miércoles, 12 de marzo de 2008

El Hueso Salinas





I

Ya en las sábanas, el cuerpo de la muchacha se le ofrecía como el pan fresco de las mañanas. El Hueso Salinas dejó su arma y se abalanzó sobre ella con la destreza que da el hambre.

Después, viendo llover a través de la ventana empañada, supo que había dejado escapar al hombre cuya sangre acartonaba ya las cortinas. Rechazó las manos tibias de la puta y se levantó de un salto. Abrió el ropero y vio el charco circular y denso macerando las tablas.

El viento alargaba las calles empedradas donde se perdían las sombras. Era la boca de lobo de las cinco de la mañana. El Hueso Salinas, borracho de ira, caminaba raspando el metal de su arma contra los muros dormidos del vecindario. Iba murmurando algo -tal vez un nombre- y nada lo diferenciaba de las sombras húmedas que se perdían en las encrucijadas. De pronto, nacida en una esquina, una lluvia recia de palazos lo encontró desprevenido. Y ya en el suelo, oliendo tan de cerca esa mierda humana en que tenía la cara, vio las botas embarradas de dos hombres.

-Levantate, maricón -le dijeron.

-Con gusto -dijo él, despegando la cara de la mierda.

-Vas a ver quién es tu papá.

-Me gustaría conocerlo, ya que mi madre era una puta -les dijo, ya de pie.

Uno era pálido, y tenía la sonrisa nerviosa; el otro, un moreno enorme de pómulos grises, lo miraba sin pestañar y le dijo:

-Sí pues, a tu madre me la tiré hasta cansarme. Y pedía más.

En ese preciso instante, la bala le atravesó la entrepierna y soltó, con las últimas sílabas, la cuota de sangre necesaria para decirlas. Rápido como el rayo, el otro levantó la macana bañada en sangre y la descargó con toda su ira: el Hueso sintió cómo el hueso, vibrante, del antebrazo, se le había astillado. Pero hubo un disparo, y el Sonrisas cayó sin dejar de sonreír.

-Y ahora quién es la puta -dijo el Hueso Salinas, escupiendo la sangre que cada noche hacía renacer en su boca.



II

Todo resultaba extraño.

Hasta la semana pasada, la vida del Hueso había sido un pozo profundo cuyas aguas no podían ser perturbadas: la rutina del día a día, la comodidad de lo consuetudinario, el bienestar en la espera que ya no desespera. Nada podría haber fungido como indicio de las tribulaciones que vivía ahora.

En verdad, los pequeños sobresaltos y las efímeras alegrías le habían venido por la realización de ciertos proyectos que tenía guardados cuales frutas maduras que aguardan ser derribadas. En su cabeza proliferaban las ideas, los proyectos, las ambiciones irrealizables y a veces tenía la impresión de que era el sostén de un nido de serpientes que se mordían mutuamente. Estas cosas le pasaban usualmente cuando dejaba por un tiempo su interés por el crimen, en el que normalmente su irrefrenable imaginación se concentraba.

Y es que no hacía mucho había creído encontrar un buen lugar para desbocar sus deseos más violentos: las excesivas carnes del cuerpo de la Romba, una vieja puta que acababa de salir de la cárcel. No se trataba de su físico: a fin de cuentas no era más que una gorda que apenas cabía entre sus ropas. Era la manera como se expresaba el poder y la autoridad en cada palabra que pronunciaba, la seguridad y total confianza en sus decisiones, la imposición que suponía el más sencillo de sus juicios. Una de las primeras veces que el Hueso la había visto había pensado en un helado: las piernas que apretujadas se levantaban como un cono contenían desenvueltas las abundantes bolas de sabor que eran sus senos, su vientre, su monte de Venus. Vestía esos conjuntos deportivos que hacen la delicia de los trotadores matutinos, hechos de esa tela que parece la misma con que están fabricadas las toallas y que sólo vienen en colores que gritan a los cuatro vientos su total ausencia de gusto.

Era ella quien había hecho que todos sus pensamientos se desviaran de la simple preocupación por el crimen hacia la preocupación por sus organizaciones profundas, aquellas que se producían subterráneamente, en la oscuridad de los lenguajes codificados, en el silencio del encierro. Le había fascinado cómo la Romba era capaz de controlar a toda clase de marginales e inadaptados, ejerciendo su poder a través de las putas que manejaba, los cleferos que le hacían servicios por unos pesos, un poco de clefa o algo de sata, las matonas a quienes había salvado y que se sentían endeudadas. La Romba era el ejemplo viviente del cinismo de quien sabe demasiado bien que la vida no tiene un pelo de moral. Y a cualquier objeción levantada en contra de su inclemencia, se limitaba a repetir, alzada en petulancia: “El que quiere celeste, que le cueste”.


III


El Hueso Salinas entró en el bar oscuro, al tiempo que se limpiaba la boca aún sangrante. Buscó con los ojos cansados entre los bebedores acodados a la barra y avanzó en la noche de esos muros. El barman, un calvo escuálido con cara de perro, lo saludó con un movimiento del cráneo brillante. Y, sin que viniera a cuento, gritó a pleno pulmón en el humo. Y he aquí que del cuarto del fondo, emanando el penetrante perfume de tantas camas, sale la matrona que lo había metido en ese laberinto de sangre.

-Hueso, cada día más flaco y muerto –bromeó la Romba, desde sus ojos negros y vivos.


Lo invitó al cuartucho en que hacía y deshacía hombres con ese vientre apocalíptico. El Hueso no habló hasta que la Romba se le echó encima.

-No estoy para repetir gestas del pasado –dijo por fin el Hueso Salinas.

Y vio, entre manchas negras, dañada la retina por el golpe certero, los dedos crispados de Rojas, agarrados a su pantalón. Y se miró los nudillos lívidos. Y oyó, como si partiera del tímpano, el impacto de la puerta compacta del armario contra la nuca castrense.

-Casi lo mato –sopló el Hueso–. Y ahora me van a matar.

La Romba suspiró. Cuántas veces había repetido en la cara afilada e impávida del Hueso la consigna única. Cuántas veces le había dicho que tenía que ser una muerte limpia, sin bala. Que tenía que ser una muerte.

-Ay, Huesito –murmuró la matrona, incorporándose con movimientos de gata en celo–. Ahora te van a cascar.

Y, de espaldas al Hueso, corriendo una breve cortina, se inclinó, dejando ver la rendija de su alma, entre los dos retazos de su bata raída. Y se volvió de pronto, habiendo cerrado la caja, con los billetes en la mano anillada.

-Te doy la mitad de tu paga, sólo porque eres vos. Y ahora andate, que no quiero cadáveres en mi templo.


IV

El negocio tenía sus altibajos mortíferos... Como en todo oficio, había que comenzar lamiéndoles el poto a los pesos pesados, aquellos que no sólo poseían el capital sino también la imagen de Mallkus omnipresentes de temple inquebrantable capaces de cagarle la vida a cuanto cholo descarado pretendiera interferir en sus propósitos. La identidad y el paradero de estos caudillos del crimen era tan accesible como el Conejo de la luna; todos lo habían visto pero nadie podría atraparlo jamás –o al menos eso es lo que daban a entender los diarios con sus vagas y absurdas explicaciones sobre los interminables asesinatos a quemarropa que se multiplicaban en las zonas de San Jorge, San Pedro y Churubamba, entre otras. “Se suicidaron sin indicios de los familiares” ; “Accidente con garrafa quema a veintitrés personas en medio del parque Laikakota” ; “Psicópata ametralla a quince policías anti-narcóticos camino a Chulumani".

Todo daba a entender que el Turco pertenecía a esta cofradía de malhechores y era la única puerta de escape para el Hueso Salinas quien al ser un simple peón insignificante tenía los días contados por haber eliminado a unos milicos entre los cuales se hallaba un sobrino del Cogollo López. Este, al ser el ayuco número uno del general Milton Rosaloca, tenía en efecto un peso considerable en la organización.

Unos meses antes, en medio de una balacera que se desató en el boliche de la Romba a causa de un borracho malandro que tras chaparse con una comadrona robusta había descubierto un par de korotas que nada tenían que envidiarle al toro más viril del Beni, el Hueso lo había madrugado con un botellazo en la nuca antes de que éste pudiese aniquilar de un tiro a la Romba -por su fraudulenta mercancía- quien coqueteaba con el Turco en la mesa de enfrente. El Turco pensó que la bala iba dirigida expresamente hacia él, pues aquel malandro desdichado había recibido una pateadura de parte de los suyos unos días antes por entrometerse en unas transacciones con grupos religiosos Israelíes. Por esta razón sentía el Turco una gran deuda con el Hueso salinas…

V

Ah, Hueso... Ahora sales del cuarto de la Romba y accedes al largo pasillo forrado de espejos. Te gusta este pasillo, piensas que reproduce una suerte de abismo, de vértigo. “El vértigo son las cosquillas del cerebro” –piensas. Tratas de detener el trajín que llevas en estas últimas semanas y te detienes, plantado en seco a la mitad del pasillo. Observas fascinado cómo tu imagen reflejada en uno de los espejos es luego reflejada en el otro provocando un segundo reflejo de ese mismo reflejo, hasta el infinito, dando la impresión de estar encerrado en un abismo de repeticiones. Tratas de mirarte la cara magullada y entiendes al fin que tu rostro no responde ya a un nombramiento: Hueso, Hueso –intentas recordarte. Nada ocurre en ese intervalo insignificante en el que te buscas y de pronto sientes que puedes comprenderlo todo, que una última y certera revelación está por provocarse. Dejas de escuchar el sonido que produce el boliche de la Romba y esperas. El silencio de pronto te parece abrumante, crees no poder soportarlo y sin embargo, ahí estás, contemplándolo inerme. Hasta que, de repente, te urge volver a la habitación de la Romba, como si un peligro ineludible te amenazara. Regresas el camino ya recorrido y de pronto te percatas que el pasillo de espejos se ha transformado en un laberinto de reflejos: no sólo tu imagen está multiplicada al infinito, ahora también aparecen escenas que apenas has vivido ayer y anteayer. Te mareas, estás apunto de desvanecerte, con lo último de lucidez que sientes quedarte: miras una última vez el espejo, uno de los miles de espejos, tu rostro ya no es el tuyo, es el rostro familiar del Cogollo López.
Ante el susto, sufres un sobresalto. Evitas mirar tu imagen, el reflejo que te imponen crudos los espejos. Trastabillas y ya ciego por la reverberación de los reflejos, sólo logras colgarte de la perilla de la puerta que lleva a la habitación de la Romba. Es sólo un esfuerzo más y estarás a salvo.
- ¡Uuh carajo! El Huesito se había estado meando en sus pantalones... ¡Como mariquita mierda!
Escuchas apenas una voz que por doquier llega como un dardo a tu cerebro. Vuelves la cabeza violentamente, esperando de buena fe encontrarte con otra cosa que no sea tu insoportable mirada en el espejo. Para tu suerte ahí está el rostro abotagado del Cogollo López, te mira inquisitivo y luego suelta una pregunta que apenas comprendes:
- ¡Uuh carajo! ¿Quién te ha dejado en ese estado Huesito? ¿Acaso has visto al fantasma de mi sobrinito, al que te has limpiado sin descaro?
Reconoces que estás cagado y que de esta sólo te puede salvar tu fiel revolver. Lo buscas, sin desesperación, ahora más dueño de la situación que antes. Al palparlo por debajo de tu chamarra de cuero, intentas incorporarte vanamente pues ya el Cogollo te está tirando una patada en la geta. Pero con el golpe logras sacar el arma por completo y disparas sin miedo. El Cogollo se desploma casi encima tuyo mientras impasible observas el silencioso eco de la caída en el abismo de espejos. A todo esto, la Romba ha abierto su habitación y te invita a pasar, mientras que en el fondo distingues el cadencioso ritmo de “Anaconda” de la Tigresa del Oriente.

(A continuar...)


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