La primera vez que escuché Smells like teen spirit tenía doce años y el poder que esa química furiosa ejerció sobre mí fue inmediato. Esa voz de bestia en peligro, que se elevaba por encima del estruendo rítmico e irresistible de las guitarras, traducía la muerte del niño que fui. Al mismo tiempo, me enteré de que Kurt Cobain –ése era el extraño nombre del líder– acababa de suicidarse. La fascinación fue instantánea.
Quedaban sus canciones. Desprovistas de adornos y muestras técnicas, entrelazaban una melodía cuidada (Los Beatles) y una fuerza desnuda, brutal (Black Sabbath). Las letras me resultaban misteriosas y, a la vez, iluminadoras; el absurdo, el humor, el dolor, en suma, el enigma de la vida, estaba cifrado en ellas (supe más tarde que Kurt hacía collages con fragmentos de su diario). Y quedaba sobre todo, elevándose por encima del oleaje furioso, como un canto de cisne, esa voz de hierro, tan poderosa que a veces era capaz de hundirte y otras de salvarte, y, también, como en el Unplugged in New York, de hacerse temblorosa y emocionante, o de decirte al oído, glacial: “Cut myself on angel hair and baby’s breath” (Heart-Shaped Box). La de Kurt Cobain fue siempre la voz de un muerto que me desvelaba el vértigo de la existencia.
Ciertos críticos musicales afirman que una de las
claves del éxito de Nirvana y del grunge
en general era la apatía que mostraban. Para mí no. Fueron la ira y la emoción,
diría incluso que fue la lucidez de esa ira frente al mundo. Apático en las
entrevistas, Kurt Cobain era emocionante en el escenario. Una muestra:
1 comentario:
"La música es sinónimo de libertad, de tocar lo que quieras y como quieras, siempre que sea bueno y tenga pasión, que la música sea el alimento del amor."
Publicar un comentario