Lupus est homo homini, non homo,
Quom qualis sit non novit.
Plauto
Una es la historia de un rey que, después de infinitos naufragios, vuelve robusto e invencible a su isla querida; la otra es la historia de un príncipe que asesina a su padre, desposa a su madre y se quita los ojos para no ver lo que han hecho sus manos. Estas dos historias podrían ser una y la misma.
El día en que Telémaco se despertó con vértigo, Ulises ya se había apostado, disfrazado de mendigo, en el umbral de una de las puertas de su ansiado palacio. Enfrente, el corro amenazante de los pretendientes ya vaciaba rojas copas y fuentes rojas y llenaba el salón con el estruendo de sus risas carniceras. Nadie vio al príncipe bajar las escaleras, ni acercarse, con una sonrisa, a una de las mesas, ni echar un vistazo, sin duda comprometedor, hacia el umbral, pues ese muchacho tímido no podía –ni podría nunca– con ellos. Unos decían que sus numerosos viajes –que se querían diligencias políticas– eran meras dispersiones de un príncipe presa del tedio; otros, no dudaban en afirmar que eran indignas formas de volver la espalda a la infamia que Penélope sufría, día y noche, en la casa de Ulises.
¿Cómo hacerles ver a estos cerdos –pensaba Telémaco– que en las islas he conocido el esplendor del poder? ¿Que los reyes, como los dioses, miran siempre hacia el porvenir? ¿Que detrás de cada rey veía yo una cara, y era la mía? ¿Que al contemplar, en mi último viaje, la puesta de sol, he visto mi pronta inmersión en la sangre? ¡Malditos cerdos, devorad y revolcaos de risa, porque ha llegado la hora de la siega!
La historia la escriben los vencedores –y la escriben como les gusta. La victoria del viejo Ulises no puede entenderse sin el socorro divino; pero si el hombre le es fiel a la divinidad, ¿qué ansiedad consoladora atribuye fidelidad al dios –o a la diosa–? ¿La presencia de la golondrina –y no del búho– durante la escena de la matanza, no es acaso el emblema secreto de la primavera que fundan esas muertes?
Ya bañada la gran sala con los cuerpos flácidos de los pretendientes, Ulises mira, impotente y sin flechas, el brillo íntimo de la espada que blande, salpicado de sangre, un muchacho radiante, y piensa en vano que no lo conoce; Telémaco mira al viejo y sólo ve encarnada la infinita espera.
La historia la escriben los vencedores –y la escriben como les gusta. El parricidio y el incesto manchan incontables páginas de
Yo quiero la gloria –piensa Telémaco, la cara manchada de sangre–, no la infamia. Así, para las generaciones venideras, yo seré Ulises, que ha vuelto de infinitos naufragios para vencer; yo seré Ulises, que, disfrazado de mendigo, ha dado muerte a los pretendientes de Penélope; yo seré Ulises y Telémaco será el hijo paciente y leal que todos anhelamos en silencio. Nadie sabrá que en el tálamo conyugal no es el amor eterno, sino la realeza carnal, lo que se ramifica.
Ulises no llegó a cambiar los andrajos por el manto púrpura, no dejó nunca de ser Nadie.
Pero quizá Nadie es un nombre fraguado por el poder, una llave secreta para abrir la historia detrás de la historia. Quizá Nadie es la máscara verbal y el alivio de un hombre detrás de Ulises.
Entonces, todo sería un quitarse los ojos para no ver y no ser visto. Entonces, todo sería un quitarse los ojos para no ver lo que hacen –más allá del bien y del mal, más acá de la terrible belleza– las manos del hombre.