El día apenas escrito
Poemas
de Claude Esteban
(Versiones
de Guillermo Ruiz Plaza)
Claude Esteban (1935-2006), de padre español y madre
francesa, estuvo siempre dividido entre dos idiomas. En Le partage des mots (Compartir
las palabras), obra autobiográfica, narró cómo, en su infancia y
adolescencia, le afectó esta tensión entre dos sistemas de signos y, sobre todo, entre dos
visiones irreconciliables del mundo. Lejos de amilanarlo, este conflicto lo
llevó, directa o indirectamente, a una lucidez y una exigencia considerables en
el arte de la traducción, que desarrolló con rigor y felicidad en el género más
difícil de todos: la poesía. Así fue como tradujo a Quevedo, Góngora, Jorge
Guillén, César Vallejo, Borges, Octavio Paz, entre muchos otros.
Fue también y sobre todo un gran poeta, que optó por el
francés, aunque tiene, que yo sepa, por lo menos un libro bilingüe: Elegía de la muerte violenta (1989), en
que se alternan los poemas en francés y en castellano. Poeta de esos, pocos,
que dicen mucho con pocas palabras; pero este laconismo, que caracteriza gran
parte de su obra, no es un mero capricho. Tal gesto debe inscribirse, más bien,
en una ética de posguerra; en la lógica de una escritura fraguándose, como a
duras penas, en medio de las ruinas y, conforme se desvelaban, los horrores
cada vez más nítidos y estremecedores de la Segunda Guerra Mundial. Hay una voluntad,
por parte de hacedores como André du Bouchet, Jacques Dupin, Claude Esteban, de
rehacer el rostro del mundo o de, al menos, acercarse a él. En ese
sentido, hay un regreso a las cosas sencillas, elementales. Se trata de darle un sentido más puro a las palabras de
la tribu, ciertamente, pero ya no en busca de la flor ausente cara a Mallarmé,
sino de la flor real, humilde, imperfecta.
Por otro lado, darle cuerpo al mundo implica, para ellos,
darle cuerpo a la palabra. “Los conceptos, las nociones claras, no habían
alimentado sino nuestros pensamientos; teníamos hambre de cosas más carnales, y
de que las palabras tuvieran un gusto de árbol, de tierra removida”, afirma
Esteban en “Au plus près de la voix” (2003), ensayo en el que explica lo
fundamental de su poética, y que citaremos a lo largo de esta breve
introducción. Conscientes de pecar de cratilismo, la voz de estos poetas nace
como asfixiada. Y sus textos son, entonces, “ejercicios ejemplares de aridez”.
El vacío acecha a cada paso, pero la búsqueda continúa, “para tal vez un día
encontrar un lugar que no se desmorone”.
Se trata de restituir al sujeto, a través de la palabra, un
lugar, siquiera precario, para afirmarlo. La poesía debe tender hacia “el
surgimiento individual del ser en la mirada que lanza, en el gesto que dirige
hacia afuera, hacia esa exterioridad que, lejos de anularlo, lo confirma a
través de lo que no es él”. El puente entre el sujeto y lo otro es la finitud,
que hace únicos y, a la vez, hermanos a los seres que coinciden en el tiempo. Para
ello, según Esteban, la poesía debe deshacerse tanto de sus “espejismos” –la
retórica tradicional– como de la lógica totalitaria que subraya el abismo irreparable
entre las palabras y las cosas. Así, la escritura de Esteban constituye la
narración de esta búsqueda, de sus fracasos y, a veces, de la inminencia de
triunfo. Es un conflicto y una reconciliación con la propia voz y el aliento de
lo otro.
Los
textos que he seleccionado pertenecen a El
día apenas escrito (Gallimard), antología personal (1967 y 1992). Claude
Esteban publicó esta obra cumbre poco tiempo antes de su muerte, en 2006. Salvo
los dos primeros, estos poemas siguen la cronología; el homónimo pertenece a la
contratapa del libro.
Traducir a un gran traductor como Esteban es casi
vergonzoso; sobre todo porque él nunca se tradujo –siendo quizá el más indicado
para hacerlo–. Con todo, creo que nosotros, hispanohablantes y fervientes
lectores de poesía, le debemos siquiera un intento. Desde luego, ya se han
publicado versiones de ciertos poemarios suyos (véase http://es.wikipedia.org/wiki/Claude_Esteban); a duras penas, he cometido las que siguen.
GRP
EL DÍA
APENAS ESCRITO
¿A quién se le ocurriría, aun en la noche de la espera
más viva, reconocer en sus palabras una estela de lo que fue? Apenas escrito,
el día invoca otro día y nos distancia. Sobre el poder de la palabra pesan, desde
hace tiempo, demasiadas sospechas. Hay que lidiar con ellas. Pero he
aquí la mañana, es urgente la hora nueva. A todas esas nadas del aire, a esas
presencias sin perfil, hay que darles un cuerpo que las acoja, también un nombre, más allá de todos los signos borrados.
***
Ya no vuelve el día,
dices, sino
solo su herida, la sangre
que deja el sol cuando se hunde
a lo lejos
olvidados todos los cuerpos
desean saber si existe,
bajo la tierra, algo que los una,
una parcela
de substancia o nada
más que la sombra, inmóvil como
una piedra
tal vez la esperanza
no sea sino un tajo en la carne
un destello sin mañana
en la memoria
no digas, al partir, que contigo
muere el día.
LA ESTACIÓN DEVASTADA (1968)
El cielo
horizontal.
Un pájaro sobre el hilo invisible
del sueño.
Paisaje astillado, arcos
dislocados del presente
–heridas.
Borraré del día hasta mi voz.
***
Viejo muro
en que el sol se rompe las
uñas.
Invierno, corazón
endurecido.
***
Una hoguera
entre las ruinas.
La caliento con mis manos.
Nada salvó las semillas
del cuarto.
La helada es pura.
En lo abrupto del
invierno, existo todavía.
***
Debajo de nosotros
Como avanzan
los muertos en la piedra
la turba
desvelando de nuevo sus
pasillos
lenta
hasta los metales negros
de lo inmóvil.
Las tumbas
deben estar bajo el sol.
Nuestros
gestos
las palabras cristalinas
crecen en sus círculos.
Sostienen
el armazón sencillo de los
días.
Debajo
sin el recurso de las
cosas divisibles
lo oscuro lleva lo oscuro.
***
El cielo –con sus ciudades
abandonadas.
Un pájaro
bebe la leche del alba
y se aparta.
Nada me corta el paso
sino esta senda blanca.
COYUNTURA
DEL CUERPO Y DEL JARDÍN (1983)
I
Ni bien
amanece, bajo. Me acuesto contra una piedra. Lamo el escupitajo de las hojas.
¿Quién se despierta? ¿Es mi cuerpo o soy yo? Nada es seguro. Un milagro puede
durar largo tiempo, si respira. Avanzo con los ojos entornados. Dédalos de mi
deseo. En una telaraña, hallo un sol que tiembla.
XI
Verde,
rosa, verde. Verde otra vez. La mañana entera, a saco, en la pupila. Retrocedo
hacia adentro. Me desgarro en el nervio. Grita la córnea. Contra el color,
ningún recurso. Tengo que abrir los ojos. Recibir el fuego total. Una hoja, un
estallido de escarcha, cada macizo de flores, de espinas.
XII
Tu
lengua, tus senos, tu sexo. Te encuentro más acá de las hojas, bajo el polen.
Me deslizo por el arco de los pétalos. Te sorprendo, aún fresco tu gemido,
totalmente nueva. Tiemblas, me retienes, me arrancas de raíz. Bebo la sal que
esparcen los labios. Huyo.
XIX
Ningún
reloj en el camino. Una hortensia azul da la hora sencilla. Esa que yo no sé
leer. Dejadme escucharla. Mi cuerpo está lleno de cifras que se borran. Quería
ser sin dejar de poseer. Lo he perdido todo.
XXX
Ahuyentad
el viento. No dibuja más que en la arena. Le repugnan vuestros jardines. Quiere
su nombre, su nombre escrito en todas partes. Todo lo que surge de la tierra le
hace sombra.
Vosotros,
ínfimos, ya no lo escuchéis. Creced. Creed en vuestras raíces. En vosotros
residen la memoria, el amor, el mañana. Desmantelad el viento, frágiles.
XXXIII
A ti que
triunfas en lo rojizo, jardín, jardín de todo el verano, te imagino bajo la
nieve. Te quiero coronado de blanco, y que cese, tocada de copos, la arrogancia
de tus árboles exactos. Tú te precipitas hacia los frutos perfectos. Yo quiero
el gesto disperso, la mano sembrándote de dudas. Camino sin verte. Y el suelo bajo
mis pies se convierte en esa región deleznable donde ya no eres, jardín tan
pleno, sino un poco de talco.
XL
Y sin
embargo, los libros. La palabra tajante, perfecta. Era pan y presencia. Era yo.
Crecí lentamente entre páginas certeras. Sin que me tocase la muerte, cautiva
en el papel. Cuando el cielo se oscurecía, ¡triunfabas de nuevo, lámpara de los
signos! Por saberse escrito y compartido, menos desnudo el cuerpo.
Crecí lentamente. Como uno de esos jardines sin muros
que, en un súbito regreso, deshace el viento.
LVIII
Tres libros sobre la mesa.
Desde hace tiempo, duermen las palabras escritas. Han luchado contra la noche
de las cosas. Ha vencido el silencio. El cuarto es vasto por no saber ya nada. Una
luz, que no proviene del día, resplandece y se pierde.
LX
El
invierno y sus miembros muertos. Yo, dentro de mí. Ya no tengo sustancia para
decirlo. Amontono un haz de palabras. Le prendo fuego. Nada sino una frase en
la que el sol se deshace.
LXVII
Me reconocerán
porque, aun muerto, tendré hierba bajo las uñas. El sabor de las glicinas en mi
carne. No sana el haber amado las palabras, mas prolonga el día en el cuenco de
los signos. Interrogar la mañana es vivir un poco. He vivido. A punto estuve,
alguna vez, de abrir el camino. He hablado en la noche.
LVIII
He cerrado
mi libro, inconcluso. ¿Qué importan las palabras claras? Todas las frases
leídas hablaban de un sol inmóvil. No he visto la sombra alargarse sobre el
muro.
LXIX
Este
jardín. Pero si no existe. Son frases que lo inventan. Lo necesitaba a él, a
sus gérmenes, a sus cosechas. Mi cuerpo deseaba crecer entre sus árboles.
Lo busqué
durante largo tiempo. Lo protegí de la helada y las tormentas. Ahora él, a su
vez, me salva. Me guía. Jardín fuera de todos los jardines, vergel del alba.
EL
NOMBRE Y LA MORADA (1985)
Cuerpo
contra cuerpo.
Me
acostumbro
a ti.
Me
duermo. Me
despierto
en tus abismos.
Sed
contra sed.
Toda la
sal
se ha
endurecido. Grito. Aún
excavo.
Entreabro,
bajo la tierra,
tus labios.
***
Iré más abajo.
Perseguiré al día
bajo las raíces.
Allí donde el mañana ya no
es,
me transformaré.
Grandes fósiles blancos
indicarán el camino,
la memoria invicta, la
muerte
palpable en un hueco.
Iré
más lejos.
Inventaré
como un viaje último.
Hasta el centro del fuego
donde duermen los metales.
***
Sí, hágase
la tierra.
Más remota, más sola,
más sabia.
Que el cielo
la sostenga. Que el verano
le devuelva la savia a toda fibra
muerta, a toda
lengua.
Sí, hágase la tierra.
Lenta, ignorada
por nosotros.
Y nos reciba.
***
Libro del día.
Hojas
que se cierran.
Todo
va demasiado rápido.
En la última página
del sol
tu nombre escrito.
***
De la nada,
el viento.
El cuerpo del viento.
Golpeando la corteza
del aire vacío.
Venido
de la nada. Agudo,
disperso.
El viento entero sobre la página
apenas
escrita.
***
Campánulas, verbenas, lirios, malvarrosas. Las nombras,
una vez más, antes de perderlas de vista para siempre. Últimas flores. Están
ahí para enseñarte el viaje. Como un adiós brevísimo, sin efusión, sin teatro.
Ya es hora de marcharse, viejo amigo. Deja tu página apenas escrita, cierra el
libro del sol. Quizá lo que se dijo en el jardín te sobreviva. Se acerca la
hora. No tardes. Anochece ya sobre el mar.
CLAUDE ESTEBAN (1935-2006). Todos
los poemas pertenecen a su antología personal Le jour à peine écrit (Gallimard, 2006). Versiones de Guillermo
Ruiz Plaza.
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