viernes, 13 de noviembre de 2009

El callado descendimiento de la nieve



Sobre Los vivos y los muertos
, de Edmundo Paz Soldán



Advertencia: esta reseña revela el final de la novela.


Fragmento de la contratapa:

"Los jóvenes habitantes de Madison han construido un mundo de aspiraciones truncadas, secretos inconfesables y pasiones desatadas. En un breve espacio de tiempo las muertes de varios adolescentes convertirán la aparente armonía del pueblo en algo cercano a una maldición."

No creo que sea extraliterario afirmar que si una novela nos agarra y no nos suelta hasta el alivio de la última página, tiene que ser buena. Antes de darnos cuenta, estamos “apueblados” –como diría Ortega y Gasset–, de manera que no nos damos tregua hasta llegar al final de ese mundo que, por unas horas o unos días, nos ha habitado. Y aun después de la última página, ese mundo sigue presente en nosotros, como una huella, como una terca brasa verbal. Los vivos y los muertos, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, provoca ese efecto.

Novela construida a través de distintas voces pertenecientes a los habitantes de Madison, no funciona con capítulos ni grandes unidades, sino con una sucesión de monólogos breves. A la brevedad –e intensidad– de los monólogos, se suma la brevedad e intensidad de la obra. Es destacable este rasgo. Uno echa de menos el trabajo de síntesis en las novelas contemporáneas, en las cuales la extensión parece predominar sobre la densidad. No es el caso de esta novela. Además, la disposición tipográfica, a veces más cercana de la poesía que de la prosa –en la medida en que rompe el efecto “bloque” de los párrafos y opta muchas veces por las líneas sueltas o bien los párrafos de dos o tres líneas– no es ajena tampoco a la sensación de deslizarnos suavemente, sin esfuerzo, por el río de palabras y el hilo nunca interrumpido de la historia de las muertes en Madison.

Cercana por su forma a cierta narrativa de Faulkner y, por su contenido, al cine negro y a cierto cine americano que denuncia el modelo estadounidense –del cual American Beauty es un ilustre paradigma–, esta novela, me parece, acierta en el uso sistemático de los monólogos, por un lado, y, por otro, en el empleo casi exclusivo de los tiempos pretéritos. Efectivamente, los monólogos refuerzan, es más, encarnan la soledad y el aislamiento existencial de los habitantes de Madison; los espacios en blanco al inicio y al final de cada soliloquio marcan barreras elocuentes entre los personajes. Así, la evocación de cuerpos destrozados es, a mi ver, una mise en abîme de algo ya sensible en la forma global del libro: corpus fragmentado, elíptico, hecho de soliloquios en que se habla casi solamente de reminiscencias. En efecto, que los personajes "hablen" en pasado no es extraño;

sí lo es, en cambio, que el pretérito se emplee aun en momentos en los cuales, usualmente, se impone el presente –cuando se declara una verdad general o se describe el otoño en Madison, por ejemplo–. Creo que hay dos razones: los personajes hablan de lo que ya no existe para poner de relieve la irreversibilidad destructiva del tiempo, la fragilidad de las personas, los lugares, las vivencias; y algunos lo hacen, aun al referirse a sí mismos, porque están muertos, produciendo de esta forma una atmósfera fantasmal sobrecogedora. En este sentido, la nieve que cae sin tregua sobre Madison es también el olvido que, implacable, desciende sobre las vidas bruscamente interrumpidas, pero también sobre las otras, que prosiguen, como sombras, del otro lado de las ventanas escarchadas. El pueblo ficticio de Madison se revela entonces como una página en blanco que aguarda el aliento, la escritura, ya sea de sus vivos o de sus muertos. Pero en el último párrafo de la novela, caemos en la cuenta, a posteriori, de que esas voces no salen del limbo, sino de que es Amanda, una de las adolescentes protagonistas, quien les insufla la vida:


Amanda, me digo, Amandita, tienes diecisiete años y lo único que quieres es salir con vida de Madison. Y luego, algún día, escribir de los que dejaste atrás, enterrados bajo la nieve, algunos bajo tierra y otros mirando a la calle detrás de una ventana cubierta por la escarcha. Sí, sólo eso quieres, escribir sobre los vivos y los muertos.


En realidad, lo que hace Amanda no consiste en escribir sobre, sino desde los vivos y los muertos. Y a la referencia al juego de máscaras de Webb, el pederasta asesino, se suma, a mi ver, otro juego de máscaras: el de Amanda, la autora. Amanda, efectivamente, debe llevar una máscara distinta para hablar desde los diferentes personajes. Sólo así logra expresarlos por bocas muertas o cerradas por el dolor. Paradójicamente, sólo con esa distancia –identitaria y temporal– parece posible hablar desde lo sucedido, desde las intimidades inconfesables, el horror indecible e incluso el desequilibrio mental.

Este final no es anodino, pues nos invita a releer el libro desde otra óptica: como invención, como artificio literario que se reivindica como tal; pero es inobjetable que constituye, a la vez, una memoria urgente de la banalización de la violencia, del horror y el absurdo en la sociedad estadounidense posmoderna, ese gran cuerpo despedazado. Y por fin, de un modo más universal –pienso aquí en el epígrafe de Orhan Pamuk y en el leitmotiv del libro–, tal vez nos hable también de esa nieve tenaz que desciende día y noche, tan callando, sobre nuestras cabezas, y que tarde o temprano nos borra de la p

ágina.




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