miércoles, 23 de diciembre de 2009

El clima cambia, el hombre no

Acaba de concluir la XV Cumbre del Cambio Climático –llevada a cabo en Copenhague del 7 al 18 de diciembre de 2009– con la noticia previsible de que los más de 180 países que participaron en la reunión no llegaron a un acuerdo satisfactorio. De tanta verborragia para endulzar el oído –ninguno de los 130 presidentes presentes en Copenhague dejó de subrayar que se trataba de un momento “decisivo” y que resultaba urgente tomar decisiones “concretas” para salvar el planeta– sólo queda un acuerdo lo bastante débil e impreciso como para prever la agravación del cambio climático en los próximos años. ¿En qué consiste el acuerdo firmado por 28 países, entre los cuales se halla Estados Unidos y China, los mayores emisores del CO2? En la auto determinación, en el seno de cada país, de la importancia de la reducción de gases con efecto invernadero. En buen cristiano, esto significa que cada gobierno en función debe mostrar buena voluntad, portarse bien, y fijar de forma autónoma, sin ningún tipo de presión internacional, un límite plausible a sus emisiones de CO2, lo cual, como todos saben, representa la pérdida de muchísimo dinero para las arcas de cualquier estado. De hecho, por lo que se deduce de este acuerdo, cada gobierno debe portarse bien y perder muchísimo dinero precisamente en periodo de crisis económica…


La verdad es que, sin leyes que regulen de forma internacional la reducción de las emisiones de CO2, resultaría asombroso que uno de estos países se las auto impusiera más allá de lo simbólico. El ejemplo más llamativo es de los Estados Unidos, el mayor emisor de dióxido de carbono en el mundo, pues Barack Obama tuvo –o se mostró con– las manos atadas en Copenhague. ¿Por qué? Al parecer, sus opositores políticos podrían explotar en su contra una ley juzgada como drástica –pero efectiva ecológicamente– en virtud de la crisis económica y la necesidad urgente de salir de ella, cuestionando y debilitando una vez más –como sucedió con el tan polémico seguro de salud– el poder del presidente. ¿Y qué busca el político, Maquiavelo? Ya tener el poder, ya conservar el poder. Mientras tanto, un estadounidense promedio produce más de 20 toneladas de CO2 al año, cuando el promedio mundial es de 5,5 toneladas anuales por persona… Y ni hablar de los gobiernos de China e India, países que concentran, solos, cuarenta por ciento de la población mundial. En Copenhague, en efecto, los representantes de dichos países rehusaron de plano entrar en el juego de los “países ricos”, pues como países en vías de desarrollo no pueden “darse el lujo” de reducir el crecimiento de su sector energético, su industria, etcétera, que hará de ellos –a imagen de los países occidentales, que hoy los señalan como los principales culpables de que no se haya llegado a ningún acuerdo satisfactorio– países desarrollados y, por supuesto, felices. ¿Tal vez entonces, cuando hayan llegado a la cima de la pirámide del progreso, podrán al fin darse ese lujo? Siempre y cuando, en ese momento, no haya crisis económica…


¿Salvar el planeta? No, salvar al hombre. Sí, se trata, una vez más, de nuestro propio interés. Menos listos que los animales –los cuales presienten el peligro con suficiente antelación–, tal vez sólo caigamos en la cuenta de que no se trata de salvar la Tierra, sino de salvar el pellejo, una vez que nos encontremos frente a los cataclismos anunciados.


De hecho, ciertos estudios científicos parecen indicar que el comportamiento humano en el planeta corresponde, en gran escala, al de un virus en el cuerpo. ¿Seremos de verdad el virus de la Tierra? ¿Será el cambio climático una simple fiebre destinada, por mecanismos naturales, a eliminarnos?


Hace unos días, en un canal de la televisión francesa (TF1), pasaron una simulación de pronóstico meteorológico en diciembre de 2100. Basándose en cálculos muy serios, Météo France previo que, en esta época del año dentro de 90 años, hará un promedio de cuarenta y dos grados centígrados en el territorio hexagonal. ¡Nada mal para el periodo más frío del año! Tal vez yo ya no exista para entonces, pero me digo con horror que es muy probable que mis hijos, y los hijos de mis hijos, estén vivos en ese mes de diciembre infernal. Eso, a largo plazo; a corto plazo, Bolivia, que alberga cerca del 20 por ciento de los glaciares tropicales del planeta, puede conocer su propio infierno. Ciudades como La Paz y El Alto son particularmente vulnerables al derretimiento acelerado de los glaciares –por cierto, Chacaltaya ya es sólo un recuerdo–, pero el recalentamiento podría provocar inundaciones y sequías –más inundaciones, más sequías– en varias regiones del territorio nacional.


Por todo lo dicho, el acuerdo anémico de Copenhague pone el dedo en la llaga de un problema tan antiguo como el hombre: el del libre albedrío. ¿Se puede confiar en los hombres que firmaron el acuerdo? ¿Se puede confiar en los hombres de poder? ¿Se puede confiar en cualquier hombre? Platón critica el hecho de que la sociedad haya impuesto siempre la justicia y la responsabilidad, en lugar de transmitirla, y para ello utiliza una metáfora, la del anillo de invisibilidad. Razona que si un hombre tiene la posibilidad de salir impune tras cometer un delito, incluso un crimen –en este caso, siendo invisible–, es seguro que no dudará un instante en hacerlo –así como los gobiernos cuyas naciones se constituyen en los mayores emisores de CO2, libres de presiones, no dudarán en seguir velando por sus propios intereses–. De ahí que, para Platón, la ciencia suprema sea la ética: antes de cualquier otra enseñanza, inculcar en el hombre la necesidad de ser justo y responsable, ésa sería la verdadera educación. Por supuesto, la de Platón es una hermosa utopía. ¿Qué observamos hoy, tras la cumbre de Copenhague? El clima cambia, el hombre no. No sólo sigue vigente, sino que cobra un nuevo sentido –inquietante, sobrecogedor– a nivel mundial, la antigua sentencia de Plauto: El hombre es un lobo para el hombre.


¿Qué hacer? ¿Manifestar? Siempre y cuando no aparezca la policía danesa –de lo contrario emitiremos CO2, con dolor seguramente, desde una cama de hospital–. ¿Regocijarnos? Esta sería la actitud del cínico, la del misántropo –o la del verdadero ecologista–: Buenas Noticias: / la tierra se recupera en un millón de años / somos nosotros los que desaparecemos, escribió, jocoso, Nicanor Parra (Ecopoemas, 1983). ¿Resignarnos a la tragedia? Si esto es de verdad una tragedia, aun la actitud contraria resultaría inútil. ¿Tomar entre manos el problema, reducir a diario nuestras propias emisiones de dióxido de carbono? Si existe el libre albedrío, tal vez sea el momento de asumir la responsabilidad que éste implica; pero no por ello debemos perder la lucidez: mientras no se eleven a la altura del problema los acuerdos internacionales por limitar las emisiones de CO2 en los países industrializados, todos –también los países como Bolivia, cuya responsabilidad en el cambio climático es ínfima, por no decir nula– formaremos parte de la Crónica de una Destrucción Anunciada, fatalmente más allá de la problemática Norte–Sur, más allá de la Historia y de la noción de responsabilidad histórica.


Hiroshima, primero, y más tarde la crisis mundial de los misiles, nos empujaron a mirar con pavor el poder destructor del hombre y a sentir horror sagrado ante una fuerza hasta entonces reservada a los dioses: la de destruir el mundo, nuestro mundo, con un gesto de la mano. Ironía: hoy el problema es otro y miramos, con las tripas llenas de incertidumbre y un miedo inconfesable, cómo la naturaleza –a la que creíamos amenazar– es quien amenaza con borrarnos de la faz de la tierra. Y vivimos años calurosos –los más calurosos registrados en la historia–, resignándonos –o no– a que la madre que nos parió nos devore de una vez por todas.

martes, 24 de noviembre de 2009

Un relato de Alphonse Allais: intento de traducción


He aquí un pequeño relato de Le parapluie de l'escouade, cuarta parte de las Obras ántumas de Alphonse Allais. La traducción es casi literal, respetando una estructura en las frases que es extraña hasta en francés. Los pleonasmos son parte del sabor original impuesto por Allais.

Póstumo

Asistía regularmente todas las noches, en aquella época, a un pequeño café de la rue de Rennes donde me encontraba con una decena de amigos, estudiantes o artistas. Entre estos últimos, un joven alto, escultor, muy dulce, hasta un poco ingenuo. Le decían, nunca supe por qué, el Refinador.
En el bal Tonnelier, una noche, el Refinador levantó una jovenzuela muy pálida, de cuyos grandes ojos cafés se desprendían por momentos unas llamaradas inquietantes. Él se encariñó mucho y, desde aquel momento, no la dejó más.
Ella se llamaba Lucie.
Le aumentaron de Lammermoor, que un tipejo de la banda transformó en la madre Moreau. El nombre se le quedó.
Todas las noches, regularmente, a eso de las nueve, el Refinador y la madre Moreau llegaban al café.
Él jugaba una partida de billar, mientras que ella se instalaba a leer los diarios ilustrados, escuchando con gravedad los cumplidos que le hacían acerca de sus hermosos cabellos negros, de su exquisita piel blanca y de sus grandes ojos cafés.
En aquella época, no recuerdo cómo sucedió, el demonio del juego se apoderó de nosotros. El poker se volvió nuestro único dios.
En nuestra mesa, en lugar de las tranquilas charlas des antaño, resonaban :
– ¡Pago!... ¡Aumento cien!... ¡Mejor par rey!... ¡No le gana a una escalera real!
Una noche, el Refinador vino sin Lucie.
– ¿Y la madre Moreau? Preguntamos en coro.
– Está en Clamart, donde una de sus tías que está muy enferma.
La tía de Clamart nos inspiró a todos una sonrisa.
Esa noche, el Refinador ganó lo que quiso. Los demás intercambiábamos miradas que significaban claramente:
– ¡Que suerte de cornudo!
Pero el Refinador era tan buena gente que uno evitaba cuidadosamente apenarlo.
Al día siguiente, Lucie volvió. Nos informamos con una unanimidad conmovedora de la salud de su tía.
– Un poco mejor, gracias. Pero habrá que tener mucho cuidado. De hecho, vuelvo a verla el jueves.
El jueves, en efecto, el Refinador llegó solo. La suerte del otro día regresó, igual de insolente. Hasta a él le incomodaba. Nos decía a cada instante.
– De verdad, amigos míos, me abochorna dejarlos limpios de esta manera.
Un poco más y nos la hubiera devuelto nuestra mugre.
Las visitas a la tía de Clamart se hicieron cada vez más frecuentes y siempre coincidían con una suerte increíble para el Refinador. Con tanta regularidad que al final, cuando lo veíamos llegar solo, nadie quería jugar.
Él nunca se dio cuenta de nada. Tenía una fe inquebrantable en su Lucie.
Una noche, hacia la medianoche, lo vimos entrar como un loco, pálido, con los pelos de punta.
– ¿Y, qué tienes?
– ¡Oh! Si supieran... Lucie...
– ¡Pero habla de una vez!
– Muerta... hace un instante... en mis brazos.
Nos levantamos y lo acompañamos a su casa.
Era cierto. La pobrecita madre Moreau yacía sobre la cama, aterradora de lo fijos que estaban sus grandes ojos cafés.
El entierro fue a los dos días.
Ver al Refinador daba pena. A la salida del cementerio nos rogó que no lo dejáramos.
Pasamos la velada juntos, tratando de distraerlo.
Cuando cerró el café, la idea de regresar a su casa solo lo espantó.
Uno de nosotros se apiadó y propuso:
– Un pokercito en mi casa, ¿qué les parece?
Eran las dos de la mañana. Nos pusimos a jugar. Toda la noche el Refinador ganó, como no había ganado nunca, incluso en los mejores tiempos de la tía de Clamart. Con gestos de sonámbulo recogía sus ganancias que luego nos prestaba para que el juego siguiera.
Hasta que se hizo de día se le mantuvo la suerte, vertiginosa, loca.
Sin comunicar una palabra, teníamos todos la misma idea: "esta vez no podemos decir que es Lucie que lo engaña.”.
Al día siguiente, nos enteramos que la jovenzuela había sido desenterrada y violada durante la noche.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El callado descendimiento de la nieve



Sobre Los vivos y los muertos
, de Edmundo Paz Soldán



Advertencia: esta reseña revela el final de la novela.


Fragmento de la contratapa:

"Los jóvenes habitantes de Madison han construido un mundo de aspiraciones truncadas, secretos inconfesables y pasiones desatadas. En un breve espacio de tiempo las muertes de varios adolescentes convertirán la aparente armonía del pueblo en algo cercano a una maldición."

No creo que sea extraliterario afirmar que si una novela nos agarra y no nos suelta hasta el alivio de la última página, tiene que ser buena. Antes de darnos cuenta, estamos “apueblados” –como diría Ortega y Gasset–, de manera que no nos damos tregua hasta llegar al final de ese mundo que, por unas horas o unos días, nos ha habitado. Y aun después de la última página, ese mundo sigue presente en nosotros, como una huella, como una terca brasa verbal. Los vivos y los muertos, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, provoca ese efecto.

Novela construida a través de distintas voces pertenecientes a los habitantes de Madison, no funciona con capítulos ni grandes unidades, sino con una sucesión de monólogos breves. A la brevedad –e intensidad– de los monólogos, se suma la brevedad e intensidad de la obra. Es destacable este rasgo. Uno echa de menos el trabajo de síntesis en las novelas contemporáneas, en las cuales la extensión parece predominar sobre la densidad. No es el caso de esta novela. Además, la disposición tipográfica, a veces más cercana de la poesía que de la prosa –en la medida en que rompe el efecto “bloque” de los párrafos y opta muchas veces por las líneas sueltas o bien los párrafos de dos o tres líneas– no es ajena tampoco a la sensación de deslizarnos suavemente, sin esfuerzo, por el río de palabras y el hilo nunca interrumpido de la historia de las muertes en Madison.

Cercana por su forma a cierta narrativa de Faulkner y, por su contenido, al cine negro y a cierto cine americano que denuncia el modelo estadounidense –del cual American Beauty es un ilustre paradigma–, esta novela, me parece, acierta en el uso sistemático de los monólogos, por un lado, y, por otro, en el empleo casi exclusivo de los tiempos pretéritos. Efectivamente, los monólogos refuerzan, es más, encarnan la soledad y el aislamiento existencial de los habitantes de Madison; los espacios en blanco al inicio y al final de cada soliloquio marcan barreras elocuentes entre los personajes. Así, la evocación de cuerpos destrozados es, a mi ver, una mise en abîme de algo ya sensible en la forma global del libro: corpus fragmentado, elíptico, hecho de soliloquios en que se habla casi solamente de reminiscencias. En efecto, que los personajes "hablen" en pasado no es extraño;

sí lo es, en cambio, que el pretérito se emplee aun en momentos en los cuales, usualmente, se impone el presente –cuando se declara una verdad general o se describe el otoño en Madison, por ejemplo–. Creo que hay dos razones: los personajes hablan de lo que ya no existe para poner de relieve la irreversibilidad destructiva del tiempo, la fragilidad de las personas, los lugares, las vivencias; y algunos lo hacen, aun al referirse a sí mismos, porque están muertos, produciendo de esta forma una atmósfera fantasmal sobrecogedora. En este sentido, la nieve que cae sin tregua sobre Madison es también el olvido que, implacable, desciende sobre las vidas bruscamente interrumpidas, pero también sobre las otras, que prosiguen, como sombras, del otro lado de las ventanas escarchadas. El pueblo ficticio de Madison se revela entonces como una página en blanco que aguarda el aliento, la escritura, ya sea de sus vivos o de sus muertos. Pero en el último párrafo de la novela, caemos en la cuenta, a posteriori, de que esas voces no salen del limbo, sino de que es Amanda, una de las adolescentes protagonistas, quien les insufla la vida:


Amanda, me digo, Amandita, tienes diecisiete años y lo único que quieres es salir con vida de Madison. Y luego, algún día, escribir de los que dejaste atrás, enterrados bajo la nieve, algunos bajo tierra y otros mirando a la calle detrás de una ventana cubierta por la escarcha. Sí, sólo eso quieres, escribir sobre los vivos y los muertos.


En realidad, lo que hace Amanda no consiste en escribir sobre, sino desde los vivos y los muertos. Y a la referencia al juego de máscaras de Webb, el pederasta asesino, se suma, a mi ver, otro juego de máscaras: el de Amanda, la autora. Amanda, efectivamente, debe llevar una máscara distinta para hablar desde los diferentes personajes. Sólo así logra expresarlos por bocas muertas o cerradas por el dolor. Paradójicamente, sólo con esa distancia –identitaria y temporal– parece posible hablar desde lo sucedido, desde las intimidades inconfesables, el horror indecible e incluso el desequilibrio mental.

Este final no es anodino, pues nos invita a releer el libro desde otra óptica: como invención, como artificio literario que se reivindica como tal; pero es inobjetable que constituye, a la vez, una memoria urgente de la banalización de la violencia, del horror y el absurdo en la sociedad estadounidense posmoderna, ese gran cuerpo despedazado. Y por fin, de un modo más universal –pienso aquí en el epígrafe de Orhan Pamuk y en el leitmotiv del libro–, tal vez nos hable también de esa nieve tenaz que desciende día y noche, tan callando, sobre nuestras cabezas, y que tarde o temprano nos borra de la p

ágina.




martes, 10 de noviembre de 2009

Al pan, pan, y al vino, vino



Es fascinante la atracción que ejerce una buena caca. Sea de vaca, de perro o humana –si bien esta última parece ser la que goza de más atención por parte de cualquier ser vivo–, se convierte en pocos minutos en el centro de gravitación de las miradas, del olfato ofendido y, también, claro está, de los círculos de moscas que, siempre en vilo, parecen existir sólo para eso; o en todo caso, como si el instante del encuentro entre una caca y una mosca fuera algo precioso dentro de esa de por sí breve, intensa y, se entiende, preciosa vida. Es más: cuando han disminuido las miradas y el olfato humanos –digamos, al cuarto de hora–, puesto que la caca ha perdido ya esa mezcla de frescura y fuerza de los inicios, sólo las moscas parecen capaces de admirar la belleza de la caca, su calidad de mesa, banquete y recinto sagrado: todo a la vez.

Y entonces, ¡qué hermoso ver cómo ese objeto blando, tonto, sin vida, desborda de pronto de energía y amor y voracidad! Cena que se resiste a caer en el tedio de la sobremesa y, a la inversa, opta por la vida, arrugando el mantel, las servilletas, rompiendo los floreros, salpicando las paredes, traspirando los vestidos en una orgía bestial que dura años enteros; tampoco debemos olvidar que, para ellas, es siempre la última cena.

Y conforme pasa el tiempo, la caca ya no existe o existe solamente como un molesto obstáculo para los transeúntes que pasan cerca de ella o por sobre ella, o ya directamente la pisan sin piedad y siguen su camino, imparables, indiferentes, sin sospechar que, para ciertas privilegiadas, esa caca fue una intensidad y un crepúsculo y una despedida.

Pensar que así son las grandes obras bajo las alitas de los críticos.

sábado, 24 de octubre de 2009

Efectos nuevos. Alphonse Allais


Alphonse Allais (1854-1905) es un personaje singular de la literatura francesa. Se dice comunmente de él que fue un "cuentista y humorista". Esta descripción, aunque correcta, es insuficiente. Insuficiente porque olvida decirnos que, casi un siglo después, su obra no ha envejecido; los resortes cómicos funcionan aún de maravilla. Insuficiente porque olvida mecionar al poeta juguetón y transgresor, al Artista Incoherente, al conocedor de todas la cuerdas y trucos narrativos. Insuficiente, sobre todo, porque en la objetiva brevedad del enunciado se diluye --- ironicamente --- el hecho útil (1) para el profano: lo divertido que es leer a Alphonse Allais.

Para introducir adecuadamente al Escritor, es necesario citar dos puntos de vista. El primero es de André Breton según quien Allais tenía una imaginación poética situada en algún lugar entre aquella de Zenón de Elea y aquella de los niños. El segundo es el punto de vista de Allais mismo, quien dice con modestia ser "un poeta francés que echó una capa reluciente sobre la literatura de su país al final del siglo XIX y la mayor parte del siglo XX".

He aquí dos piezas de la obra de Allais, una de ellas semi-traducida.

Ligero espécimen de versos neo-alejandrinos

El verso neo-alejandrino, del que tengo el honor de ser el autor, se distingue del antiguo en esto que, en lugar de estar al final, la rima se encuentra al principio (ya era su turno).

Este nuevo verso tiene que estar compuesto de un promedio de doce pies; digo en promedio ya que no es necesario que cada verso en persona tenga doce pies.

Lo importante es que al final del poema, el lector tenga su cuenta exacta de pies. En caso contrario, el autor de expondría a reclamos, clamores perfectamente legítimos, aunque bastante molestos, lo entendemos.

He aquí un espécimen de estos versos neo-alejandrinos:


Cher ami gardéniste, amateur de bonne
11
Chère, on t'appelle à l'appareil téléphonique
12
Allô ! qu'y a-t-il ? --- Voici
7
À l'Hôtel Terminus (le fameux Terminus !)
12
Nous nous réunirons
6
(Nounous, le présent avis n'est pas pour votre fiole)
14
Samedi.. (non lundi) 20 mars à 7 heures précises
14
Ça me dit, cette proposition, et à toi aussi j'espère
17
Lundi 20 mars donc... (non samedi, mais non lundi)
13
L'un dit une chose, l'autre une autre, voilà comme on se trompe
16
On se les calera bien, fois d'Alf
9
Onse Allais ! après quoi suivront
8
Concert varié, danses lascives, bref le programme
14
Qu'on sert d'habitude dans nos cordiales et charmantes petites soirées
20
Amène ta bonne amie, ça nous fera plaisir
13
Amen ! Alphonse Allais
6


-----


192


Or 192/16=12 C. Q. F. D.


Rimes riches à l'oeil
ou
Question d'oreille.

Que d'éloges (...) ne pas descerner à ce jeune homme du collège de Mens (Isère), lequelle, dans un récent examen, montra la connaissance la plus profonde des époques mégalithiques, ce qui, huit jours auparavant, ne l'avait point empêché d'enlever, comme en se jouant, la sandale d'or interscolaire du Dauphiné, détenue jusqu'à présent par le lycée de Grenoble !

Aussi, M. Xavier Roux, le poète sourd-muet bien connu du pays, n'hésita-t-il pas à rimer, en l'honneur du jeune triomphateur, le joli sixain que voici :

Étonnant le jury par sa science en dolmens,
Le champion de footing du collège de Mens,
Gars aux vaillants mollets durs tels l'acier Siemens,
A passé l'autre jour de brillants examens.
Que je sois foudroyé sur l'heure si je mens !
In corpore sano, vive Dieu ! sana mens.

____________
(1) Esta palabra debe entenderse en el sentido bergsoniano.

martes, 8 de septiembre de 2009

La música del asombro (sobre lo fantástico)

Qué haríamos, pregunto, sin esta enorme oscuridad
Blanca Varela



Ni un género, ni una línea literaria, ni mucho menos una moda, lo fantástico es una ética, una estética y una poética. Una ética, porque da nuevo filo a la mirada; una estética, porque otorga nuevos rostros al cielo y al infierno; una poética, porque lo fantástico es un acto incesante.
En efecto, no somos testigos de lo fantástico: lo hacemos palpable, le damos contornos, trazos, líneas, sangre: es nuestra creación. Borges intuyó la estrecha relación entre los misterios fundadores de la metafísica(1) y el misterio suscitado la fisura fantástica(2). En cierto modo –dedujo–, las elucubraciones del hombre en su ignorancia no son más que arquitecturas fantásticas; en cierta forma, el universo, desde su origen, es fantástico. Así, elige el símbolo del laberinto que, en sus resonancias más íntimas, revela la perplejidad del hombre ante su propia creación.
Si el arte, en general, nace del asombro frente al ser, la especificidad de lo fantástico sería que, más allá de esta perplejidad elemental, estremece o inquieta la invención humana; paradójicamente, la creación de un fenómeno fantástico implica una fisura del lenguaje o de la imagen que, por mínima que sea, hace temblar el edificio entero de lo que, a priori y arbitrariamente, llamamos realidad.
La empresa pictórica de René Magritte es la ilustración por excelencia de una búsqueda por evocar, no lo real, sino el misterio de lo real. Un huevo y una jaula son objetos cotidianos; vinculados –el huevo dentro de la jaula–, suscitan en el espectador el extrañamiento (que, en cada hombre, es primitivo y final) frente a las cosas(3). También la obra de Magritte crea fisuras en el espectador: dudas, vacilaciones, temblores del marco seguro, habitual, de la percepción y el pensamiento. No otra cosa busca el pintor cuando funde dos objetos en uno solo: así, el pájaro-hoja de La saveur des larmes (1948) es la traducción plástica de una metáfora(4). Nunca la pintura estuvo tan cerca de la poesía. Cuadros como La clef des songes (1927) alumbran como relámpagos el abismo –de ordinario, tan discreto– entre las palabras y las cosas, recordándonos la arbitrariedad, pero también el misterio, del lenguaje de todos los días.
Vemos, pues, cómo la poesía, la narrativa y la pintura pueden ser abarcadas en esta definición de lo fantástico, cuyo efecto no estaría necesariamente vinculado a la aparición de un fenómeno sobrenatural, sino más bien a la extraña luz que el poeta(5), sutilmente, deja brotar de la realidad cotidiana.
El verdadero misterio no es lo invisible, sino lo visible, decía Wilde. Lo fantástico nos lo recuerda a cada instante: el asombro no es exclusivo de nuestro origen y destino; no, el misterio nos acecha a cada paso, en cada esquina, en cada palabra. Quien no recuerda este silencio medular, esta fértil humildad, está condenado a hundirse en la anestesia de los días.
¿Y el fuego en todo esto? No es la imagen, sino la encarnación misma del misterio. Según Bachelard, la ciencia es incapaz de explicar qué es el fuego; de este modo, desarma las teorías y “definiciones” propuestas hasta entonces, señalando el origen intuitivo, y a veces, mítico, de todas ellas(6).
Una anécdota: un amigo mío, de espíritu científico, me confió, en una charla apasionante, que la ciencia ha definido ya, por fin, el fuego. “Y, ¿qué es?”, le pregunté asombrado. Mi amigo contestó: “Es una oxidación rápida de la materia”. “¿Ésa es una definición o una descripción?”, respondí con malicia. “Es una descripción –convino él–, pero lo importante son los términos empleados”. “Entonces –repuse–, la ciencia no ha aportado nada al misterio del fuego, que, desde que el mundo es mundo, es un símbolo de lo efímero”. No sólo es el emblema de nuestra vida, sino de la destrucción y regeneración del mundo. Así, Heráclito escribió, con magnífica poesía, que el fuego es la materia misma de que está hecho el universo.
Heidegger afirma que el misterio es inherente la esencia de la verdad; no pocos científicos se han inclinado, en las últimas décadas, sobre los problemas filosóficos –cuya raíz, como se sabe, es la duda–, manifestando así un distanciamiento elocuente con respecto a la sagrada certeza que domina las ciencias exactas. Así, el premio Nobel de física, Ylia Prigogine, demuestra que las teorías son insuficientes frente a la complejidad del ser y que la certeza científica es solamente válida en una “ínfima parte de la realidad”(7). En efecto, “se ha tardado casi tres siglos en alcanzar los límites de los conceptos clásicos mediante el descubrimiento de la inestabilidad”. El tiempo, que ya no es el homogéneo y previsible de Newton, introduce inestabilidad en los fenómenos físicos y destruye así las teorías racionales, cuya petición de principio es, precisamente, la estabilidad de cualquier fenómeno. No es anodino que esta concepción del tiempo corresponda con la formulada por el mayor filósofo del siglo veinte, Bergson.
En efecto, la toma de conciencia sobre la complejidad y el carácter imprevisible del universo y los seres que lo habitan es, según Prigogine, un primer paso hacia una “nueva racionalidad”. No sería ésta otra máquina de certezas, sino un pensar profundamente humano. En efecto, La Nueva Alianza propuesta por el físico estriba no sólo en la reconciliación del hombre moderno con el misterio de la naturaleza, sino también en la dialéctica entre el saber y la incertidumbre –característica inequívoca de la filosofía–.
Ahora bien, este giro no es una renuncia, ni mucho menos una resignación, sino, como yo lo veo, una manifestación de lucidez, pues la filosofía, desde Sócrates, antes de ser el goce de las invenciones conceptuales y, como la poesía, un juego infinito con el lenguaje, es la esperanza, no de la certeza infundada, sino de la verdad.
Y la verdad es que el fuego constituye las cosas, porque nadie, ni siquiera la ciencia, ha llegado a explicar el fuego. A este respecto, Prigogine coincide con Bachelard cuando pone de manifiesto la arbitrariedad de las teorías establecidas por la física, debido a la falta de información sobre “las condiciones iniciales” –es decir, sobre el origen– de los fenómenos.
Y el laberinto sigue ardiendo.
Lo fantástico, el fuego y el juego se enlazan, encarnan el eterno movimiento del pensar y el hacer. Sólo la costumbre, el embrutecimiento, que, como decía Girondo, nos teje telarañas en los ojos, puede alejarnos de esta ética. Si la poesía moderna se propuso, en su impulso creador, luchar contra la indiferencia y la comodidad burguesa, lo fantástico ofrece, quizá de modo más universal, aguijonear al hombre moderno recordándole que, a cada paso, se abre un abismo, pues no somos menos misteriosos que las cosas que tocamos. Si el hombre es un ser de palabras(8), lo fantástico nos enseña que, en la raíz de aquéllas, no rige el vacío, sino la música del asombro.

Notas:
(1) ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es el universo?
(2) Esta “fisura” nace gracias al fenómeno, ya extraño, ya sobrenatural, que, en el texto fantástico, perturba el marco cotidiano en que se inscribe la narración. Así, es el efecto de la duda, creada en el lector, entre una explicación racional o irracional del fenómeno. Esta fisura –inquieta y, a la vez, apertura hacia la otredad– es, según Todorov, la característica fundadora del género fantástico.
(3) Les affinités électives (1933).
(4) El pájaro no es como una hoja: es una hoja y ésta, a su vez, es un pájaro.
(5) Etimológicamente, poeta no es el que escribe poesía, sino, de modo general, “el que hace“: el hacedor. Quizá René Char pensaba en ello cuando escribió que poeta es un término infinito, que alberga una multitud de identidades: “Rimbaud le Poète, cela suffit, cela est infini“, prólogo a la Obra Completa de Rimbaud (1965)
(6). El libro en cuestión es, desde luego, La psychanalyse du feu (1949)
(7). Todas las citas de Prigogine provienen de su ensayo titulado “¿Qué es lo que no sabemos?” (1995) (traducido por Rosa María Cascón), que empieza así: “¿Qué es lo que sé? Mi respuesta a esta pregunta es clara: muy poco. No digo esto por modestia excesiva, sino por una convicción profunda”. Valga la analogía, mutatis mutandis, con la célebre sentencia de Sócrates –Todo lo que sé es que no sé nada–, ilustre perplejidad formulada frente a las certezas de los Sofistas.
(8) “El hombre es un ser de palabras”, Octavio Paz, El arco y la lira.

martes, 18 de agosto de 2009

Presentación de Prosas Sacras (Plural Editores, 2009)













El día 23 de julio de 2009, en el auditorio del Espacio Simón I. Patiño de La Paz, se llevó a cabo la presentación de Prosas Sacras. A tiempo de agradecer las palabras, la generosidad, y admirar el ingenio de las lecturas que Eduardo Mitre, Juan Carlos Ramiro Quiroga, Fernando Iturralde y Jessica Freudenthal han hecho de esta mi primera obra, quisiera compartir fragmentos elegidos con el único fin de que usted, querido (deseado) lector, pueda sentirse invitado a manchar con sus dedos lo que el tiempo, con desprecio tal vez justificado, deposita sobre el sudor y el insomnio.
G.A.R.








1. Contratapa del libro, Eduardo Mitre





Poesía evanescente como el agua de la lluvia al sol, como la escritura a los ojos del lector. No sólo escritura fluida, sino escritura de la fluidez, que implica una conciencia lúcida del tránsito, del cambio, y también del acabamiento que signan nuestra condición o destino. De ahí que el agua sea, en la poesía de Guillermo-Augusto Ruiz (La Paz, 1982), el elemento predominante como imagen y realidad del universo, y asimismo, el principio que pauta el decir poético: “Una gota de tinta con la cual empezar el mundo. Una gota / De tinta. Una ínfima porción del pantano de Lerna.”, se lee en “Elogio de la Hidra”, poema que inaugura Prosas Sacras (título que, es obvio, evoca las profanas y célebres de Rubén Darío).


Cifra de la poesía de Ruiz, el agua señala asimismo el doble movimiento que alterna en su escritura, la cual se desplaza como “lluvia horizontal” (dicho sea con el título de uno de sus hermosos poemas) o movimiento vertical, precipitación, caída. De este modo, levedad y gravedad, agua y fuego, amor y soledad, pactan en una escritura que opta por la ondulación serpenteante de los textos de Francis Ponge, o por la línea recta a la manera de los criptogramas poéticos de René Char. “La muerte no tiene cara, pero uno tiene la cara de la muerte. / Y solo queda el deseo, el ardiente de ver alguna vez, cara a cara, nuestra propia cara”, escribe Ruiz.


Con idéntica brevedad y precisión se manifiesta la carta de creencia del poeta: la íntima correspondencia entre “La vida la poesía”, título y poema emblemático de su hacer poético:
"Es la leche de la noche. / Es la lluvia del alma en el hondo espejo de la muerte. / Es el manar de las palabras, del silencio / Que gotea en el cuenco de las manos. / Y todo es un incendio."
Este poema –demás está decirlo— es la mejor presentación de Prosas sacras, por cuyas páginas fluye una voz antigua y nueva para la poesía boliviana contemporánea.


EDUARDO MITRE





2. "El desplomar de sílabas en el vacío", Jessica Freudenthal






Desde el título, el poemario de Guillermo-Augusto Ruiz nos propone un juego, un enigma. Es un “libro de poemas”, ganador de una mención de honor en el Yolanda Bedregal, titulado Prosas Sacras.
La poesía se constata o verifica como “género” en el acto de lectura, en la relación con cada lector. Además, en algún momento se otorgó a la poesía un carácter sagrado, incluso “espiritual”. Contrapuesta a la “prosa”, ligada a “lo prosaico”, como dice el DRAE: col. Verborrea excesiva para expresar ideas banales y sin importancia. Aspecto de la realidad más vulgar o más lejano del ideal.
Pero son justamente estas afirmaciones las que este libro cuestiona. Pretender que hoy en día hay “géneros puros” es absurdo. Como decía Blanchot: "La literatura no soporta ya la distinción de los géneros y necesita romper esos límites". Citándolo nuevamente: "Un libro ya no pertenece a un género, todo libro remite únicamente a la literatura". Eso plantea el libro desde la tensión de su título: Prosas Sacras (un libro de poemas).
Este es un libro de relaciones dialécticas, tensiones constantes.
La primera tensión es la del silencio (llamémosle gráficamente espacio en blanco de la hoja) y el de la palabra (gráficamente expresadas por las palabras escritas en el papel). Así en el primer texto, “Elogio de la Hidra”, la voz poética enuncia:



Una gota de tinta con la cual empezar el mundo.



Esa gota que será tinta, que será sangre, que será mancha. Infinitas cabezas de lo monstruoso, aquello que debe mostrarse para ser, igual que la escritura.
Esta tensión entre el silencio –palabra, página en blanco– y la escritura, nos lleva a la tensión oximorónica y dialéctica de “lo claro y lo oscuro”. Y el poema que continúa se titula justamente de esa manera: Claroscuro, donde se reflexiona sobre la propia palabra, en una escritura metalingüística que juega como un vaivén de olas en el papel. Otro título que pone en evidencia esta tensión es "Transparencia del negro", texto que aparenta por su disposición en la página ser más cercano a la prosa.
En esta escritura de tensiones y dialécticas, no podía faltar la dialéctica vida - muerte que recorre todo el libro, fluye a través de él como un río. Y es justamente la imagen del río y la importancia del agua como elemento de vida/muerte la que se repite constantemente en el poemario. Esta metáfora es ya una metáfora clásica en la literatura, retomada en Prosas Sacras:


Porque todos somos
–Sangre y sueños sin fin–
Del silencio y el tiempo.

Porque todos somos
–Vida y muerte enlazadas–
El silencio y el tiempo.

El libro nos muestra la escritura como lluvia horizontal, un río: la noche fluye, la ciudad fluye, el agua es tinta… Y todo es escritura posible.
La nieve es la página en blanco, el río es escritura (mancha sin tintero), las hojas de los árboles son hojas de papel:
Hojas que danzarán la danza macabra con la muerte, esa danza bellísima que evoca vida y se dirige directamente hacia el fin.
"Ugly is as holy as beuty", citará el autor a Ginsberg para decir que “lo feo es tan sagrado como lo bello”, para confirmar su escritura dialéctica de aquello SACRO que confronta dos universos, dos mundos, dos formas de pensamiento.
En todo el texto, se da forma visible a la tensión entre el silencio y la palabra. El espacio en blanco como un silencio profundo. Recordándonos a Pizarnik, donde no sólo el vacío de la página representa al silencio, sino la utilización de conceptos opuestos, la contradicción, relaciones oximorónicas, porque la contradicción puede anular dos sentidos, pero también permite que el desplazamiento semántico dé lugar al silencio.
Casi al final del libro, las tensiones se resumen, las relaciones dialécticas alcanzan su mayor expresión en un incendio:



La vida la poesía




Es la leche de la noche.
Es la lluvia del alma en el hondo espejo de la muerte.
Es el manar de las palabras, del silencio
Que gotea en el cuenco de las manos.
Y todo es un incendio.

La vida la poesía es una leche de la noche, una leche blanca pero manchada por la oscuridad de la noche. Es una lluvia del alma (vida), una lluvia clara, pero que se refleja en el hondo espejo de la muerte.
La vida de la poesía es el manar de las palabras, palabras que salen desde el silencio, que son del silencio, palabras lluvia/ palabras agua que gotean en el cuenco de las manos. Y donde, para concluir, TODO ES UN INCENDIO.
Quizás los poemas en prosa eran una rareza en tiempos de Baudelaire y Bertrand, pero bien sabemos que el problema del lenguaje es justamente el de sus transformaciones, a todo nivel.
El fuego limpia, pero deja el tizne de las cenizas. Este libro se quema a sí mismo, para levantarse de sus propias cenizas.
O en las palabras del poeta:



Poesía, digo, y se oye un desplomar
De sílabas en el vacío.







No hemos resuelto el enigma, vagamos entre prosa, entre poesía, entre prosa poética, relato, caligramas, poesía visual… La esfinge nos traga, y nos devuelve todas las posibilidades de lectura, los ilimitados límites de los “géneros” literarios.


Jessica Freudenthal
La Paz, julio de 2009





3. "Prosas sacras o el descaro de la paradoja", Fernando Iturralde





El pensamiento no es nada sin alguna cosa que lo obligue a pensar, que violente al pensamiento. Más importante que el pensamiento es aquello que “da qué pensar”; más importante que el filósofo, el poeta.

Gilles Deleuze


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Una de las más violentas figuras del lenguaje, aquella que parece cumplir a la perfección lo que dice Deleuze sobre la poesía como aquello que violenta al pensamiento, es la paradoja. La paradoja constituye una de las más eficientes formas del lenguaje en el momento de suscitar alguna reflexión, de avivar el pensamiento. La paradoja llega y, con una concreción alarmante, nos da un ladrillazo en la cabeza como conminándonos a pensar. La paradoja es, por lo tanto, una de las principales aliadas de la filosofía. Ahora, ¿qué tiene que ver la paradoja con la poesía? ¿No es la poesía moderna el lugar privilegiado de lo paradójico? ¿No encontramos en Baudelaire, en Rimbaud, en Verlaine, en Artaud, en Michaux, ese afán por dar cuenta de aquello que la opinión común, que la doxa, no toma en cuenta, de aquello que escapa al marco de consideración del sentido común? Pero no sólo existe una voluntad de ir al encuentro de lo establecido, de la norma, no existe únicamente el afán de “dar la contra”; hay también, y primordialmente, un esfuerzo por demostrar cómo es que lo que la opinión común considera como opuestos radicales no es más que el producto de un mismo origen, no es sino lo mismo. Una vez más la ley parece cumplirse: todo aquello que desea diferenciarse excesivamente lo hace porque busca ocultar un origen común; la diferencia es el disfraz de la identidad.




Lo primero que observamos al leer Prosas sacras es el descaro de la paradoja: ¿cómo es posible que la prosa sea sacra? ¿Cómo puede ser que la forma del lenguaje que le pertenece a todo el mundo, desde el político hasta el publicista, la prosa, esa cosa tan degradada, pisoteada e insignificante, sea algo sacro? ¿Qué hay de sagrado en la bajeza, en la vileza de la prosa? Una respuesta apresurada podría replicar: “a lo mejor la forma es profana, pero los contenidos son sacros”. Pero esta respuesta elude el problema de manera fácil y no se fija en la realidad de las cosas: muchos de los poemas que componen Prosas sacras están marcados por la voluntad de poner en el lugar de lo sagrado aquello que repugna, la mierda misma, un pedazo de carroña insignificante. En el lugar de lo sagrado, nos encontramos de pronto con una insignificancia, con una cochinada; en el lugar del sacerdote, el pedófilo que roba niños. Precisamente con esto encontramos uno de los principales elementos de la paradoja: la paradoja no se caracteriza por presentar por un lado la opinión común y, luego, por otro, la opinión contraria. No es como si las dos cosas estuviesen separadas, como si en la paradoja se tratara simplemente de decir lo contrario de la opinión común; no, lo grandioso y lo siniestro de la paradoja es que precisamente tiene la capacidad de demostrarnos que lo que pensábamos radicalmente opuesto, no es más que la otra cara de lo mismo. La paradoja nos muestra que sólo puede ser sacro aquello que contiene en sí lo más elevado y lo más bajo al mismo tiempo; sólo en la medida en que algo es despreciable, insignificante, obsceno, demasiado violento, demasiado impactante, tanto así que ya no se puede asimilar, que algo puede ser sagrado. Lo sagrado se confunde con su opuesto, que no es lo profano, sino lo repugnante. Como bien ha demostrado René Girard, lo sagrado es un producto de un acto sanguinario, de un acto violento, de la más bárbara y cruenta de las acciones, de los crímenes más bajos, del mecanismo de asesinato colectivo más cobarde que se pueda imaginar: lo sagrado sólo surge a partir de la violencia. En esto, Nietzsche tenía toda la razón: “¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las cosas buenas!"



Esta paradoja no sólo se expresa en el título, sino en el espíritu mismo del poemario (bástenos leer atentamente la sección titulada “Relámpagos”): no hay ningún tipo de concesión ante “la maldición de la miel”, ante la dulzura de la imagen armónica; todo está contaminado, infestado por el crepitar del fuego, el chirrido de los metales, los vapores y vahos de las labores metalúrgicas, el crujido de los huesos, “las aguas de hierro”, “las costillas rotas”, “la carne deshecha”, “los restos de flores”, “los peces anhelantes del río”, “la respiración turbada por los mosquitos clavados en el aire”. Y es que la paradoja misma sobre la cual el poemario entero se funda, en ese común origen, en esa coincidencia escandalosa entre lo sagrado y lo violento, entre la crudeza de lo repugnante, del asco y lo aterrador y grandilocuente de lo divino; esa mismísima paradoja está expresada por quien forja, a duras penas, con el mugroso sudor de la frente, estas prosas. Se trata de Hefesto. Es el dios del fuego, de la fragua, de la técnica, de las labores manuales quien está encargado de hacer materialmente estos poemas. Hefesto es, pues, el laborioso, el trabajador manual, aquel que, precisamente en la medida en que trabaja excesivamente con herramientas que fungen de prótesis para su cuerpo es un deforme, un cojo, feo y enano. Hefesto es la encarnación de la ambigüedad de lo sagrado a la que hacíamos referencia. Estamos ante la poderosa intuición de una imagen que se encarga en un mismo movimiento de enaltecer y divinizar al poeta y de denigrarlo y arrastrarlo por la mugre. Es que Hefesto implica, a un tiempo, esa divinidad extraña y conflictiva pero netamente creadora y a la vez la condición moderna del poeta como aquel que trabaja, compone sus poemas como el más vil de los seres: el torpe manufacturero que pretende ganarse el pan con aquello que escribe. Cabe recordar el profundo desprecio que se tenía en la Antigüedad por el trabajo manual, por la labor terrenal del esfuerzo. Como sugiere Gilbert Simondon, ese desprecio se fundaba –muy probablemente- en la asociación que se hacía entre el trabajo manual, que usualmente implicaba la manipulación de alguna herramienta, y la fisionomía deforme de quien se dedicaba a ese tipo de labores. Así, para Platón, el trabajador manual, el mecánico, pero muy específicamente, el herrero, era un hombre “enano y calvo”. En cierta forma, Hefesto era la versión divina de ese problema: en su destino estaba escrita esa doble suerte: su deformidad implicaba su laboriosidad y viceversa. Por eso aquí el poeta surge como un dios creador, forjador –en el sentido más material del término-, pero esa capacidad sólo se puede decir de su humillante condición actual de trabajador de las letras, de obrero del lenguaje. Hefesto está condenado y al mismo tiempo es un dios; es el expulsado, el rechazado, el hazmerreír, la causa de la burla, el chivo expiatorio de los conflictos entre Zeus y Hera, el trabajador deforme y, a la vez, el dios capaz de conquistar los favores de Afrodita, el amo y señor del fuego, el creador de los objetos más preciados de la mitología griega. Hefesto es, propiamente un condenado, un condenado a una labor divina y repugnante: “a enfrentar sin fin los rostros del fuego”.





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Ante tanta paradoja, uno podría terminar creyendo que los poemas de Guillermo-Augusto Ruiz son complicados, intricados, de difícil acceso, oscuros, plagados de un hermetismo impenetrable… Pero es todo lo contrario. De hecho, sorprende la simplicidad, la llaneza, la claridad, la evidencia, la sencillez con que los abismos más vertiginosos son afrontados. No hay una pose forzada que se quiera oscura y misteriosa. La vieja pose del hermetismo no se asoma por ningún lado. Y sin embargo eso no quiere decir que no haya una terrible profundidad. En el discurso “La montaña de los olivos”, Zarathustra habla de la admiración que siente por todos aquellos que, silenciosos y enigmáticos, saben ocultar el misterio que llevan consigo. Eso da la impresión de profundidad en sus aguas: “Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta. Pero existe otro tipo de hombres enigmáticos que porque son profundos no necesitan aparentar una supuesta profundidad: su profundidad aparece con evidencia en su superficie, en la llaneza y claridad de lo que dicen. “Pero los luminosos, los bravos, los transparentes -ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara- lo traiciona.” Es ese el mayor logro de Prosas Sacras: es una demostración de que no hay necesidad de enturbiar las aguas para ser profundo, que al contrario las aguas más claras son las que dejan translucir lo abismal del pozo. No hay un pretil que haga creer que el pozo es profundo y peligroso. Aquí las advertencias no sirven de nada, pues la profundidad y el vértigo son un hecho, aparecen plenamente. El abismo está cerca; aquí se lo dice claro, eximio. A fin de cuentas, la poesía no es más que eso: “Vértigo tapizado de huesos –sin pretil hacia el abismo.”


Fernando Iturralde Roberts





4. Los dos textos escritos por el poeta y ensayista Juan Carlos Ramiro Quiroga, más conocido en la blogosfera como "mister K":
http://www.culpinak.blogspot.com/
http://www.arbork.com.bo/ver_entrada.php?id=120&tipo=8






5. MUESTRA DEL LIBRO




OFICIO DE HEFESTO





Origen



Parido para ser partido –y no por un rayo, sino por el asco relampagueante de su propio padre–. No hay otro que, como él, anuncie a Lucifer; pero ni luz ni orgullo ni alas que se desgajan en las mandíbulas del aire: sólo un cuerpo desnudo y deforme como un árbol en invierno, un cuerpo a punto de hender la tierra sedienta de sangre.
Así nace Hefesto: de la humillación, de la muerte, se levanta, pone un pie en la tierra y se levanta, como el mismísimo fuego de la raíz de la ceniza: el pecho y la barba manchados de lodo y estiércol, una sola llama vertical, una sola herida radiante, de pie en la oscuridad.






En la sombra



Y la faena fija
Sobre el eje de la herida.
Y la fugacidad ficticia
De las horas y los huesos.
Y el reflejo de los ojos
En el filo del hierro.
Y el fuego en la frontera
De los rasgos que se esfuman.
Y tanta lava en fuga
Y tanta furia
Para forjar un solo
Relámpago.





Frente al espejo


Era tan hermosa aquella caja,
Cerrada. Ni las cadenas de Prometeo
Te libraron de tu vicio. Ahora,
Tu vida entera brota
Del yunque, en un haz de chispas.
Y es tu destino de hierro
Enfrentar sin fin los rostros del fuego.