miércoles, 29 de diciembre de 2010

La deriva de Telémaco


Lupus est homo homini, non homo,

Quom qualis sit non novit.

Plauto


Una es la historia de un rey que, después de infinitos naufragios, vuelve robusto e invencible a su isla querida; la otra es la historia de un príncipe que asesina a su padre, desposa a su madre y se quita los ojos para no ver lo que han hecho sus manos. Estas dos historias podrían ser una y la misma.

El día en que Telémaco se despertó con vértigo, Ulises ya se había apostado, disfrazado de mendigo, en el umbral de una de las puertas de su ansiado palacio. Enfrente, el corro amenazante de los pretendientes ya vaciaba rojas copas y fuentes rojas y llenaba el salón con el estruendo de sus risas carniceras. Nadie vio al príncipe bajar las escaleras, ni acercarse, con una sonrisa, a una de las mesas, ni echar un vistazo, sin duda comprometedor, hacia el umbral, pues ese muchacho tímido no podía –ni podría nunca– con ellos. Unos decían que sus numerosos viajes –que se querían diligencias políticas– eran meras dispersiones de un príncipe presa del tedio; otros, no dudaban en afirmar que eran indignas formas de volver la espalda a la infamia que Penélope sufría, día y noche, en la casa de Ulises.

¿Cómo hacerles ver a estos cerdos –pensaba Telémaco– que en las islas he conocido el esplendor del poder? ¿Que los reyes, como los dioses, miran siempre hacia el porvenir? ¿Que detrás de cada rey veía yo una cara, y era la mía? ¿Que al contemplar, en mi último viaje, la puesta de sol, he visto mi pronta inmersión en la sangre? ¡Malditos cerdos, devorad y revolcaos de risa, porque ha llegado la hora de la siega!

La historia la escriben los vencedores –y la escriben como les gusta. La victoria del viejo Ulises no puede entenderse sin el socorro divino; pero si el hombre le es fiel a la divinidad, ¿qué ansiedad consoladora atribuye fidelidad al dios –o a la diosa–? ¿La presencia de la golondrina –y no del búho– durante la escena de la matanza, no es acaso el emblema secreto de la primavera que fundan esas muertes?

Ya bañada la gran sala con los cuerpos flácidos de los pretendientes, Ulises mira, impotente y sin flechas, el brillo íntimo de la espada que blande, salpicado de sangre, un muchacho radiante, y piensa en vano que no lo conoce; Telémaco mira al viejo y sólo ve encarnada la infinita espera.

La historia la escriben los vencedores –y la escriben como les gusta. El parricidio y el incesto manchan incontables páginas de la Grecia antigua, no las excepcionales, en que las fuerzas divinas niegan el cambio y perpetúan a un rey cansado, no el excepcional asombro de los hombres frente a la posibilidad del regreso en el tiempo.

Yo quiero la gloria –piensa Telémaco, la cara manchada de sangre–, no la infamia. Así, para las generaciones venideras, yo seré Ulises, que ha vuelto de infinitos naufragios para vencer; yo seré Ulises, que, disfrazado de mendigo, ha dado muerte a los pretendientes de Penélope; yo seré Ulises y Telémaco será el hijo paciente y leal que todos anhelamos en silencio. Nadie sabrá que en el tálamo conyugal no es el amor eterno, sino la realeza carnal, lo que se ramifica.

Ulises no llegó a cambiar los andrajos por el manto púrpura, no dejó nunca de ser Nadie.

Pero quizá Nadie es un nombre fraguado por el poder, una llave secreta para abrir la historia detrás de la historia. Quizá Nadie es la máscara verbal y el alivio de un hombre detrás de Ulises.

Entonces, todo sería un quitarse los ojos para no ver y no ser visto. Entonces, todo sería un quitarse los ojos para no ver lo que hacen –más allá del bien y del mal, más acá de la terrible belleza– las manos del hombre.


miércoles, 22 de diciembre de 2010

Concurso internacional de relato breve Tinta Fresca



He aquí la segunda convocatoria al concurso internacional de relato breve Tinta Fresca, con la novedad de que este año la editorial Gente Común, de La Paz, va a publicar un libro con los cuentos finalistas y, por supuesto, con el ganador. Para leer las bases, ve al sitio de Urbandina: www.urbandina.bo.vg

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Qué miran los muertos?

(Para cerrar el mes de los muertos, ofrecemos esta hermosa foto de Roberto Dorado y, a modo de reconocimiento, un texto mío inspirado en ella.)

¿Qué miran, desde su colmena, los muertos? Cuando asoman entre las fisuras de las flores como un poco de humedad o miasma, ¿qué miran los muertos? ¿Miran a los huéspedes del cementerio que se retiran con el viento, dejando huellas tibias en la tierra? Cuando se yerguen como musgo, alargándose sobre las letras metálicas de un nombre vacío, ¿qué miran los muertos? ¿Pueden forzar los candados, el óxido del olvido? ¿Puede su sombra traspasar las membranas de cemento? Prisioneros del vidrio, ¿qué miran los muertos? ¿Miran el cielo, esos jirones azules que pasan? ¿Miran pasar esos andrajos divinos, llenos de escupitajos? ¿Hay esperanza entre los muertos? ¿Existe ese vicio entre las flores marchitas y el agua estancada? ¿O es que los muertos se miran cara a cara, día a día, irremediablemente, como nosotros aquí arriba?


miércoles, 24 de noviembre de 2010

Gritos demenciales: una locura necesaria




Presentada hace una semana ya la primera antología de cuentos de terror realizada en BoliviaGritos demenciales (La Paz, Editorial Gente Común, 2010)–, no deja de resultar extraño el que un libro asídonde figuran nada menos que 33 relatos terroríficos– se publique y se difunda en un panorama tradicionalmente dominado por la ficción realista.

Es la señal inequívoca de una apertura genérica y, a la vez, de una voluntad legítima: la de llenar brechas que nuestra literatura –inclinada al realismo por lo extraordinario de su realidad– ha ido dejando en su camino. Tal vez por eso Daniel Averanga y Willy Camacho –compilador y editor respectivamente– decidieron cristalizar lo que flotaba en el aire de forma dispersa, reuniendo en este libro relatos inquietantes que dialogan con nuestra literatura (al negar la función social y meramente referencial del cuento), pero también con la literatura universal (Le Fanu, Poe, Hawthorne, Lovecraft, Maupassant, Horacio Quiroga, etcétera), poniendo en valor una función fundamental de la ficción: la de remitir no sólo al espacio exterior, sino también al espacio interno, donde, si le creemos a Lovecraft, reside el terror verdadero: nuestro nervio más antiguo. Espacio en que, de igual modo, vibran las raíces animales que nos unen más acá de las diferencias socioculturales y las fronteras geográficas.

Pero no encerremos en un solo espacio la diversidad y riqueza de esta antología. Los 22 autores presentes no cantamos –contamos, para ser más exacto– en el mismo coro. Mejor así. ¿Acaso la heterogeneidad no es otro atractivo de Gritos Demenciales? De ahí que los cuentos giren alrededor de tres ejes: “Lo terrenal”, “El umbral” y “Lo sobrenatural”, dibujando cuidadosamente esa curva que va del espacio exterior al interno, de lo referencial a lo imaginario, del espacio en apariencia estable al delirio o la demencia. Como si fuera poco, a esta variedad de registros y de visiones del terror se suma la pluralidad formal: el libro recoge microrrelatos, relatos breves y cuentos más bien extensos. Se nota, pues, la voluntad de abarcar, en un plano horizontal, una gama representativa de lo que, hoy por hoy en Bolivia, podría clasificarse como “relato de terror”.

De modo complementario, el amplio espectro temporal que cubre esta selección parte de autores como Jaime Nisttahuz (1942) o Manuel Vargas (1952), pasa por escritores como Edmundo Paz Soldán (1967) o Wilmer Urrelo (1975) y llega a una contemporaneidad extrema, con la producción de autores nacidos en la década de los ochenta. Dos notas introductorias, de Daniel Averanga y de Liliana Colanzi respectivamente, constituyen sendos umbrales para adentrarse en esta selección tan rica como unitaria.

En suma, no creo que este libro deje indiferente a quien se anime a sumergirse en él. A los compiladores y a la editorial se les agradece esta locura necesaria que, felizmente, generará otras.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Primer día



Los niños son crueles. Mi madre acababa de morir y yo no sabía lo que me esperaba en el orfanato de la Santísima Trinidad.

Hasta hoy recuerdo esa máscara.

Era de color carne, con agujeros a la altura de las narices y los ojos –y las cejas triangulares, de hilo negro, daban al conjunto un aire diabólico–. No le presté atención, entonces, porque fuera el famoso monstruo del que hablaban todos. Esa máscara –la primera que veía en la vida– era de por sí tan terrible que sentí vértigo.

Miré esas manos morenas y lampiñas, y no encontré nada en ellas que pudiera corroborar el cuento que, desde que llegué, corría de boca en boca en aquella fiesta de bienvenida en el sótano: que esa careta ocultaba a un monstruo. Pensando en esto noté que unos cuantos pelos negros sobresalían como púas en la parte superior de la máscara, pero luego, respondiendo a una palmadita en el hombro, me giré y, cuando quise volver a verla, me encontraba ya rodeado de oleadas de niños. Las monjas –quién sabe por qué milagro o maldición– se habían ausentado. ¿Acaso no es una fiesta?, pregunté entonces. Pero no de disfraces, se rieron ellos. ¿Por qué un monstruo? Nadie sabe…, empecé a decir. ¡Nadie aguantaría!, fue la respuesta de algún vivo, y las risas redoblaron de intensidad.

Empecé a dudar: tal vez no era una broma, tal vez esa careta, de por sí diabólica, ocultaba de veras algo insospechadamente horrendo. Viendo que había mordido el anzuelo, me dijeron que, en realidad, no creían que fuera feo, sólo tímido. Y que yo era pajarito nuevo y tenía que hacerlo. En ese momento, el grupo se apartó y, por segunda vez en mi vida, me estremecí con la tela color carne, con la mirada inquieta a través de los agujeros negros, con la sonrisa demoníaca en la abertura para la boca. Dale, no seas maricón, ordenó alguien, y quebró el incómodo silencio que se había formado alrededor.

La presión que pesaba sobre mí era insoportable.

De pronto la música y el bullicio me parecieron inmensamente ajenos, como si la fiesta fuera en otra casa. Demasiado tarde caí en la cuenta de que, arrepentidos o por gastarme una broma, todos se habían ido echando chispas, que yo era el único idiota plantado delante del monstruo, el cual, al advertir que estábamos solos, se me acercó todavía más.

Está mirándome sin miedo. Cara a cara, puedo sentir su respiración mezclarse con la mía. Pestañea como si contuviera un impulso. Adivino su deseo: tenderme la mano, iniciar una amistad lejos de los otros niños… Quizá por eso me adelanto y alargo yo la mía.

Ignoraba qué era, pero de inmediato supe que esa superficie plana y fría no contenía nada más que una imagen. Y luego comprendí el largo encierro de mi infancia entre paredes vacías, comprendí la palidez ojerosa de mi madre y porqué siempre me pedía, llena de ternura o de terror, que por Dios nunca, pero nunca, me llevase las manos a la cara –a la superficie áspera que, creía yo, era mi cara–. Gracias a Dios y a los milagros de la memoria, no puedo recordar qué vi cuando, ese primer día en el mundo, me quité la máscara.

Tantos años después, ya no tengo miedo. Nadie dejará que me vea a la cara. Y la máscara que me confeccionaron –puedo comprobarlo cada vez que estoy frente al espejo– me da un aspecto normal. Piel blanca, levemente rosada, como de plástico, ojos almendrados, abertura para los labios con las comisuras sonrientes. Me da un aire amable y sencillo. Así me llevo bien con todos. Monjas, médicos, enfermeras, benevolentes que traen, desde el otro lado de estas paredes blancas, toda clase de tés, dulces, reposterías y, para mí, libros y cuadernos de regalo. Traen todo eso, además del olor a humo de autos y grasa de comideras y tabaco. El olor del mundo. Todos me quieren y son buenos conmigo. Ya nadie me llama monstruo ni demonio ni malparido.

Pero hay días en que me canso. Me canso de ser esta máscara, por muy rosada y sonriente que sea. O justamente por eso. Me canso de no ser yo. Me canso de tener casi cuarenta años y no saber quién soy. Tal vez un día –tiene que ser un día, con la luz entrando a borbotones por los ventanales–, uno de estos días, en el comedor. Cuando todos estén comiendo con sus cucharas y baberos, encorvados, babeantes... Y las monjas estén rezando en las esquinas o sirviendo la comida y tengan que hacerse la señal de la cruz mientras todos se atragantan porque les estaré sonriendo de verdad.

sábado, 2 de octubre de 2010

El paraguas de Manhattan


Eduardo MITRE.- El paraguas de Manhattan.- prólogo de Antonio Muñoz Molina, Valencia, Editorial Pre-textos, 2004.- 99 p.




Eduardo Mitre (Oruro, 1943) es una de las figuras más importantes de la poesía boliviana contemporánea. Hace varios años que reside en Nueva York. Hasta la fecha, su obra poética comprende once libros. En su primera producción – Morada (1975), Mirabilia (1979) –, predominan las técnicas ideogramáticas; en lo sucesivo – lo fundamental puede encontrarse en la antología personal El peregrino y la ausencia (Madrid, 1988) –, las formas cambian, mas no la poesía; así lo anota Guillermo Sucre: “aun en lo mejor de su obra despojada de tal estilo, se siente que parece buscar siempre dibujar el mundo”. Esta dimensión plástica la volvemos a encontrar en El paraguas de Manhattan, consagrada – valga la analogía – por la admirable pulcritud de la edición de Pre-textos. Otro atractivo de la edición: las cinco páginas introductorias del escritor español Antonio Muñoz Molina.
El libro se divide en cuatro partes no numeradas sino precedidas por epígrafes significativos tomados de Withman, Bishop, Lautréamont, Wordswoth y Gutiérrez Nájera; la primera (17 poemas de extensión media), corresponde a una celebración de Manhattan; la segunda (7 poemas sensiblemente más breves), traduce el duelo del poeta frente a la violencia generalizada; la tercera (15 poemas), contrapone al duelo la experiencia de la solidaridad a través de ciertos personajes urbanos; la cuarta (un solo poema extenso que da nombre al libro) resuelve la tensión en la escritura misma.
Muñoz Molina traza las líneas mayores de la poesía de Mitre: “poesía del mundo”, afiliada por su “hermosa terrenalidad” a Lucrecio o Whitman; pero no se trata aquí de parafrasear el prólogo – excelente umbral a la obra del boliviano –, sino de llenar los resquicios que deja en cuanto a la apreciación del libro. Pues si bien Muñoz Molina insiste en la desvinculación de esta escritura con respecto a la tradición romántica, no destaca por ello la singularidad de El paraguas de Manhattan dentro de la tradición de poesía hispánica escrita en Nueva York, que cuenta con poemarios centrales como Versos Libres de José Martí, Diario de poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez, Poeta en Nueva York de García Lorca, por nombrar sólo los más importantes.
Mitre se inscribe, pues, ya desde el título, en esta línea; pero no se trata de una adhesión acrítica, sino más bien de un desplazamiento al margen de esta tradición. Ello se debe a que a la visión predominante – negativa, desgarrada – de la metrópolis, se contraponen aquí un tono celebratorio y un erotismo inusitados en la poesía hispánica de Manhattan.
Por un lado, la dicotomía entre campo y ciudad, presente de modo explícito en Martí e implícito en Jiménez y Lorca, no encuentra una prolongación en Mitre. La ciudad no es un cuerpo mutilado, sino al contrario un cuerpo deseable por la plenitud de sus formas. El poemario se abre con “Ciudad a primera vista”:

Dos ríos como dos brazos que la ciñen y estrechan. Puentes que cuelgan y brillan como pulseras.

Esta imagen funde el elemento natural (ríos) con el elemento urbano (puentes) bajo el signo del abrazo carnal. Ahora bien, la armonía escultórica de la visión es reforzada por la asonancia de las rimas: lo plástico extático y lo musical fluyente, como lo femenino y lo masculino, son dos cuerpos que se compenetran, logrando la unidad que erige la ciudad en “estatua del movimiento”.
El libro se abre, pues, con la celebración de un cuerpo en la plenitud erótica, de tal modo que el nombre mismo de la ciudad, en un juego verbal admirable, se hace metáfora de ese cuerpo:

Lo deletreo, lo paladeo, lo unto con mi saliva: ya coitus linguae: Manhattan, Manwoman, Manwithman.

Por otra parte, la paradoja del horror y la fascinación frente a Nueva York, frecuente en los poetas antes citados, cede espacio en Mitre a una experiencia erótica del cuerpo urbano, que pasa de la plenitud a la vivencia dérmica de la muerte. Cabe hablar entonces, no de contraposiciones, sino más bien de matices en una intención general de celebración. Ello es tanto más cierto cuanto que muchos de los poemas elegíacos del libro no responden, como en los otros poetas, a una vivencia negativa de Manhattan, sino que al contrario construyen el duelo a partir del cuerpo herido de la ciudad (11-S). Pero es la violencia universal – partiendo del mito fundador de Caín y Abel – la piedra de los epitafios de este libro.
Finalmente, la actitud con que dichos poetas han abordado a Nueva York, viendo en ella una antítesis de la espiritualidad, se convierte aquí en una búsqueda ética a través de los personajes de la ciudad. Ello es tangible en el tratamiento de ciertos tópicos urbanos: a la experiencia de la soledad en la muchedumbre, Mitre contrapone la experiencia del diálogo con personajes marginales. Entonces se despliega “la cuerda de las palabras” que – como el poema – crea un vínculo, el cual aspira a ser “un modesto / pero impagable triunfo / sobre tantas desapariciones”. Frente a lo marginal no es, pues, la tradicional actitud de denuncia la que se impone, sino más bien una reflexión, a menudo metapoética, sobre la comunicación y la memoria, formas de la solidaridad.
Aquí cabe destacar la función especular que cumplen ciertos poemas de El paraguas de Manhattan; el poema homónimo es paradigmático de ello: un paseo por las calles mojadas de la ciudad se nos revela como un paseo por el texto poético. En esta caminata, el sujeto lírico se sirve de “la pluma de [su] paraguas” – metáfora que transporta del poema a la calle y de la calle al poema – para comentar, como parte del paisaje urbano, sus propias imágenes. La ciudad aparece, pues, no sólo como un referente real, sino también como una escritura en proceso de gestación. Éste es uno de los rasgos más originales del libro.
En cuanto a la forma, cabe destacar el verso breve, que ya es característico de la escritura de Mitre; ello guarda relación con la tradición oriental cultivada en algunos de sus libros; la musicalidad y la forma estrófica, sin embargo, corresponden al canon lírico clásico. Ahora bien, como anota el prologuista, es notable la narratividad que, vehiculada por un lenguaje y una prosodia coloquiales, desestabiliza el verso: Mitre juega (como jugara Apollinaire con la irregularidad métrica) a crear una tensión entre el Orden y la Aventura, entre el lirismo atemporal y el habla urbana moderna.
Con todo, se lamenta la desaparición de algo que ha caracterizado a la obra de Mitre: el juego de la espacialización tipográfica que, tomando en cuenta las referencias continuas a la pintura en este libro (Hopper, Pollock, Rothko), no puede sino echarse de menos. Además, ¿no resulta limitada la forma estrófica para dar cuenta de la metrópolis profunda? A veces, en efecto, es tangible el desfase – metapoetizado – entre la modestia formal y el desorden explosivo de lo urbano:

El pasaje es un hermoso mercado y el peligro la enumeración. Pero uno no es totalitario y pasa llevándose apenas un arcoiris de aromas de surtido sabor.

Cierto, para Martí, Jiménez, Lorca y Mitre, el espacio de producción no es el mismo; pero si en los tres primeros prevalece una actitud espiritualista, en Mitre, en cambio, el sujeto lírico y el cuerpo urbano establecen un campo de tensiones eróticas. Cierto, ello lo acercaría a Withman, pero recordemos que para el gran poeta norteamericano Manhattan es ante todo un símbolo de la democracia; dimensión política ajena a este libro, en que la sensualidad es fatalmente dionisíaca.
Pero quizá el atractivo principal de El paraguas de Manhattan no resida tanto en la erotización de la metrópolis cuanto en la configuración de un alma neoyorquina, lograda a través de la compenetración de la música, la pintura y la palabra.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Unito de derecha


En lo alto

Cerdo tres veces cerdo. Cerdo grande como tres vacas cerdas. Cerdo tendido en el lodo, inmundo. Cerdo cuyo gruñido resuena en esa panza gorda, como en una caverna. Cerdo con la cabeza baja, futbolero, como Botero. Cerdo miope con las pestañas tiesas. Cerdo que no encuentra trufas, que trota y caga y trota. Cerdo que sonríe con la muerte cerda entre los dientes. Cerdo ingenuo y loco. Cerdo con pezones negros de cerda que se pelean los cerdos. Cerdo domesticado ¿Perro o cerdo ?

Indio no, cerdo.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Campanas


Abstract: Como diría el profesor A. G.: « trop facile ».

Son golpes gordos

Suenan, resuenan las putas campanas. Letanía enésimamente dominical. Golpes gordos que se contagian al aire, en ondas, mil latidos cuadrúpedos con giba, despertando los tímpanos a pisotones y sofocando los cesos con la presión de la sangre. Se suman los golpes — ¡otro más! —, que festejan al primero, lo mojan, lo estiran, lo ensanchan, como curtiendo una panza de vaca, gorda.

Hasta el oro de mis dientes tiembla con las putas campanas. Que esas ni son de oro, pero cómo les gusta hacerse notar el domingo. Porque bailan a choques, cual novias culonas lanzadas con la embriaguez de un barco orureño.

Y buenas nuevas traen las putas campanas, o eso dice mi mujer ya lista para ir a misa. Pero a mí me dejan sordo temblando la borrachera.


sábado, 11 de septiembre de 2010

"La llaga", de Eduardo Mitre




Hoy, 11 de septiembre, nueve años después del evento que ha cambiado el mundo, he elegido un poema de Eduardo Mitre (Oruro, 1943) que remite a ese instante visto tantas veces e increíble todavía. Además, ofrece una mirada muy distinta a la del poema de Eugenio Montejo sobre “lo nuestro”.


Sí, eso, lo visto y lo revisto mil veces

con ojos incrédulos.


Eso, lo del calvario de los inocentes

hacia el cadalso en pleno cielo.


Eso, lo de las torres y vidas

cercenadas como dos senos.


Eso, a la luz gloriosa de una mañana

convertida en infierno.


Sí, eso: lo maléfico,

lo victimario, lo matadero,


lo de ellos y de nosotros,

lo de siempre, lo nuestro.



Eduardo Mitre, El paraguas de Manhattan, 2004.