jueves, 29 de julio de 2010

Presentacion del libro de cuentos El fuego y la fábula


LA EDITORIAL GENTE COMUN Y EL ESPACIO SIMON I. PATIÑO TIENEN EL HONOR DE INVITARLO A LA PRESENTACION DEL LIBRO DE CUENTOS -GANADOR DEL PREMIO NACIONAL DE LITERATURA SANTA CRUZ DE LA SIERRA 2009- EL FUEGO Y LA FABULA, DE GUILLERMO-AUGUSTO RUIZ. LA PRESENTACION SE LLEVARA A CABO EN EL ANEXO DEL ESPACIO SIMON I. PATIÑO (AV. ECUADOR, ESQ. BELISARIO SALINAS), EN LA CIUDAD DE LA PAZ, HOY JUEVES 29 DE JULIO A PARTIR DE LAS 19H. HABRA VINO DE HONOR. LOS ESPERAMOS.

domingo, 11 de julio de 2010

Memoria del vértigo


Las pupilas ascienden
en alta caída.
Memoria del vértigo
Eduardo Mitre



El tiempo no es un transcurso impermeable, sino la percepción creadora que la conciencia –la laberíntica conciencia– proyecta sobre la realidad. En otras palabras, el tiempo no es una cosa ni un medio, sino el acto nuestro de cada día. Esta verdad que nos legó Bergson pude experimentarla en carne propia gracias a un viaje, que aún no termina, y a la ciudad de La Paz.


Cuando llegué a Toulouse, Francia, en septiembre de 2001, todo me pareció nuevo, pequeño, pulido, como de juguete. Recuerdo que escribí, desdeñoso, hablando de esta ciudad: Es como si sus vidrios no pudiesen cortarme. Meses antes, había adoptado la costumbre de salir de la U.M.S.A., para luego remontar –la mochila al hombro en noche cerrada– la Seis de Agosto, todo el Prado, subir hasta la Plaza Murillo, perderme en las calles que siguen subiendo, y volver a bajar, entrar en alguna librería, después seguir hasta la plaza San Francisco donde solía encontrar un sitio libre en algún trufi –casi siempre entre el conductor y algún señor de respetable bigote y bastón que, indefectiblemente, se me hincaba en las costillas–, iniciando así el descenso de nuestra ínclita montaña rusa, cuyas curvas vertiginosas –sobre todo, las de Kantutani–, resultaban más intensas cuando, crujiente en la radio que captaba mal la estación, una buena cumbia las acompañaba, dotándolas de ritmo festivo. Con todo, recuerdo esos descensos de vértigo como un adentrarme en aguas pasivas, un entrecerrar los ojos y dejarme caer, acunado por las luces que se iban encendiendo más allá de las curvas, en ese magma eléctrico que es La Paz, de noche, a los pies del Illimani.


El ascenso era otro cantar. Temprano, para ir a la U, me subía al micro y le decía al conductor: Hasta la Avenida Arce. Estudiante. Entonces el maestro asentía de perfil sin comprobar mi pinta de universitario, yo le depositaba en la mano la módica suma de veinte centavos y me dirigía al fondo del inmenso vehículo. (Nunca más he visto nada semejante, los buses de aquí son largos, pero muy estrechos; los micros, en cambio, tienen pasillos de palacio, asientos amplios como de calesa real y, a esa hora, iban casi vacíos.) Me acomodaba, como he dicho, en el fondo del micro, al lado de la ventanilla y, sin demora, sacaba mi libro (en ese primer año de U descubrí a Paz, Girondo, Vallejo, al Neruda de Residencia en la tierra, y no esperaba más que el instante de sentarme y reanudar la lectura). En estas circunstancias, y conforme el micro se esmeraba en no avanzar, me iba ganando un estado tan dionisíaco como ascético. Dionisíaco por la secreta fiesta de los sentidos; ascético por el pudor del goce, la humildad de sus medios. Era como estar sentado a la sombra de un árbol, oyendo el rumor del agua. Y el río que se movía –tan paulatinamente– a mi lado, tras los vidrios sucios, era la ciudad. Podía sentir su presencia, sus olores filtrándose por las rendijas de la ventanilla –humos de motores averiados, frituras de buñuelos y vapores de Api–, y ver el flujo –allí abajo– de los trufis, taxis, minibuses, trazando en el asfalto estelas de humo negro. El micro subía con un esfuerzo tembloroso de metales destartalados y, en virtud de la parsimonia del motor, las frecuentes paradas –precedidas por un leve chirrido– pasaban desapercibidas para el lector que, viajando casi inmóvil, soñaba ya con la tucumana (con harto ají, caserita) de mediodía. La verdad es que siempre me bajaba del micro con la sensación de estar perdiendo algo –tal vez la ilusión de un tiempo dentro del tiempo, la falacia de que la sucesión puede detenerse–. Ahora sé que no era más que un ocioso a quien, precisamente, le sobraba tiempo.


Este sube y baja constante y ruidoso es lo primero que extrañé en el viejo continente. Toulouse, como la gran mayoría de las ciudades europeas, es una llanura de calles y avenidas sin norte ni sur. La sensación de ascender y de descender desaparece, y sólo queda el intrincado ramaje de las callejas o bien, en la periferia, el nido de culebras de las autopistas. Como he dicho, nada me parecía real, pues me resultaba demasiado bonito, demasiado limpio, como de plástico. La realidad tenía que ser áspera y vertiginosa, o no ser. Así descubrí el tiempo de Bergson: miraba Toulouse y, en un relámpago, recordaba –veía– La Paz. La proyectaba. (Tal vez de esta forma abría un tercer tiempo, el del regreso.) Al mirar uno de estos buses fantasma, blancos y asépticos, que se deslizan en silencio por las avenidas, veía el micro de mis lecturas, traqueteando sus metales de colores orgullosos y arrancándole los últimos estertores al motor. Al mirar el asfalto impecable de las veredas tolosanas, veía aceras rotas, desniveles resbalosos, gradas de piedra gastada, astillada en los bordes, grietas abruptas tentando al distraído. Cuando miraba el Garona, ancho y magnífico, caudaloso y verde de aguas, veía el Choqueyapu. Esto implicaba varias visiones: al mirar una onda verde, veía un eructo en la superficie del agua turbia, corriendo entre promontorios de basura; al mirar a un esquiador acuático tirado por una lancha a motor, veía las sombras de los niños, al anochecer, saltando de isla en isla, entre los bidones de plástico y la ropa puesta a secar; de tal forma que, al mirar el agua inquieta, veía la fijeza de la tierra, de mi tierra. Frente al Garona, redescubrí el Choqueyapu: supe lo excepcional que es este río no-río, que se abre paso entre el fango y la basura, en delgadísimos brazos de agua color café. Un río sin agua. Eso era. Aunque sabía –o tal vez precisamente por eso– que no era veraz, la idea me gustó. Abro un cuaderno de esa época, recorro sus páginas borroneadas y, debajo del título “Choqueyapu”, encuentro estas líneas:

Explosiones de excremento, excavaciones concéntricas. Alguien se busca en ese tiempo sin tiempo. Alguien extrema la sangre en un estertor de bocas nocturnas. Huérfano, alguien enluta el semen de Dios. Inútil mirar al cielo cuando en las aguas sin agua alguien busca[1].

Con el paso de los años descubrí que Toulouse puede ser muy sucia y que, en el Garona, se puede ver ratas radioactivas con ojos fosforescentes, grandes como perros. Pero esa ya es otra historia. Sólo quise compartir el tiempo particularmente híbrido (¿qué tiempo es puro?) que viví en esa primera época en Toulouse: mis aguas partidas entre dos espacios y dos tiempos. Un ejemplo vivido de cómo hacemos el tiempo –conciencias polifónicas y creadoras– cuando los ríos corren ajenos, y los relojes se desgastan en círculos.


¿Qué pasó después? Apenas si vale la pena decirlo. Poco a poco, como era de esperarse, el presente –la fiesta de los sentidos– retomó el control de mi conciencia. Pero hay relámpagos que perduran, ausencias que acompañan; la de La Paz es grande. Porque vivo, trato de vivir el Carpe Diem, y procuro huir de la memoria del vértigo, y es un goce saber que es inútil.



[1] ¿Quién se busca? ¿Quién busca? La vida es un río sin agua; el tiempo, nuestro tiempo, prescinde del líquido, la arena o las agujas. En este vacío buscamos y nos buscamos. Este el semen de Dios, dividido entre el día y la noche. Inútil mirar al cielo; aquí está nuestro abismo.