Los niños son crueles. Mi madre acababa de morir y yo no sabía lo que me esperaba en el orfanato de la Santísima Trinidad.
Hasta hoy recuerdo esa máscara.
Era de color carne, con agujeros a la altura de las narices y los ojos –y las cejas triangulares, de hilo negro, daban al conjunto un aire diabólico–. No le presté atención, entonces, porque fuera el famoso monstruo del que hablaban todos. Esa máscara –la primera que veía en la vida– era de por sí tan terrible que sentí vértigo.
Miré esas manos morenas y lampiñas, y no encontré nada en ellas que pudiera corroborar el cuento que, desde que llegué, corría de boca en boca en aquella fiesta de bienvenida en el sótano: que esa careta ocultaba a un monstruo. Pensando en esto noté que unos cuantos pelos negros sobresalían como púas en la parte superior de la máscara, pero luego, respondiendo a una palmadita en el hombro, me giré y, cuando quise volver a verla, me encontraba ya rodeado de oleadas de niños. Las monjas –quién sabe por qué milagro o maldición– se habían ausentado. ¿Acaso no es una fiesta?, pregunté entonces. Pero no de disfraces, se rieron ellos. ¿Por qué un monstruo? Nadie sabe…, empecé a decir. ¡Nadie aguantaría!, fue la respuesta de algún vivo, y las risas redoblaron de intensidad.
Empecé a dudar: tal vez no era una broma, tal vez esa careta, de por sí diabólica, ocultaba de veras algo insospechadamente horrendo. Viendo que había mordido el anzuelo, me dijeron que, en realidad, no creían que fuera feo, sólo tímido. Y que yo era pajarito nuevo y tenía que hacerlo. En ese momento, el grupo se apartó y, por segunda vez en mi vida, me estremecí con la tela color carne, con la mirada inquieta a través de los agujeros negros, con la sonrisa demoníaca en la abertura para la boca. Dale, no seas maricón, ordenó alguien, y quebró el incómodo silencio que se había formado alrededor.
La presión que pesaba sobre mí era insoportable.
De pronto la música y el bullicio me parecieron inmensamente ajenos, como si la fiesta fuera en otra casa. Demasiado tarde caí en la cuenta de que, arrepentidos o por gastarme una broma, todos se habían ido echando chispas, que yo era el único idiota plantado delante del monstruo, el cual, al advertir que estábamos solos, se me acercó todavía más.
Está mirándome sin miedo. Cara a cara, puedo sentir su respiración mezclarse con la mía. Pestañea como si contuviera un impulso. Adivino su deseo: tenderme la mano, iniciar una amistad lejos de los otros niños… Quizá por eso me adelanto y alargo yo la mía.
Ignoraba qué era, pero de inmediato supe que esa superficie plana y fría no contenía nada más que una imagen. Y luego comprendí el largo encierro de mi infancia entre paredes vacías, comprendí la palidez ojerosa de mi madre y porqué siempre me pedía, llena de ternura o de terror, que por Dios nunca, pero nunca, me llevase las manos a la cara –a la superficie áspera que, creía yo, era mi cara–. Gracias a Dios y a los milagros de la memoria, no puedo recordar qué vi cuando, ese primer día en el mundo, me quité la máscara.
Tantos años después, ya no tengo miedo. Nadie dejará que me vea a la cara. Y la máscara que me confeccionaron –puedo comprobarlo cada vez que estoy frente al espejo– me da un aspecto normal. Piel blanca, levemente rosada, como de plástico, ojos almendrados, abertura para los labios con las comisuras sonrientes. Me da un aire amable y sencillo. Así me llevo bien con todos. Monjas, médicos, enfermeras, benevolentes que traen, desde el otro lado de estas paredes blancas, toda clase de tés, dulces, reposterías y, para mí, libros y cuadernos de regalo. Traen todo eso, además del olor a humo de autos y grasa de comideras y tabaco. El olor del mundo. Todos me quieren y son buenos conmigo. Ya nadie me llama monstruo ni demonio ni malparido.
Pero hay días en que me canso. Me canso de ser esta máscara, por muy rosada y sonriente que sea. O justamente por eso. Me canso de no ser yo. Me canso de tener casi cuarenta años y no saber quién soy. Tal vez un día –tiene que ser un día, con la luz entrando a borbotones por los ventanales–, uno de estos días, en el comedor. Cuando todos estén comiendo con sus cucharas y baberos, encorvados, babeantes... Y las monjas estén rezando en las esquinas o sirviendo la comida y tengan que hacerse la señal de la cruz mientras todos se atragantan porque les estaré sonriendo de verdad.
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