullía sushi, daba yens; que si se deleitaba con una buena hamburguesa, luego salía triunfante del trono con dólares tan verdes y nuevos como ya no se ve en ninguna parte, salvo tal vez (ordenados dentro de un eterno maletín negro) en las viejas películas de gánsteres y mafiosos.
Pronto el chico fue globalizado por partida doble: por un lado, devoraba una variedad alucinante de comidas del mundo, aunque siempre en función del cambio del día y, a veces, de los caprichos de los padres fascinados por el prodigio; por otro, conforme se fortalecía el dólar, el adolescente se fue especializando en el fast food.
Como es de dominio público, el hombre terminó siendo la imagen viva del globo terráqueo, no sólo por obeso sino porque, cubierto de rojos archipiélagos y cráteres blancuzcos, reflejaba en carne viva –y esto no escapó a los caricaturistas de la prensa– la riqueza natural de nuestro planeta.
Pero dicen que a pesar de todo fue feliz, y dicho de paso, es lo que emana de la célebre foto, tomada por un paparazzo, en que –sonriente bajo la lluvia de flashes– sale de una discoteca del brazo de cierta ex Miss Universo (quien, en ese momento –pero esto lo confesó más tarde–, sólo le ayudaba a subir un escalón). Además, si no creció de modo conveniente, en cambio sí se reprodujo como Dios manda, multiplicándose en una gran familia de multinacionales, que se implantaron en la India, la China y la Cochinchina, fruto de sucesivas deslocalizaciones, las cuales generaban ganancias tan espectaculares, que hasta suplían por sí solas las crecientes lagunas originadas por la caída drástica de su productividad anual (palabra esta última –acotan ciertos especialistas jocosos– en que es legítimo omitir la u, si se piensa que el problema se debía únicamente al estreñimiento crónico que lo aquejaba).
Un buen día, no obstante, resultó inútil la acción conjunta del ejército de médicos que lo atacaba a diario en su mansión, recetándole drogas variopintas –y en muchos casos, como más tarde señalaron los forenses, ilegales y todo–, pues ya nada que se hubiera inventado en farmacéutica parecía surtir efecto en aquel elefante cansado. De modo que, en cuestión de meses, el hombre se consumió hasta semejar un perro raquítico. Y así sucesivamente hasta el jueves aciago en que se supo que había cagado el último billete y se nos vino encima la crisis financiera y negros nubarrones se cernieron sobre el mundo.

Guillermo A. Ruiz Plaza

lunes, 2 de agosto de 2010

Sobre El fuego y la fábula




A continuación, dos textos sobre el libro de cuentos El fuego y la fábula. El primero pertenece a Sebastián Antezana (Premio Nacional de Novela 2008) y el otro, a William Camacho (Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo 2006). Gracias a ambos por la generosidad en el momento de escribir estos textos.
"Guillermo-Augusto Ruiz ha adoptado un compromiso, el de explorar con intensidad y acierto los caminos que su intuición le señala, en este caso aquellos en que los límites genéricos se muestran difusos, olvidados tras la avasalladora fuerza de un discurso ficcional de alto impacto y despojado de temor ante el hecho de volver a visitar un espacio quizás complicado después de la marea y reflujos del boom y la generación McOndo: el relato fantástico. Así, tomándole el pulso al núcleo generador dela literatura, aquel simple y definitivo gesto de narrar historias, los personajes que se muestran en sus páginas, a caballo entre el misticismo y el horror, la revelación de lo sobrenatural y la sugerencia macabra, describen constantes que definen al hombre moderno y al hombre de todos los tiempos: la fascinación ante la muerte, el poder de la cotidianeidad en cuanto constante motivo de asombro, el goce ante el absurdo, la múltiple, maravillosa y terrible profundidad del ser. Desde el encuentro casual y el romance que conducen a la perdición, desde la confusión burocrática que concluye en una visita fluctuante entre la vida y la muerte, hasta la cercanía de la exclusión social y la locura, El fuego y la fábula nos lleva de la mano por lo mejor que la literatura puede ofrecer: historias honestas, bien trabajadas y a momentos capaces de transformarnos en sus propios personajes."


Sebastián Antezana


"La primera impresión que dejan estos cuentos es “geográfica”: los ubicamos en la frontera que separa lo real de lo sobrenatural. Y en eso radica el primer mérito del libro, pues logra incorporar, en el imaginario del lector, un espacio distinto del que convencionalmente denominamos realidad.
Individualmente, la primera sensación que provocan es miedo; no lo entendemos, sólo lo sentimos, tan natural como el flujo de la narración, que poco a poco va configurando estados o ambientes en los que el suceso fantástico se magnifica, removiendo humores hasta profanar la certeza lógica de lo racional y consagrar la incertidumbre caótica de lo sensorial. En conjunto, la sensación deviene angustia, temor opresivo generado por la inestabilidad de lo real o, más bien, por lo difuso de sus límites. Ese es otro mérito de El fuego y la fábula: la angustia implica el cuestionamiento de lo establecido y, por ende, la posibilidad de ampliar nuestra concepción del mundo y sus misterios. Borges decía que la eternidad es el pasado, el presente y, también, el futuro —que todavía no ha sido creado, pero igual existe—. En ese sentido, los cuentos de Guillermo-Augusto Ruiz plantean que la realidad está conformada por lo evidente, lo aparente, lo sugerente, lo imaginario y también lo desconocido, ya que el desconocimiento de lo otro no implica su inexistencia. Así, a través de una narración prolija —donde el esmerado trabajo de lenguaje corona una escritura de alto vuelo poético—, El fuego y la fábula nos introduce en un espacio de la realidad que no vemos —o no queremos ver—, no conocemos —y preferimos desconocer—, pero sí transitamos cotidianamente sin darnos cuenta, pues lo otro está en un reloj descompuesto, el excremento de un perro, la inocencia de una niña, el lunar de la abuela, un joyero de cedro, la bocina de un minibús, el gato de la amante o un libro de cuentos."

Willy Camacho S.



REFERENCIA

Ruiz, Guillermo-Augusto (2010). EL FUEGO Y LA FABULA. La Paz: Editorial Gente Común.