viernes, 12 de agosto de 2011

Boris y Raquel



Todo empezó en la infancia. Boris, niño obeso, moreno y de gran estatura, caminaba aburrido hacia su casa, a pocas cuadras de la escuela, cuando la vio… Su princesa de cuento, su ángel predilecto, su dueña y señora. ¿Cómo podía existir semejante dulzura y vivir al lado de su casa? Efectivamente, Raquel se mudaba a su nuevo hogar en un barrio menos privilegiado. Después de escapar de la escandalosa escena en la cual su padre mató a su madre a puñaladas, Raquel fue a parar a un orfanato de donde finalmente una tía lejana –enfermera de oficio- la rescató llevándosela a su hogar en los suburbios desfavorecidos de Montreal.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!, como dice Rubén. Eso afirmaba siempre la mamá de Boris, una dominicana ex-cantante que emigró a Montreal a principios de los ochentas persiguiendo sus sueños de fama y glamour. Mas finalmente terminó por aceptar que cantar no era su vocación al ver las carcajadas y burlas hostiles del público en las “soirées” karaoke que se armaban cada miércoles en una cantina de mala muerte al norte de la ciudad. Ahora era mucama en un hotelito y cantaba para ella misma tomándose la vida a la ligera.
Aquella calurosa tarde del mes de julio Boris había sido picado por el insecto más venenoso y sigiloso de todos: el amor a primera vista. Esto lo obligó a prometerse a sí mismo que –como una mosca junto a un reflector– se quedaría al lado de Raquel sin importar los obstáculos posibles que se interpusiesen en su camino. Habiendo nacido con el sol en Tauro y Acuario como signo ascendente, Boris era testarudo como una mula y al mismo tiempo un gran idealista. Desde niño buscaba siempre lo más insólito. Como la vez que se lanzó del segundo piso con unas alas que fabricó a base de plumas de pavo real y un ventilador portátil amarrado en la espalda aterrizando sobre los rosales y terminando por fracturarse el tobillo. O como cuando tenía doce años y en una olla considerablemente grande hirvió agua y echó a un gato negro callejero para luego desmenuzarlo y tragarse los huesos lentamente frente a un espejo con la certeza de volverse invisible (según contaba un libro de magia medieval que encontró en una librería de viejo). Este suceso le ocasionó una gastritis endemoniada que lo postró en cama durante varios días. O cuando plantó un billete de 100 dólares que le robó a su mamá y lo regó con Coca-Cola –según su profesor de historia, “la bebida del capitalismo”– durante seis meses, con la esperanza de que algún día creciera un árbol de dinero, pues su madre se quejaba siempre de que su sueldo no le alcanzaba para nada. Ahora soñaba cada noche con Raquel. Soñaba que la llevaba de viaje a lugares inimaginablemente exóticos, que juntos iluminaban al mundo con su amor, que organizaban fiestas gigantescas llenas de gente famosa, que rescataban al mundo de la pobreza inventando una máquina de comida instantánea, etc.
El problema era que en ese entonces Raquel salía con Jason, un reconocido abusador de menores y débiles marginados.
Te enteraste cuando caminabas hacia la parada del bus y los viste besarse. Qué sentimiento más amargo, ¿no es así, Boris? Tuviste que girarte y caminar a casa aunque estuviese lloviendo a cántaros, pues nada importaba ya, en tu corazón había una verdadera tormenta. Decidiste por un tiempo alejarte de Raquel y de tus fantasías con ella y fue ahí cuando descubriste el alcohol y diferentes narcóticos que te ayudaban a ver la vida de otro color. También descubriste el Metal Industrial y el Trip-Hop, y conociste al Chukuto, con quien compartías charlas existenciales, frustraciones sociales y humor trascendental. Fueron años de adolescencia llenos de altibajos y ahí experimentaste el verdadero peso del mundo. Raquel, por otro lado, era la mujer más cotizada del colegio. Todos querían salir con ella, chicas y chicos. Su carisma era irresistible y colmaba cualquier lugar con su presciencia femenina desbordantemente sensual. Un día, el profesor de Filosofía, Fernando Iturdibe, intentó hacerle avances demostrándole su conocimiento sobre las pinturas de Klimt, Manet y Gauguin, donde se contemplaba el cuerpo de la mujer como algo sagrado. Esperó a que algunos estudiantes de otro curso salieran del aula y, luego, en un arranque de excitación, le apretó las tetas de súbito con una sonrisa de angustia y placer. Ella soltó un alarido. Pronto acudieron otros profesores y, escandalizados, se llevaron al filósofo obnubilado. Este episodio despertó en Raquel un rencor infinito hacia los hombres –sentimiento que había reprimido desde el asesinato de su madre–. Su odio fue creciendo y alimentándose con las estupideces que los patanes de sus novios decían o hacían. Randy fue su primera víctima. Raquel tuvo un ataque de cólera al descubrirlo bailando y besándose con Beatriz, su eterna enemiga. Al día siguiente todos buscaban a Randy, pusieron anuncios en los diarios, en Internet, en la televisión, en la radio, pero nada se supo de su paradero. Vladimir el Ruso, neonazi, fue el segundo. Esperó a que estuviera bien borracho y, mientras se desnudaba en el cuarto de aquel motelucho, le mordió el cuello reventándole la yugular.
Por otro lado, Boris no prestaba mucho interés en las conmociones causadas por estos hechos insólitos. Ahora era un jugador indispensable del equipo de hockey del colegio y eso lo volvía alguien importante. Aunque seguía siendo feo y regordete, su fama como defensa del equipo era notable dentro de todos los colegios de la liga. Le apodaban el Negro. Aquel año salieron segundos, todo por un error que cometió el portero despejando el disco contra la pierna del Negro, provocando el autogol. Frustrado por aquel evento, Boris volvió a casa solo, caminando en la oscuridad de la desolada calle Emile Journault. De repente, escuchó unos gritos de auxilio a la altura del parque Jean Martucci. Sin dudarlo, soltó su bolso, agarró su palo de hockey y corrió a ver qué pasaba. Aunque esa noche había luna llena, estaba oscuro entre los árboles. Logró ver una cabeza que rodaba por el césped entre los pinos negros. Se estremeció de pavor y en eso sintió una mordida en la espalda. Dio un palazo hacia atrás con una fuerza hercúlea y solamente escuchó un aullido de perro. Recobrando la consciencia examinó rápidamente la situación. A sus pies había un lobo vestido con ropas de mujer y al parecer inconsciente. No podía creer lo que veía. Su cuerpo se llenó de adrenalina y salió corriendo como nunca lo había hecho. Después de unos segundos, se dio cuenta de que el lobo había recobrado la consciencia y lo perseguía. Ingresó en el bosque de Sainte Sulpice, donde olía a humo y una pareja de Inuits bebía alrededor de un turril encendido. El lobo atacó al hombre mordiéndole el cuello. La mujer gritaba y se aferraba a Boris sin dejarlo escapar. Boris le administró un puñetazo y reanudó la fuga. En ese momento sintió la mordida del lobo en el brazo. “¡Dios mío!” gritó aterrorizado y el lobo lo miró fijo a los ojos y luego escapó en la espesura del bosque. Boris cayó inconsciente.
En su aturdimiento soñó que viajaba con Raquel a un mundo muy extraño. En ese mundo el sol era radiante. Ellos estaban encima de un barco navegando sobre un lago cristalino con miles de islas alrededor. De repente las islas se transformaban en rostros con diferente genio, algunos furiosos, otros enajenados, y aun otros excesivamente amigables. Todos los llamaban, invitándolos a quedarse en sus respectivas islas. Sin embargo ellos seguían viajando indiferentes a aquellas súplicas.
Despertó totalmente transpirado, no sabía dónde estaba, pensaba que todo había sido una pesadilla hasta que vio el cuerpo del Inuit desangrándose. Desconcertado, se paró y empezó a caminar rápidamente cuando escuchó el llanto hondo de una mujer. Venía del fondo del bosque. No entendiendo de dónde sacaba valor, penetró en la arboleda y ahí la encontró. Era Raquel. Tenía las ropas desgarradas y las manos y la boca llenas de sangre. Lloraba y gritaba con todas sus fuerzas golpeando el suelo. Boris la apretó entre sus brazos, la levantó y se la llevó cargada como una joya que acababa de descubrir. La policía no entendió nunca lo que ocurrió. Todas las muertes mostraban mordidas y rasguños provenientes de una bestia salvaje y esto era casi imposible en plena ciudad de Montreal.
Es verdad que las cosas no pasan nunca como las esperamos. Rara vez puede uno afirmar que el mundo es un espejo transparente de nuestros deseos. Sin embargo las sorpresas que da la vida brotan de una especie de alquimia entre los deseos de uno, los deseos del otro, aquellos de la tierra en particular y los del universo en general. Es decir que todo es perfecto, o más bien justo, pues en el meollo del asunto las cosas terminan por balancearse. Claro que el balance tiene a veces tantos ingredientes, que la simple consciencia humana no puede entender su fruto.
Boris y Raquel hacen el amor en la cocina, en el baño de la biblioteca, en la cama de la madre de Boris, detrás de los matorrales en el parque La Fontaine, debajo de la mesa del comedor de la tía de Raquel, en la oficina de la directora del colegio mientras ésta almuerza, etc. Están violentamente enamorados. La gente no entiende por qué Raquel escogió a un hombre tan poco atractivo. Con el cráneo y la piel del profesor Iturdibe –última víctima de la loba– Boris ha fabricado un pequeño tambor tibetano llamado Damaru. Juntos lo tocan de noche y, poco a poco, Raquel va abandonando sus hábitos de licantropía misandria. La madre de Boris los acompaña a veces con algunos pregones medianamente afinados.

2 comentarios:

Don Hanibal dijo...

Jajajaja. Esta una maravilla este cuentito. La aparicion del ficcional profesor Fernano Iturralde es inesperadamente violenta. Hay algunas figuras que estan especialmente gordas y gustosas.

Guillermo Ruiz Plaza dijo...

Jajaja, Iturbide! Ese guiño... ;)