miércoles, 19 de mayo de 2010

Brevísima historia de la belleza



Porque la belleza no reside en las cosas, sino en los ojos de quien las mira, la suya es ante todo la historia de las transformaciones de la mirada. Eje central, motor de las transfiguraciones del arte a través de los siglos, la concepción de la belleza no ha cesado de sufrir y, a la vez, de alimentar revoluciones éticas y estéticas que no acaban. No, la belleza no condesciende a la inmovilidad de estatua que, a veces, desearían conferirle poetas y artistas. Pero ¿cómo un concepto al parecer unívoco e intemporal ha podido sufrir tantas inflexiones y mutilaciones a través del tiempo? ¿Cómo pasamos, en efecto, de la majestad de los dioses de Rubens al Saturno pervertido de Goya? ¿De los desnudos plenos de Botticelli a los torturados andróginos de Dino Valls? ¿De la armonía de los sonetos de Petrarca a la violencia corrosiva de Rimbaud? ¿Del resplandor majestuoso de la Capilla Sixtina a las fotos, tan asquerosas como fascinantes, del demiurgo Witkin? Un estudio exhaustivo resultaría tan ambicioso como irrealista; la intención de estas líneas es más humilde: rastrear indicios significativos de las grandes metamorfosis que, desde el arte clásico al contemporáneo, han sufrido el concepto y la plasmación de la belleza a fin de esbozar su brevísima historia.

El bautismo

¿Qué es la belleza? Según el clasicismo –ese arte que pretende a lo eterno e inmutable, a la armonía y al orden, y que, tal vez por ello, parece intemporal–, la Belleza –así, con mayúscula, indicando que es un arquetipo o, al menos, un concepto que trasciende el tiempo– es la cristalización y la alianza de lo bello plástico, lo bueno moral y lo verdadero filosófico. No de otra forma el clasicismo se opone al desorden, a la perversión de las pulsiones, a la turbación de los sentidos, a la aspereza de lo visceral –como el bien se opone al mal, como la razón a la pasión, como el orden de la civilización al supuesto caos primitivo–. Este el origen de la noción de belleza, y la sombra majestuosa de los clásicos no deja de proyectarse sobre la visión que tenemos de ella. Petición de principio: toda la labor de los artistas modernos y contemporáneos no es más que un diálogo –conflictivo o no– con esta definición bautismal.

La fealdad de la belleza

Después del clasicismo, hay que esperar prácticamente hasta Baudelaire para descubrir otra cara de la belleza: Le bizarre est beau –lo bizarro es hermoso– sentencia el poeta, iniciando de este modo su viaje hacia lo Desconocido.

En realidad, para entonces se trata de algo bien conocido: el mundo moderno, encarnado por la metrópolis. Pero Baudelaire acierta: vista como un monstruo artificial y destructivo, la ciudad aparece, en las páginas de los poetas románticos, como una mancha horrible en la pureza del mundo natural. Tan categórica es esta visión, que termina siendo una deformación llevada por ánimos morales: la ciudad resulta fea porque destruye la naturaleza y porque en ella reina el vicio. Por execrable, lo moderno sólo figura –no encarna– en el poema. Formado con el prefijo ex –fuera, lejos de– y la raíz sacer –intocable, ya porque puede ser maculado, ya porque puede mancharnos–, el verbo latino execrari expresa una abstención sagrada. Y eso es exactamente lo que hicieron los románticos: condenar y, por ello mismo, abstenerse: no ensuciarse las manos, los poemas, con el horror de la realidad moderna (su realidad).

Así pues, lo bizarro en Baudelaire apunta justamente a violar un tabou clásico y romántico. Una cosa resulta extraña, no por ser rara, sino por su relación antitética o su situación periférica con respecto a la belleza clásica. Sucede, por ejemplo, con la carroña que el sujeto poético halla en su camino, y que se convierte, por ser bizarra, en objeto de exaltación poética: Et le ciel regardait la carcasse superbe / Comme une fleur s’épanouir. Leemos dos transgresiones históricas en estos versos. Por un lado, es el cielo –imagen de lo divino– quien mira la carroña como objeto poético, cuando es el cascarón sin sentido del cristianismo –carroña que además no es humilde sino soberbia, como Lucifer, y tan luminosa como él en la medida en que revela cosas significativas al sujeto poético sobre la condición humana–, todo lo cual resulta transgresivo en el plano ético. Por otro lado, la comparación de la carroña con una flor que se abre –tradicionalmente, objeto y momento emblemático de la belleza– constituye una radical inversión de los valores estéticos del canon.

¿No es elocuente que el poeta exponga este proyecto como un viaje tan intenso como la muerte? Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe? / Au fond de l’inconnu, pour trouver du nouveau ! // Zambullirse al fondo del abismo, Cielo o Infierno, ¿qué importa? / Al fondo de lo desconocido, ¡para encontrar algo nuevo! (“Le voyage”[1]). En este movimiento –mórbido y lleno de asombro–, Baudelaire cifra una búsqueda tanto estética como filosófica: hallar la Belleza más allá –o más acá– de la moral, es decir, de los límites impuestos por la sociedad. Las Flores del Mal se publica en 1857; en 1886 aparece Más allá del bien y del mal, preludio de una filosofía del futuro, de Nietzsche. Con un espíritu programático semejante, Baudelaire hubiese podido subtitular su primer poemario: Preludio de una estética del futuro. Después de él, en efecto, poetas incandescentes como Rimbaud o Lautréamont se encargaron de plasmar el viaje baudelariano en obras que tiemblan hasta ahora en las manos del lector por una carga sin precedentes de ira, violencia, obscenidad, humor negro. Creo que no existe, en este sentido, horizonte marino más intenso que el de Rimbaud: ese pavillon de viande saignante sur la soie des mers (“Barbare”): nada menos que un pabellón de carne sangrienta sobre la seda del mar. La seda del mar –imagen más convencional– está ahí como contrapunto, de forma irónica, a la imagen-bofetada de un horizonte-pila de cadáveres. El conjunto es una muestra de cómo la fealdad, por su carácter novedoso y sobrecogedor, resulta primero extraña, pero luego –he aquí la alquimia– hermosa para los ojos que la comparan –de forma conciente o intuitiva– con la belleza tradicional.

Pero para encontrar la fealdad hermosa, antes fue necesario afear y destruir la belleza tal como la proyectan los clásicos. Es más: resultó indispensable hacerlo desde su interior, desde las formas supuestamente intemporales del clasicismo. Sólo así la destrucción encuentra una eficacia total. Por esta razón, Las flores del mal es un poemario que incluye exclusivamente formas tradicionales, entre las cuales destaca el soneto. De este modo, constituye el poemario por excelencia de la implosión de la belleza tradicional. Pero ya en el primer Rimbaud encontramos una estrategia al menos igual de intensa y eficaz. En un soneto de 1870, llamado de modo elocuente “Venus Anadiomena[2]”, Rimbaud parodia y degrada, de modo tan violento como minucioso, el mítico origen de Venus, poniendo de realce la vejez putrefacta de la belleza clásica:

Comme d’un cercueil vert en fer-blanc, une tête

De femme à cheveux bruns fortement pommadés

D’une veille baignoire émerge, lente et bête,

Avec des déficits assez mal ravaudés ;

Puis le col gras et gris, les larges omoplates

Qui saillent ; le dos court qui rentre et qui ressort ;

Puis les rondeurs des reins semblent prendre l’essor ;

La graisse sous la peau paraît en feuilles plates ;

L’échine est un peu rouge, et le tout sent un goût

Horrible étrangement ; on remarque surtout

Des singularités qu’il faut voir à la loupe…

Les reins portent deux mots gravés : Clara Venus ;

-Et tout ce corps remue et tends sa large croupe

Belle hideusement d’un cancer à l’anus.

Cometí una versión del poema:

Como de un verde ataúd de hierro blanco, una cabeza

De mujer con cabellos negros bien untados de pomada

De una vieja bañera emerge, lenta y bestial,

Con déficits bastante mal remendados;

Luego el cuello graso y gris, los anchos omoplatos

Que sobresalen, la corta espalda que se hunde y que resurge,

Luego las curvas de los riñones parecen tomar el vuelo,

La grasa bajo la piel parece de hojas lisas como platos;

El espinazo está un poco rojo, y el todo tiene un gusto

Horrible extrañamente; se nota sobre todo

Detalles singulares que hay que ver con lupa…

Los riñones llevan grabadas dos palabras: Clara Venus;

Y todo ese cuerpo se menea y tiende su ancha grupa

Bella horrendamente por un cáncer en el ano.

Es explícita, aquí, la voluntad de destruir y, a la vez, de cantar la destrucción de la belleza tradicional, encarnada por una mujer, probablemente una prostituta, repugnante y tatuada, no sólo por su nombre clásico –cuán irónico resulta aquí el epíteto clara: ilustre en latín–, sino también por su pronta muerte (el cáncer) visible en el lugar menos poético del cuerpo. Imagen esta última que da el golpe de gracia a la visión tradicional de la belleza[3].

Para terminar, este soneto representa tanto el fin de la belleza clásica (no en vano la bañera es comparada a un ataúd) como el nacimiento de otra belleza. La figura femenina que está en el origen del canto ya no es divina ni central ni hermosa, sino urbana y marginal y horrible: humana, demasiado humana… Donde Baudelaire hubiese hallado lo bizarro, Rimbaud encuentra a la Venus moderna.

Aquí se consolida la ruptura estética moderna: ya no sólo lo clásicamente bello resulta feo, sino que lo tradicionalmente feo resulta hermoso. Ahora bien, para que la ruptura fuera total, a lo feo plástico tuvo que sumarse lo feo moral, es decir, la maldad. Y de Las flores del mal a Los Cantos de Maldoror (1869) de Lautréamont, pasando por Una temporada en el infierno (1873) de Rimbaud, se dibuja una curva ascendente en la audacia por plasmar el mal en la poesía. El libro de Rimbaud se abre así: Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. / Me armé contra la justicia. / Me fugué. ¡Ah brujas! ¡Ah miseria! ¡Ah odio! ¡Fue a vosotros que confié mi tesoro! / Conseguí desvanecer en mi mente toda esperanza humana. Sobre toda dicha, para estrangularla, di el salto sordo de la bestia feroz.

Pero es Lautréamont quien se encarga de cantar el Mal en los seis cantos épicos –cifra de tradición demoníaca– que componen su libro. Esta epopeya heterodoxa es tanto más asumida cuanto que se canta y se cuenta en primera persona: Los hay que escriben para conseguir los aplausos de los hombres, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que pueden tener. Yo, por mi parte, me sirvo del genio para pintar las delicias de la crueldad[4]. Invirtiendo los valores de la moral tradicional, cada crimen de Maldoror es narrado como una gesta gloriosa. ¿No cuenta acaso cómo secuestra y luego tortura, con sus propias uñas, a niños de mejillas rosadas? ¿Y el placer indecible –la gracia– que esos actos producen en él?

Los cantos de Maldoror resulta desconcertante por la apología de la maldad y la perversión, y también en este rasgo amoral reside la belleza envenenada de sus páginas. Tanto es así que el mal invade incluso el espacio metadiscursivo, y los Cantos dejan libre curso a una práctica –sin precedente en la historia– de plagio literario: no sólo el sujeto, sino también el verbo poético asume una ética y estética malvadas.

Recapitulando: el concepto clásico de la belleza –sólo puede ser hermoso lo bueno, lo bonito y lo verdadero–, sobre todo al prolongarse de manera solapada en el romanticismo, resulta, conforme avanza el siglo XIX, cada vez más caduco y erróneo: caduco, porque ya no restituye la presencia del mundo contemporáneo; erróneo porque, gracias a la audacia de ciertos artistas, nace la conciencia de que la belleza puede prescindir de la aprobación social. Escribe el filósofo Henri Lefèvre: La beauté s’est figée en froides pièces de musée surnageant l’océan boueux de la misère. Es decir, cuando la belleza se hizo fría, marmórea, ignorando el excremento en que nadaba como una pieza de museo, dejó de encerrar la belleza o quizá ésta dejó de habitarla. Por supuesto, debajo de ese albañal se adivina la muerte de Dios, la orfandad del hombre, la crisis de los valores cristianos, la sospecha o la seguridad de la inmanencia de todo, así como la necesidad absoluta de expresar el vacío y la desesperación. No que éstos sean exclusivamente modernos: ¿cómo explicar, si no, el prestigio de la tragedia en el clasicismo? Pero, como hemos visto, la forma de ver y plasmar lo trágico de la condición humana sufrió una inversión de los clásicos a los modernos. Como afirma Camus: si los griegos llegaron a la desesperación, fue siempre a través de la belleza […]. Nuestro tiempo, al contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y las convulsiones[5].

Nota bene:

Por razones materiales, éste es solo el primer tercio del ensayo. Publicaré la segunda parte, titulada “La belleza de la fealdad”, el jueves 20 de mayo.


[1] “El viaje” es el último poema de Las flores del mal y los transcritos son los últimos versos del poema. La traducción es mía.

[2] Anadiomena, epíteto tradicional de Venus, significa: “Que sale de las olas”, por referencia al origen mítico de la diosa romana (Afrodita griega) del Amor y la Belleza.

[3] Para darse una idea de la violencia y la singularidad del gesto de Rimbaud en su contexto, el lector curioso puede visualizar por internet el cuadro de su compatriota William-Adolphe Bouguereau, El nacimiento de Venus, fechado en 1879 (es decir, nueve años después del soneto).

[4] Las versiones de Rimbaud y Lautréamont son mías.

[5] Albert Camus, “El exilio de Helena”, El verano, (1954). Refiriéndose a la Belleza a través de la figura mítica de Helena, el escritor añade: “Hemos exiliado la belleza, los griegos tomaron las armas por ella”.

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