jueves, 20 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza (Segunda parte)


La belleza de la fealdad

Por todo lo dicho, el romanticismo se revela, no como una ruptura, sino como una transición entre el canon clásico y el canon moderno. Pero lo cierto es que, en ese intervalo, la belleza clásica terminó de desgastarse; basta pensar en el símbolo por excelencia de lo bello: A rose is a rose is a rose is a rose (“Sacred Emily”, 1913), escribió Gertrude Stein, cristalizando, en un solo verso vertiginoso, el desgaste visual y verbal de este emblema clásico. La rosa ya no es la rosa, afirma Pedro Shimose (Caducidad del fuego, 1975). Y ahora se puede leer en las páginas de Blanca Varela que la rosa se abre obscenamente roja. Porque, hoy en día, lo tradicionalmente bello y armonioso resulta amoral, incluso obsceno.
Hoy, más que nunca, tenemos razones de asumir esta nueva mirada: por la memoria y el peso de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki y los Goulag, pero también debido a la intimidad con imágenes que, vomitadas casi a diario por los medios masivos de comunicación, restituyen la verdadera presencia del mundo contemporáneo frente a nuestros ojos: saldos carniceros del terrorismo y el conflicto israelo-palestino, entre otros; en África o Asia o América Latina, imágenes de niños, casi muertos de hambre o enfermos, en cuyas fosas nasales se introducen las moscas… y un aterrador etcétera. Porque no es arte, estas imágenes no trascienden su horror puro.

Sin embargo, ya a principios del siglo XIX, la realización plástica de las carnicerías humanas –cuerpos amontonados, fragmentados– resulta ciertamente chocante, pero de una belleza inconfesable en ciertos grabados de Los desastres de la Guerra de Goya. Precisamente, los críticos coinciden en que, con estos grabados, los Caprichos y la serie mural de las Pinturas negras, Goya anunció y, en cierta forma, precedió a los artistas modernos. Y no es sorprendente, por esta razón, que la Inquisición quisiera censurar los Caprichos (asimismo, un admirador suyo, que lo dio a conocer en Francia, un tal Baudelaire, se vio juzgado por un tribunal que condenaba sus Flores del Mal por la procacidad de sus páginas).

Décadas después, Goya, consciente del peligro de que fueran vistas por ojos no iniciados, realizó las llamadas Pinturas negras en las paredes de su Quinta en Madrid, de tal forma que se quedaran allí y sólo pudiesen verlas ciertos invitados. Si bien a Goya nadie lo juzgó (su puesto de pintor de la Corte no fue ajeno a ese favor), no cabe duda de que ciertas obras suyas inquietaron incluso a sus contemporáneos más ilustrados. De ahí, como decía, el carácter privado de sus Pinturas negras. Pienso, sobre todo, en el Saturno. Durante años he creído que esta pintura representaba la clásica figura de Cronos devorando a sus hijos; el título ortodoxo que, en general, se atribuye a la pintura contribuyó a este error.
En realidad, si uno se fija bien, ese viejo encorvado, con el pelo gris, sucio, casi electrizado por el deseo y el goce, está devorando a una mujer cuyas imponentes caderas corresponden a las que uno puede apreciar en los desnudos tradicionales. (Caderas lozanas, diría un clásico; rollizas, nosotros, acostumbrados a otro canon de belleza, caracterizado por los huesos salientes y la piel tensa.) Pero eso no es todo. La pintura de Saturno habría sido retocada por el técnico que se encargó de salvar esas pinturas murales del deterioro de las paredes de la Quinta[1]. Quizá salvó también el Saturno de una destrucción segura a manos de la censura, pues la nube negra que gravita ahora en el vientre del Titán –tapadera que, imagino, pintó el piadoso técnico para salvar la obra–, estaba ocupada, en su versión original, por nada menos que un pene en erección, un pene cubierto ahora por pintura negra, un pene que insistía –tal vez de modo superfluo, pero en todo caso afín a la violencia de la imagen– en el hecho inobjetable de que pertenece a una mujer, y no a un niño, el cuerpo que devora Saturno.
Tal vez Goya se propuso representar a un viejo verde comiéndose a una joven como una íntima forma de su angustia al saberse viejo, acabado, y sin embargo en armonía –quizá hasta carnal– con Leocadia, la tierna mujer con mantilla que se ve en otra de sus pinturas negras, apoyada sobre un promontorio sucio que asemeja un túmulo, tal vez el que Goya adivinaba para sí mismo.
Pero yo quiero leer esta pintura de forma universal. Quiero imaginar que Goya representó al Tiempo comiéndose a la Belleza, y no sólo la belleza carnal de las mujeres jóvenes, sino a la mismísima Belleza: lozana, saludable, armónica en sus formas generosas, belleza libre pues traduce un historial de placeres, no de violencia contra el cuerpo (esa violencia callada que hoy adivinamos en las piernas afiladas, los brazos de hilo y los escotes raquíticos de las top models, nuestras venus famélicas), belleza clásica, sobre todo, por su fórmula unitaria, armónica: un cuerpo hermoso era –tenía que ser– saludable, es decir, generoso en carnes; también debía ser útil, bueno para la sociedad, es decir, fértil –de ahí el gusto inequívoco por las caderas anchas en la pintura clásica; elemento que, por cierto, Rimbaud parodia en “Venus Anadiodema”–.

En esta pintura Saturno no se come a sus hijos: se come a la Belleza, se come todo lo bueno y lo bonito y lo saludable –y se diría que, en su acto, se está mirando en un espejo que le devuelve su propia imagen sobrecogedora. Quiero pensar que así somos nosotros, los modernos; nosotros, que destruimos lo que más amamos. En este acto reside nuestra belleza.
Nota:
Publicaré “Hacia una estética total”, la última parte, el miércoles 26 de mayo. Es una reflexión sobre las obras de Dino Valls y de J.P. Witkin, e incluye la conclusión de esta brevísima historia.


[1] Al morir Goya, la quinta del Sordo, en Madrid, pasó a manos de su nieto quien, por razones que no vienen al caso, la vendió tiempo después. Así fue cómo las pinturas negras pasaron a manos de técnicos que pudieron salvarlas del deterioro de las paredes, ponerlas lejos del alcance de la censura y mantenerlas en buenas condiciones.

1 comentario:

La hija de la Lagrima dijo...

Excelente pensamiento y/o descripcion de pintura romantica,entreverado con la literatura francesa. Ya q como yo digo van de la mano y entramos en el: todo tiene q ver con todo. Nombras a Goya, sus pinturas y los canones de belleza...por supuesto q este hermoso arte(como en todos) pudo apreciarse a lo largo de los años y convertirse en ¨obra de arte¨. Charles Baudelaire,sigue siendo un ¨escritor maldito¨ y lo fue para sus contemporaneos.Lo mismo sucedio con Dotoievsky, entre otros.