miércoles, 6 de febrero de 2008

El poema en prosa o la Hidra moderna


Contemporáneo del nacimiento de la fotografía y el cine, el poema en prosa es, en palabras de Octavio Paz, la invención moderna por excelencia.

Poema en prosa –no prosa poética: confusión banal de dos objetos literarios distintos. El primero goza del status de poema –de poesía; el segundo, tiene solamente un valor añadido de dudosa procedencia. ¿Por qué una prosa es poética? ¿Cuál es el origen de su poeticidad? Los trabajos de Jakobson sobre el problema no carecen de interés; sobre todo en la medida en que revelan nuestra impotencia para encontrar los rasgos sine qua non del fenómeno poético: a mi ver, la poeticidad prescinde a menudo de las repeticiones, paralelismos y asonancias que invoca Jakobson –de hecho, Baudelaire lo hace con maestría en su Spleen de Paris–, y aun así la poesía es reconocida de modo inefable y certero por el lector.

Henri Michaux, por ejemplo, es reconocido hoy como un gran poeta del siglo XX. Busque un indicio, en cualquier libro de Michaux, que proclame el carácter poético de sus prosas. Más aún: Michaux descartó para sí mismo el apelativo por el cual otros, aun cultores del verso, gimen. Tal vez hubiera bastado decirle, con René Char, que “poeta” –etimológicamente “hacedor”– es un nombre infinito que alberga todas las identidades.

Así pues, la poeticidad aparece envuelta de un aura de misterio. No debe sorprender a nadie que no hayamos conseguido hasta ahora –ejemplos de fracasos críticos no faltan– identificar el origen de lo poético. Pero quizá sea hora de aceptar este límite y dar crédito a nuestro asombro.

Digo que el misterio que está en el origen de la poesía, y que cada poema encarna en el presente de lectura, es el mayor indicio de identidad poética. Novalis asevera: “La poesía es la religión original de la humanidad”; en realidad, se sabe que el origen de la poesía –y de otras artes, en particular la danza– es sagrado. Además, el silencio al cual nos aboca es análogo al de las grandes preguntas sin respuesta que sostienen el universo del hombre: “¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!...”, exclama Darío. En efecto, origen y fin implican un sentimiento de misterio frente a la vida: falta y fascinación. Tanto la religión como la utopía –nostalgia como promesa de los orígenes– tratan de llenar este vacío. Mas la poesía, esa otra voz, prolonga el misterio, haciendo de él, no un silencio huero, sino una revelación silenciosa: el hombre está cifrado en ella.

Ahora bien, creo que el misterio del cual emana y al cual tiende la poesía se ve exaltado en el poema en prosa. Para empezar, su mismo nombre encierra un misterio: ¿Cómo puede la prosaica, vil prosa, ser elevada al status de poema? Gustavo Valle (“Un género monstruoso”, Letras Libres, 2003) escribe al respecto: “Híbrido en su esencia, el poema en prosa es una especie de monstruo discursivo que nace de las mezclas. Por eso fue, en muchos casos, incomprendido. Rechazado como poema, marginado por su carácter libre, apuesta decididamente a un rasgo auténticamente moderno: la individualidad.” En efecto, el poema en prosa es una forma pura a fuerza de impureza: su nacimiento híbrido hace de ella un monstruo; un monstruo que, al contrario de la prosa poética, nace con esa autonomía que dan la brevedad y la tensión interna. Por todo lo dicho, “poema en prosa” no es una etiqueta, sino una tentativa verbal de acercamiento a un objeto literario nuevo: de hecho, el oxímoron de su nombre parece prolongarse en cada pieza nacida de esa tensión entre poesía y prosa –entre canto y cuento.

Nuevo, mas no por ello virgen: basta pensar en la nutrida tradición francesa, inglesa y alemana. De hecho, la forma tuvo su origen en Francia, con Gaspard de la nuit (1842) de Aloysius Bertrand –y fue consolidada con el Spleen (1864) de Baudelaire. Sin embargo, pese a las convergencias, cabe destacar las divergencias entre estos autores –y entre todos los cultores de este monstruo. En realidad, el poema en prosa no existe como género, sino como lugar privilegiado (fíjese en la preposición espacial en) de las profanaciones perpetradas contra la institución literaria, contra la república de las letras y en particular aquella conformada por los puristas líricos –en suma, contra la poesía “mojigata” (Baudelaire) responsable de estancar la expresión poética de la modernidad. Pero quizá su transgresión mayor estribe paradójicamente en la recuperación de la “mancha” clásica que representan, en el seno del poema, los resortes narrativos: los modernos parecen haber olvidado que, en efecto, como afirma Aristóteles en su Poética, el poeta es poeta, no porque hace versos, sino porque forja fábulas.

Con todo, el poema en prosa es, en América Latina y España, una forma marginal, cultivada ciertamente por algunos de los más grandes, pero sin despertar mayor interés por parte de lectores y críticos[1]. Y sin embargo, Darío, Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Ramos Sucre, Girondo, Borges, Aleixandre, Paz –entre otros– han sucumbido todos a esta tentación –periférica en sus obras. En el ámbito nacional, una obra central como es la de Jaime Sáenz se inicia con El escalpelo (1955): poemas en prosa. ¿Por qué entonces ese recelo, esa falta de reconocimiento por parte de los lectores? Gustavo Valle escribe: “En el poema en prosa habita una tensión, un cuestionamiento de los alcances y límites de la prosa y del verso y, en consecuencia, de la narrativa y de la poesía.” Louis Aragon, por su lado, había reconocido, en pleno auge surrealista, su perplejidad ante esa “forma de poesía que, como ninguna, plantea interrogantes con las que evidentemente tropieza el pensamiento”.

Es verdad: sería un error soslayar el efecto inmediato del poema en prosa: la sorpresa y la duda que nacen de la ruptura del horizonte de expectativa. Es un adentrarse en las “arenas movedizas” (así titula un libro de prosas pazianas) de un lenguaje nuevo, que exige de este modo una atención particular y un papel activo del lector. Digo que el poema en prosa amenaza la anestesia libresca del lector atento. Más aún si entendemos que la Poesía en Prosa no existe –y que en cambio existen los poemas en prosa.

En efecto, todavía el poema en prosa no ha sido canonizado, encerrado en las vallas críticas o esclerosado por una lectura cómoda y prevenida –y ello no hace, desde luego, sino intensificar su libertad creativa. Elocuente es la oposición del Baudelaire fabulista y del Rimbaud vidente, de cuyas obras surgen dos venas distintas, tal vez las más importantes, que ha nutrido el siglo XX. En rigor, hay tantos géneros como cultores de este espacio literario de transición[2].

Si el ensayo es, en palabras de Alfonso Reyes, un género centáurico”, los poemas en prosa se yerguen solos, cabezas sin cesar renovadas de la Hidra de Lerna.

Cosa extraña: esta forma es central en la renovación literaria de Occidente y, al mismo tiempo, sufre el desplazamiento canónico de muchos lectores –no sólo de habla hispana. Cosa extraña: después de las vanguardias históricas, después de la antipoesía, después de la destrucción de los ídolos de piedra del clasicismo, el poema en prosa continúa su labor de forma indómita, y se erige en un margen identitario sobre las cenizas pantanosas de la Belleza: “monstruo” nutrido de varios géneros, de varias literaturas, de varias identidades –encarnación literaria del mundo polifónico e inseguro del hombre moderno.

Lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último / poco tiene en común con La Poesía” afirma José Emilio Pacheco. Y cree irónicamente necesario encontrar un nuevo término “que evite las sorpresas y cóleras de quienes –tan razonablemente– leen un poema y dicen: / “Esto ya no es poesía.” Pero no hay nombre para lo inefable. No hay nombre que toque a la intocada, a la intocable: no en vano poesía y fuego se identifican y alimentan en los imaginarios de todas las épocas. Y el poema en prosa es una de las caras más luminosas de ese juego, de ese fuego puesto en libertad.



[1] Gratas excepciones son los siguientes libros: El poema en prosa en Hispanoamérica de Jesse Fernández, El poema plural de Salvador Tenreiro y Antología del poema en prosa de Luis Ignacio Helguera.

[2] La expresión pertenece al crítico y estudioso francés Michel Sandras: Lire le poème en prose (1995)

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