He aquí un pequeño relato de Le parapluie de l'escouade, cuarta parte de las Obras ántumas de Alphonse Allais. La traducción es casi literal, respetando una estructura en las frases que es extraña hasta en francés. Los pleonasmos son parte del sabor original impuesto por Allais.
Póstumo
Asistía regularmente todas las noches, en aquella época, a un pequeño café de la rue de Rennes donde me encontraba con una decena de amigos, estudiantes o artistas. Entre estos últimos, un joven alto, escultor, muy dulce, hasta un poco ingenuo. Le decían, nunca supe por qué, el Refinador.
En el bal Tonnelier, una noche, el Refinador levantó una jovenzuela muy pálida, de cuyos grandes ojos cafés se desprendían por momentos unas llamaradas inquietantes. Él se encariñó mucho y, desde aquel momento, no la dejó más.
Ella se llamaba Lucie.
Le aumentaron de Lammermoor, que un tipejo de la banda transformó en la madre Moreau. El nombre se le quedó.
Todas las noches, regularmente, a eso de las nueve, el Refinador y la madre Moreau llegaban al café.
Él jugaba una partida de billar, mientras que ella se instalaba a leer los diarios ilustrados, escuchando con gravedad los cumplidos que le hacían acerca de sus hermosos cabellos negros, de su exquisita piel blanca y de sus grandes ojos cafés.
En aquella época, no recuerdo cómo sucedió, el demonio del juego se apoderó de nosotros. El poker se volvió nuestro único dios.
En nuestra mesa, en lugar de las tranquilas charlas des antaño, resonaban :
– ¡Pago!... ¡Aumento cien!... ¡Mejor par rey!... ¡No le gana a una escalera real!
Una noche, el Refinador vino sin Lucie.
– ¿Y la madre Moreau? Preguntamos en coro.
– Está en Clamart, donde una de sus tías que está muy enferma.
La tía de Clamart nos inspiró a todos una sonrisa.
Esa noche, el Refinador ganó lo que quiso. Los demás intercambiábamos miradas que significaban claramente:
– ¡Que suerte de cornudo!
Pero el Refinador era tan buena gente que uno evitaba cuidadosamente apenarlo.
Al día siguiente, Lucie volvió. Nos informamos con una unanimidad conmovedora de la salud de su tía.
– Un poco mejor, gracias. Pero habrá que tener mucho cuidado. De hecho, vuelvo a verla el jueves.
El jueves, en efecto, el Refinador llegó solo. La suerte del otro día regresó, igual de insolente. Hasta a él le incomodaba. Nos decía a cada instante.
– De verdad, amigos míos, me abochorna dejarlos limpios de esta manera.
Un poco más y nos la hubiera devuelto nuestra mugre.
Las visitas a la tía de Clamart se hicieron cada vez más frecuentes y siempre coincidían con una suerte increíble para el Refinador. Con tanta regularidad que al final, cuando lo veíamos llegar solo, nadie quería jugar.
Él nunca se dio cuenta de nada. Tenía una fe inquebrantable en su Lucie.
Una noche, hacia la medianoche, lo vimos entrar como un loco, pálido, con los pelos de punta.
– ¿Y, qué tienes?
– ¡Oh! Si supieran... Lucie...
– ¡Pero habla de una vez!
– Muerta... hace un instante... en mis brazos.
Nos levantamos y lo acompañamos a su casa.
Era cierto. La pobrecita madre Moreau yacía sobre la cama, aterradora de lo fijos que estaban sus grandes ojos cafés.
El entierro fue a los dos días.
Ver al Refinador daba pena. A la salida del cementerio nos rogó que no lo dejáramos.
Pasamos la velada juntos, tratando de distraerlo.
Cuando cerró el café, la idea de regresar a su casa solo lo espantó.
Uno de nosotros se apiadó y propuso:
– Un pokercito en mi casa, ¿qué les parece?
Eran las dos de la mañana. Nos pusimos a jugar. Toda la noche el Refinador ganó, como no había ganado nunca, incluso en los mejores tiempos de la tía de Clamart. Con gestos de sonámbulo recogía sus ganancias que luego nos prestaba para que el juego siguiera.
Hasta que se hizo de día se le mantuvo la suerte, vertiginosa, loca.
Sin comunicar una palabra, teníamos todos la misma idea: "esta vez no podemos decir que es Lucie que lo engaña.”.
Al día siguiente, nos enteramos que la jovenzuela había sido desenterrada y violada durante la noche.
Póstumo
Asistía regularmente todas las noches, en aquella época, a un pequeño café de la rue de Rennes donde me encontraba con una decena de amigos, estudiantes o artistas. Entre estos últimos, un joven alto, escultor, muy dulce, hasta un poco ingenuo. Le decían, nunca supe por qué, el Refinador.
En el bal Tonnelier, una noche, el Refinador levantó una jovenzuela muy pálida, de cuyos grandes ojos cafés se desprendían por momentos unas llamaradas inquietantes. Él se encariñó mucho y, desde aquel momento, no la dejó más.
Ella se llamaba Lucie.
Le aumentaron de Lammermoor, que un tipejo de la banda transformó en la madre Moreau. El nombre se le quedó.
Todas las noches, regularmente, a eso de las nueve, el Refinador y la madre Moreau llegaban al café.
Él jugaba una partida de billar, mientras que ella se instalaba a leer los diarios ilustrados, escuchando con gravedad los cumplidos que le hacían acerca de sus hermosos cabellos negros, de su exquisita piel blanca y de sus grandes ojos cafés.
En aquella época, no recuerdo cómo sucedió, el demonio del juego se apoderó de nosotros. El poker se volvió nuestro único dios.
En nuestra mesa, en lugar de las tranquilas charlas des antaño, resonaban :
– ¡Pago!... ¡Aumento cien!... ¡Mejor par rey!... ¡No le gana a una escalera real!
Una noche, el Refinador vino sin Lucie.
– ¿Y la madre Moreau? Preguntamos en coro.
– Está en Clamart, donde una de sus tías que está muy enferma.
La tía de Clamart nos inspiró a todos una sonrisa.
Esa noche, el Refinador ganó lo que quiso. Los demás intercambiábamos miradas que significaban claramente:
– ¡Que suerte de cornudo!
Pero el Refinador era tan buena gente que uno evitaba cuidadosamente apenarlo.
Al día siguiente, Lucie volvió. Nos informamos con una unanimidad conmovedora de la salud de su tía.
– Un poco mejor, gracias. Pero habrá que tener mucho cuidado. De hecho, vuelvo a verla el jueves.
El jueves, en efecto, el Refinador llegó solo. La suerte del otro día regresó, igual de insolente. Hasta a él le incomodaba. Nos decía a cada instante.
– De verdad, amigos míos, me abochorna dejarlos limpios de esta manera.
Un poco más y nos la hubiera devuelto nuestra mugre.
Las visitas a la tía de Clamart se hicieron cada vez más frecuentes y siempre coincidían con una suerte increíble para el Refinador. Con tanta regularidad que al final, cuando lo veíamos llegar solo, nadie quería jugar.
Él nunca se dio cuenta de nada. Tenía una fe inquebrantable en su Lucie.
Una noche, hacia la medianoche, lo vimos entrar como un loco, pálido, con los pelos de punta.
– ¿Y, qué tienes?
– ¡Oh! Si supieran... Lucie...
– ¡Pero habla de una vez!
– Muerta... hace un instante... en mis brazos.
Nos levantamos y lo acompañamos a su casa.
Era cierto. La pobrecita madre Moreau yacía sobre la cama, aterradora de lo fijos que estaban sus grandes ojos cafés.
El entierro fue a los dos días.
Ver al Refinador daba pena. A la salida del cementerio nos rogó que no lo dejáramos.
Pasamos la velada juntos, tratando de distraerlo.
Cuando cerró el café, la idea de regresar a su casa solo lo espantó.
Uno de nosotros se apiadó y propuso:
– Un pokercito en mi casa, ¿qué les parece?
Eran las dos de la mañana. Nos pusimos a jugar. Toda la noche el Refinador ganó, como no había ganado nunca, incluso en los mejores tiempos de la tía de Clamart. Con gestos de sonámbulo recogía sus ganancias que luego nos prestaba para que el juego siguiera.
Hasta que se hizo de día se le mantuvo la suerte, vertiginosa, loca.
Sin comunicar una palabra, teníamos todos la misma idea: "esta vez no podemos decir que es Lucie que lo engaña.”.
Al día siguiente, nos enteramos que la jovenzuela había sido desenterrada y violada durante la noche.
1 comentario:
Jajaja, muy bueno, Don Hanibal. Para entender este cuentillo picante de Allais, hay que recordar el dicho franchute: "Feliz en el juego, desgraciado en el amor". Humor "negrazo" del bueno.
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