sábado, 2 de octubre de 2010

El paraguas de Manhattan


Eduardo MITRE.- El paraguas de Manhattan.- prólogo de Antonio Muñoz Molina, Valencia, Editorial Pre-textos, 2004.- 99 p.




Eduardo Mitre (Oruro, 1943) es una de las figuras más importantes de la poesía boliviana contemporánea. Hace varios años que reside en Nueva York. Hasta la fecha, su obra poética comprende once libros. En su primera producción – Morada (1975), Mirabilia (1979) –, predominan las técnicas ideogramáticas; en lo sucesivo – lo fundamental puede encontrarse en la antología personal El peregrino y la ausencia (Madrid, 1988) –, las formas cambian, mas no la poesía; así lo anota Guillermo Sucre: “aun en lo mejor de su obra despojada de tal estilo, se siente que parece buscar siempre dibujar el mundo”. Esta dimensión plástica la volvemos a encontrar en El paraguas de Manhattan, consagrada – valga la analogía – por la admirable pulcritud de la edición de Pre-textos. Otro atractivo de la edición: las cinco páginas introductorias del escritor español Antonio Muñoz Molina.
El libro se divide en cuatro partes no numeradas sino precedidas por epígrafes significativos tomados de Withman, Bishop, Lautréamont, Wordswoth y Gutiérrez Nájera; la primera (17 poemas de extensión media), corresponde a una celebración de Manhattan; la segunda (7 poemas sensiblemente más breves), traduce el duelo del poeta frente a la violencia generalizada; la tercera (15 poemas), contrapone al duelo la experiencia de la solidaridad a través de ciertos personajes urbanos; la cuarta (un solo poema extenso que da nombre al libro) resuelve la tensión en la escritura misma.
Muñoz Molina traza las líneas mayores de la poesía de Mitre: “poesía del mundo”, afiliada por su “hermosa terrenalidad” a Lucrecio o Whitman; pero no se trata aquí de parafrasear el prólogo – excelente umbral a la obra del boliviano –, sino de llenar los resquicios que deja en cuanto a la apreciación del libro. Pues si bien Muñoz Molina insiste en la desvinculación de esta escritura con respecto a la tradición romántica, no destaca por ello la singularidad de El paraguas de Manhattan dentro de la tradición de poesía hispánica escrita en Nueva York, que cuenta con poemarios centrales como Versos Libres de José Martí, Diario de poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez, Poeta en Nueva York de García Lorca, por nombrar sólo los más importantes.
Mitre se inscribe, pues, ya desde el título, en esta línea; pero no se trata de una adhesión acrítica, sino más bien de un desplazamiento al margen de esta tradición. Ello se debe a que a la visión predominante – negativa, desgarrada – de la metrópolis, se contraponen aquí un tono celebratorio y un erotismo inusitados en la poesía hispánica de Manhattan.
Por un lado, la dicotomía entre campo y ciudad, presente de modo explícito en Martí e implícito en Jiménez y Lorca, no encuentra una prolongación en Mitre. La ciudad no es un cuerpo mutilado, sino al contrario un cuerpo deseable por la plenitud de sus formas. El poemario se abre con “Ciudad a primera vista”:

Dos ríos como dos brazos que la ciñen y estrechan. Puentes que cuelgan y brillan como pulseras.

Esta imagen funde el elemento natural (ríos) con el elemento urbano (puentes) bajo el signo del abrazo carnal. Ahora bien, la armonía escultórica de la visión es reforzada por la asonancia de las rimas: lo plástico extático y lo musical fluyente, como lo femenino y lo masculino, son dos cuerpos que se compenetran, logrando la unidad que erige la ciudad en “estatua del movimiento”.
El libro se abre, pues, con la celebración de un cuerpo en la plenitud erótica, de tal modo que el nombre mismo de la ciudad, en un juego verbal admirable, se hace metáfora de ese cuerpo:

Lo deletreo, lo paladeo, lo unto con mi saliva: ya coitus linguae: Manhattan, Manwoman, Manwithman.

Por otra parte, la paradoja del horror y la fascinación frente a Nueva York, frecuente en los poetas antes citados, cede espacio en Mitre a una experiencia erótica del cuerpo urbano, que pasa de la plenitud a la vivencia dérmica de la muerte. Cabe hablar entonces, no de contraposiciones, sino más bien de matices en una intención general de celebración. Ello es tanto más cierto cuanto que muchos de los poemas elegíacos del libro no responden, como en los otros poetas, a una vivencia negativa de Manhattan, sino que al contrario construyen el duelo a partir del cuerpo herido de la ciudad (11-S). Pero es la violencia universal – partiendo del mito fundador de Caín y Abel – la piedra de los epitafios de este libro.
Finalmente, la actitud con que dichos poetas han abordado a Nueva York, viendo en ella una antítesis de la espiritualidad, se convierte aquí en una búsqueda ética a través de los personajes de la ciudad. Ello es tangible en el tratamiento de ciertos tópicos urbanos: a la experiencia de la soledad en la muchedumbre, Mitre contrapone la experiencia del diálogo con personajes marginales. Entonces se despliega “la cuerda de las palabras” que – como el poema – crea un vínculo, el cual aspira a ser “un modesto / pero impagable triunfo / sobre tantas desapariciones”. Frente a lo marginal no es, pues, la tradicional actitud de denuncia la que se impone, sino más bien una reflexión, a menudo metapoética, sobre la comunicación y la memoria, formas de la solidaridad.
Aquí cabe destacar la función especular que cumplen ciertos poemas de El paraguas de Manhattan; el poema homónimo es paradigmático de ello: un paseo por las calles mojadas de la ciudad se nos revela como un paseo por el texto poético. En esta caminata, el sujeto lírico se sirve de “la pluma de [su] paraguas” – metáfora que transporta del poema a la calle y de la calle al poema – para comentar, como parte del paisaje urbano, sus propias imágenes. La ciudad aparece, pues, no sólo como un referente real, sino también como una escritura en proceso de gestación. Éste es uno de los rasgos más originales del libro.
En cuanto a la forma, cabe destacar el verso breve, que ya es característico de la escritura de Mitre; ello guarda relación con la tradición oriental cultivada en algunos de sus libros; la musicalidad y la forma estrófica, sin embargo, corresponden al canon lírico clásico. Ahora bien, como anota el prologuista, es notable la narratividad que, vehiculada por un lenguaje y una prosodia coloquiales, desestabiliza el verso: Mitre juega (como jugara Apollinaire con la irregularidad métrica) a crear una tensión entre el Orden y la Aventura, entre el lirismo atemporal y el habla urbana moderna.
Con todo, se lamenta la desaparición de algo que ha caracterizado a la obra de Mitre: el juego de la espacialización tipográfica que, tomando en cuenta las referencias continuas a la pintura en este libro (Hopper, Pollock, Rothko), no puede sino echarse de menos. Además, ¿no resulta limitada la forma estrófica para dar cuenta de la metrópolis profunda? A veces, en efecto, es tangible el desfase – metapoetizado – entre la modestia formal y el desorden explosivo de lo urbano:

El pasaje es un hermoso mercado y el peligro la enumeración. Pero uno no es totalitario y pasa llevándose apenas un arcoiris de aromas de surtido sabor.

Cierto, para Martí, Jiménez, Lorca y Mitre, el espacio de producción no es el mismo; pero si en los tres primeros prevalece una actitud espiritualista, en Mitre, en cambio, el sujeto lírico y el cuerpo urbano establecen un campo de tensiones eróticas. Cierto, ello lo acercaría a Withman, pero recordemos que para el gran poeta norteamericano Manhattan es ante todo un símbolo de la democracia; dimensión política ajena a este libro, en que la sensualidad es fatalmente dionisíaca.
Pero quizá el atractivo principal de El paraguas de Manhattan no resida tanto en la erotización de la metrópolis cuanto en la configuración de un alma neoyorquina, lograda a través de la compenetración de la música, la pintura y la palabra.

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