Es fascinante la atracción que ejerce una buena caca. Sea de vaca, de perro o humana –si bien esta última parece ser la que goza de más atención por parte de cualquier ser vivo–, se convierte en pocos minutos en el centro de gravitación de las miradas, del olfato ofendido y, también, claro está, de los círculos de moscas que, siempre en vilo, parecen existir sólo para eso; o en todo caso, como si el instante del encuentro entre una caca y una mosca fuera algo precioso dentro de esa de por sí breve, intensa y, se entiende, preciosa vida. Es más: cuando han disminuido las miradas y el olfato humanos –digamos, al cuarto de hora–, puesto que la caca ha perdido ya esa mezcla de frescura y fuerza de los inicios, sólo las moscas parecen capaces de admirar la belleza de la caca, su calidad de mesa, banquete y recinto sagrado: todo a la vez.
Y entonces, ¡qué hermoso ver cómo ese objeto blando, tonto, sin vida, desborda de pronto de energía y amor y voracidad! Cena que se resiste a caer en el tedio de la sobremesa y, a la inversa, opta por la vida, arrugando el mantel, las servilletas, rompiendo los floreros, salpicando las paredes, traspirando los vestidos en una orgía bestial que dura años enteros; tampoco debemos olvidar que, para ellas, es siempre la última cena.
Y conforme pasa el tiempo, la caca ya no existe o existe solamente como un molesto obstáculo para los transeúntes que pasan cerca de ella o por sobre ella, o ya directamente la pisan sin piedad y siguen su camino, imparables, indiferentes, sin sospechar que, para ciertas privilegiadas, esa caca fue una intensidad y un crepúsculo y una despedida.
Pensar que así son las grandes obras bajo las alitas de los críticos.
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