domingo, 19 de febrero de 2012

Sobre el arte de Norte


Norte (Mondadori, 2011), la última novela del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, se compone de tres historias –tres novelas breves– narradas de forma independiente, sobre tres inmigrantes latinos, en tres espacio-tiempos distintos dentro del territorio norteamericano (frontera con México incluida). Historias independientes, ciertamente, pero que se vinculan de forma inesperada, dotando a la novela de una dimensión simbólica que la intensifica.
A primera vista, nada o muy poco vincula a los protagonistas: Jesús, el asesino en serie mexicano, que cruza la frontera de forma ilegal gracias al tráfico de autos robados y al ferrocarril (años 80 y 90); Martín Ramírez, pintor mexicano esquizofrénico, que vive recluido en un hospital psiquiátrico (de 1931 a 1963); Michelle, joven boliviana, estudiante universitaria arrepentida a la vez que escritora y dibujante en ciernes (años 2008-2009). Habría que añadir a por lo menos un personaje secundario, que cobra especial relieve: el sargento Fernández, de origen mexicano, que investiga los crímenes, al principio sin saberlo, del Railroad Killer. A primera vista, entonces, nada que enlace a estos personajes, salvo el hecho evidente de que son todos inmigrantes latinos en Estados Unidos, en décadas sucesivas que, de los años 30 a nuestros días, corresponden a incesantes oleadas migratorias, de distintos tipos. Así, mientras que Martín entra en el país como mano de obra barata para la construcción de ferrocarriles, y Jesús lo hace de forma clandestina, Michelle es una brillante (ex) estudiante universitaria: forma parte de la fuga de cerebros latinoamericana hacia los Estados Unidos a comienzos del siglo XXI.
Este lazo explícito va desvelando otros que lo son menos y que, sin embargo, en el plano simbólico, refuerzan la intensidad de la novela. Así, por ejemplo, cada protagonista crea en el lector a un tiempo repulsa y atracción –probablemente como reflejo de la repulsa y la atracción que los personajes sienten, en el plano narrativo, frente al gran país del Norte y sus ciudadanos–. Cuando hablamos de este sentimiento ambiguo, hablamos por supuesto de fascinación. Fascinación frente a Martín que, a la par de un talentoso artista, es un esquizofrénico dado a las onomatopeyas y los gritos animales, que vive en una realidad paralela –invertida– que lo lleva a rechazar a su propia familia. Él, a su vez, siente angustia y repulsa cada vez que le hablan en inglés, pero sin embargo se siente irremediablemente atraído por las revistas norteamericanas, especialmente por los anuncios publicitarios y las mujeres bonitas de tipo nórdico. Esta ambigüedad está igualmente presente en Michelle. Visible en su relación conflictiva con el sistema universitario norteamericano, que rechaza con orgullo y frente al cual parece sentir cierta afección y nostalgia inconsolables. El lector no puede menos que sentir esa misma fascinación por ella, pues rechaza la debilidad que el personaje femenino no cesa de mostrar en la relación enfermiza, casi masoquista, que establece con su ex profesor y amante, y a la vez se siente seducido por esa creativa que rema a contracorriente, entre crisis existenciales y frustraciones artísticas. Ante Jesús la fascinación es más intensa: obsesionado con las mujeres “güeras” (rubias), y las nórdicas en general, el asesino no duda en violarlas post mortem. Cuando el sargento Fernández le pregunta por las motivaciones de sus odiosos crímenes sexuales, Jesús responde que no soporta que las güeras no lo miren, que lo ignoren al pasar por su lado. Otra ambigüedad: aunque poco educado, Jesús logra burlar por varios años al FBI; pese a su torpe modus operandi, deja en las escenas de los crímenes huellas y signos propios de un serial killer bastante sofisticado o, al menos, interpretado como tal a posteriori. Por último, Jesús escribe en sucesivos cuadernos un esbozo catártico de lo que, como al final nos enteramos, erige una teología. En síntesis: el Innombrable es un dios menor que gobierna a los hombres –en lugar de Dios– y que indica al Railroad Killer las casas donde irradia un aura maligna propia de ciertas personas que él debe castigar. Visión mística y transgresora que alcanza uno de sus clímax cuando Jesús parodia el Padre Nuestro mientras le hace una felación a su protector en la capilla de una cárcel en Florida. Jesús afirma, antes de ser sometido a la inyección letal, que “resucitará al tercer día”. Tales ecos sacrílegos del Evangelio, antes que ser meras inversiones lúdicas, precisan los contornos de un personaje tan inasible e intrigante que, a imagen de Fernández, lleva al lector a interrogarse sobre el origen del mal en general y, en particular, en la mente de un asesino en serie.
Y he ahí donde, a mi ver –además del carácter ambiguo que los caracteriza–, radica el mayor lazo simbólico existente entre los tres protagonistas de Norte. El lento pero seguro brote del mal en Jesús (y que lleva a Fernández a preguntarse, en repetidas ocasiones, por “el porqué de todo”, es decir, por los motivos capaces de explicar, siquiera parcialmente, tantos crímenes atroces) se puede equiparar a la eclosión creativa en Michelle y en Ramírez. En efecto, en los tres casos, el misterio está en la base de todo –el azar, sí, pero también otra cosa, algo irreductible, que parece escapar a la cadena de causa a efecto y a cualquier “teoría académica”–: así puede leerse la recurrencia, a veces irónica, de este tema en la historia de Michelle y en su rechazo al academismo. Aunque el arte y el crimen son objetos de estudio –y en el plano narrativo lo son efectivamente en el marco de tesis universitarias–, arte y crimen, entonces, parecen permanecer fuera del alcance de sus estudiosos, “niños bien” cuya fascinación parece ser dictada por las modas académicas o las canonizaciones recientes –o sea, por las imposiciones del sistema cultural universitario–.
En el origen del arte y del mal, como decíamos, hay azar, sí, pero también algo irreductible. Así, por ejemplo, en Michelle, la visita a la exposición de Martín Ramírez sirve de catalizador, pero su influjo misterioso no se expresa plenamente sino hasta el descubrimiento –a través de un amigo– del Railroad Killer: su historia, sus escritos y su ejecución en una cárcel de Texas. Los catalizadores son varios y dispares, y sin embargo todos llevan a Michelle en una misma dirección, hacia la escritura de una novela gráfica en que Jesús, ficcionalizado, funge como protagonista –¿mise en abyme de lo que hace aquí el novelista?–. ¿Cómo se conectan estas dos experiencias, junto con otras igual de dispares, para llevarla, de forma subterránea pero infalible, a la concepción de su novela gráfica? El caso de Martín Ramírez es extremo: ¿Cómo explicar el origen del arte en un esquizofrénico de escasa educación, que parece moverse en la frontera entre lo urbano y lo rural, el paisaje publicitario estadounidense y el paisaje de su tierra natal –logrando así collages sorprendentes–, pero atizado siempre por temas irracionalmente obsesivos? (¿Por qué jinetes? –le pregunta a Martín un profesor de arte, sin encontrar, por supuesto, respuesta).
En palabras de Clarice Lispector: La creación no es una comprensión, sino un nuevo misterio. En las de Henri Michaux: Toda creación crea un nuevo abismo. Hay que vincular esto con lo que decía Bergson sobre el carácter único e irrepetible de la creación. En efecto, hoy podemos reproducir, mediante manuales e instrucciones precisas, tal cuadro de Van Gogh o de Cézanne. Sin embargo, el crearlos nos resulta totalmente imposible. No se trata de capacidad técnica ni intelectual, sino de algo, un no sé qué, que está más allá –o más acá– del marco frío y fijo de la razón. El nacimiento creativo de la Mona lisa –por dar un ejemplo célebre–, visto a posteriori, puede ser racionalizado, traducido de forma retrospectiva en términos técnicos, pero queda fosilizado. Y al fosilizar el origen del arte, no lo comprendemos: lo extinguimos. Éste resulta más misterioso aún, irreductiblemente ajeno, una vez acabado el trabajo de deconstrucción del proceso creador. El arte no puede ser realmente comprendido –delimitado, domesticado–, pues es un jaillisement –dice Bergson–: un brote, una emanación. Pensar lo contrario es hacerse ilusiones sobre los alcances del raciocinio frente al arte y el mal.
Norte narra la impotencia racional frente a la eclosión creativa y frente al brote destructivo. No sólo narra sino que suscita inquietud frente a un mal que parece tan gratuito como el arte. Que es un arte. Un mal al que los asesinos en serie, no pocas veces, dan cuerpo para esbozar una ética, una poética –es decir, un savoir faire, un estilo–, o, como en el caso de Jesús, toda una teología.
Vanamente nos preguntaríamos aquí hasta qué punto es fiel la reconstrucción del Railroad Killer (cuyo verdadero nombre es Ángel Maturino Reséndiz) y del pintor Martín Ramírez. En la nota final de la novela, Paz Soldán especifica que se trata de versiones libres de las personas reales. Quien indague en las biografías de éstos y las compare a los personajes de la novela, indudablemente encontrará tantas convergencias como divergencias entre ellos. Y es que Paz Soldán no cae en la trampa de la veracidad castradora; al ficcionalizarlos, necesariamente los adultera y, en consecuencia, se apropia de ellos, haciéndolos más auténticos para el lector. Así, por ejemplo, la atracción incestuosa de Jesús hacia su hermana menor, leitmotiv de su historia, o la utilización de máscaras de lucha libre mexicana durante los primeros crímenes, son elementos significativos que guardan relación no tanto con la realidad biográfica de la persona referencial cuanto con la obra del escritor boliviano (relación intratextual que teje, dicho sea de paso, su propia red de sentidos; pero ése es tema para un estudio). Esta novela aplica con éxito y prueba la vigencia del precepto enunciado por Oscar Wilde en La decadencia de la mentira: la vida debe ser la materia, de ningún modo el método, del trabajo literario.
Norte no sería una simple novela de frontera, sino una obra de fronteras, al llevarnos por espacios no menos fronterizos y ambiguos, en los inquietos e inquietantes confines del arte y la naturaleza humana.

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