lunes, 21 de mayo de 2012

VIDA FRONTERA, de Federico Serralta


        

Hace unos meses ya, tuve la suerte de conocer al poeta español Federico Serralta, quien me regaló Vida Frontera (obra ganadora del Premio Internacional de Poesía Antonio Machado 2002). Como sugiere ya el título, entramos en un espacio híbrido –traducido en el plano estético por la utilización de la silva libre, forma fronteriza entre tradición y modernidad, orden y aventura–, en que frontera no califica, sino que nombra la vida. ¿Qué es la vida, en efecto, sino una frontera con la muerte? Más acá de ello, por supuesto, Federico nos habla de su historia personal y colectiva, de su niñez durante la Guerra civil, de su exilio a Francia entre las sombras de la inocencia y una lucidez que pugnaba por nacer, hiriéndolo, en los primeros años de la posguerra. Disfruté del libro: en él encuentro una voz tan sincera como contenida, tan cuidada como “suelta” –efecto que, ya se sabe, requiere mucho trabajo– y, quizá lo más importante, tan emocionada como emocionante. Y es que, en poesía, como afirma Ezra Pound, lo que cuenta es la calidad de la emoción.
Un sujeto dividido entre dos mundos, dos lenguas, dos culturas, y que busca un camino legítimo en la frontera que lo fragmenta y, a la vez, lo define. Que no minimiza el desgarramiento, pero que, lejos de cualquier patetismo o pálido estoicismo, busca la llave de una ética afirmativa, sinceramente gozosa, en cierta forma nietzscheana.
Elegí dos poemas de entre mis preferidos. Que los disfruten. 


DIOS

Cuando el odio prendía sus cohetes
            en el flamante cielo de mis años,
            cuando el único arrullo de los niños de cuna
            era el graznar oscuro
            de pavorosos cuervos carniceros,
            cuando en los turbios ojos de la gente
            tiritaba la noche traicionera
            macilento verdugo de la aurora,
            yo quería ser Dios.
            El dios de las consejas,
            el dios de los milagros infantiles,
            el dios bueno de barbas torrenciales,
            que de un solo chasquido
            convirtiera los negros pajarracos,
            bajo la risa azul de los luceros,
            en encendido vuelo de pardales.

            Pero en aquellos tiempos
            no estaba Dios para plasmar los sueños
            de los niños ilusos.
            Tenía que ocuparse
de bendecir las bombas misioneras
de ayudar a los únicos
detentores del alma de la patria,
de hacer la vista gorda
cuando la ley de fugas fulminaba,
de llevar a su cielo a los caídos
por Él y por España…
Entonces era Dios
capitán general de la Cruzada.

Y más tarde, muy pronto,
deslumbrante su ausencia en todas las esquinas
del mundo, no fue nadie.
Tan sólo una palabra que vibraba
en el temblor sonoro de un suspiro,
una ventana abierta hacia la nada,
un anhelo de luz en el camino.
Un nombre. Sólo un nombre.

Yo quería ser Dios,
o al menos ver su sombra entre los hombres.
Y he sido sólo un hombre, y sólo he visto
una mueca burlonamente incierta
en el espejo gris de mi destino.



FUE
Era un niño que vino de mi tierra,
no recuerdo ni cuándo, para darme,
en el fresco destello de su risa,
fulgores de mi espejo destrozado.

Padre, no tuvo, o casi. Le decían
que estaba en Rusia, allá, con los valientes
vencidos a traición en nuestra España
–proletarios del mundo desunidos–,
y que sí, que volvía, que llegaba…
Pero ¿dónde está Rusia
para un niño sin padre, camarada?

Me enseñaba a jugar a sus inventos
con chapas de botella, piedrecitas
clavadas en el suelo, pequeñeces
desde entonces gigantes en el olvido.

Con silencios secretos y pudores
me contaba el mirar de aquella niña
(su nombre, Voluntad). Los balbuceos
del primer corazón le sonreían.
No le dolía el sol ni la tiniebla.
Se bañaba en el río de sus años
–fluente pulsación de primavera–,
ufanamente inmerso en su destino,
abandonado al agua traicionera.

Yo siempre lo encontraba, sin buscarlo.
Me ofrecía el azar en todas las esquinas,
con disfraz de milagro,
el cristal de su paso repentino.
Caminábamos luego las aceras
del tedio, de repente iluminado
por un doble farol de soledades.
No lo buscaba nunca: lo encontraba.

Ahora sí que lo busco, en el desierto
de este viejo solar de ortigas y cascajo,
hurgando y remirando entre silencio
sonoro de mi sienes
y un eco que retumba
por dentro de esta tierra
donde estuvo, lo sé… Donde hoy no encuentro
ni siquiera una piedra de su tumba.


                               
                                              Poemas de Federico Serralta


No hay comentarios.: