Hace unos meses ya, tuve la suerte de conocer al poeta
español Federico Serralta, quien me
regaló Vida Frontera
(obra ganadora del Premio Internacional de Poesía Antonio Machado 2002). Como sugiere
ya el título, entramos en un espacio híbrido –traducido en el plano estético por
la utilización de la silva libre, forma fronteriza entre tradición y modernidad, orden y aventura–, en
que frontera no califica, sino que nombra la vida. ¿Qué es la vida, en efecto,
sino una frontera con la muerte? Más acá de ello, por supuesto, Federico nos
habla de su historia personal y colectiva, de su niñez durante la Guerra civil,
de su exilio a Francia entre las sombras de la inocencia y una lucidez que pugnaba por nacer, hiriéndolo, en los primeros años de la posguerra. Disfruté
del libro: en él encuentro una voz tan sincera como contenida, tan cuidada como
“suelta” –efecto que, ya se sabe, requiere mucho trabajo– y, quizá lo más
importante, tan emocionada como emocionante. Y es que, en poesía, como afirma
Ezra Pound, lo que cuenta es la calidad
de la emoción.
Un sujeto dividido entre dos mundos, dos lenguas, dos
culturas, y que busca un camino legítimo en la frontera que lo fragmenta y, a
la vez, lo define. Que no minimiza el desgarramiento, pero que, lejos de
cualquier patetismo o pálido estoicismo, busca la llave de una ética afirmativa,
sinceramente gozosa, en cierta forma nietzscheana.
Elegí dos poemas de entre mis preferidos. Que los
disfruten.
DIOS
Cuando el odio prendía sus cohetes
en el flamante cielo de
mis años,
cuando el único arrullo de
los niños de cuna
era el graznar oscuro
de pavorosos cuervos
carniceros,
cuando en los turbios ojos
de la gente
tiritaba la noche
traicionera
macilento verdugo de la
aurora,
yo quería ser Dios.
El dios de las consejas,
el dios de los milagros
infantiles,
el dios bueno de barbas
torrenciales,
que de un solo chasquido
convirtiera los negros
pajarracos,
bajo la risa azul de los
luceros,
en encendido vuelo de
pardales.
Pero en aquellos tiempos
no estaba Dios para
plasmar los sueños
de los niños ilusos.
Tenía que ocuparse
de bendecir las bombas misioneras
de ayudar a los únicos
detentores del alma de la patria,
de hacer la vista gorda
cuando la ley de fugas fulminaba,
de llevar a su cielo a los caídos
por Él y por España…
Entonces era Dios
capitán general de la Cruzada.
Y más tarde, muy pronto,
deslumbrante su ausencia en todas las esquinas
del mundo, no fue nadie.
Tan sólo una palabra que vibraba
en el temblor sonoro de un suspiro,
una ventana abierta hacia la nada,
un anhelo de luz en el camino.
Un nombre. Sólo un nombre.
Yo quería ser Dios,
o al menos ver su sombra entre los hombres.
Y he sido sólo un
hombre, y sólo he visto
una mueca burlonamente incierta
en el espejo gris de mi destino.
FUE
Era un niño que vino de mi tierra,
no recuerdo ni cuándo, para darme,
en el fresco destello de su risa,
fulgores de mi espejo destrozado.
Padre, no tuvo, o casi. Le decían
que estaba en Rusia, allá, con los valientes
vencidos a traición en nuestra España
–proletarios del mundo desunidos–,
y que sí, que volvía, que llegaba…
Pero ¿dónde está Rusia
para un niño sin padre, camarada?
Me enseñaba a jugar a sus inventos
con chapas de botella, piedrecitas
clavadas en el suelo, pequeñeces
desde entonces gigantes en el olvido.
Con silencios secretos y pudores
me contaba el mirar de aquella niña
(su nombre, Voluntad). Los balbuceos
del primer corazón le sonreían.
No le dolía el sol ni la tiniebla.
Se bañaba en el río de sus años
–fluente pulsación de primavera–,
ufanamente inmerso en su destino,
abandonado al agua traicionera.
Yo siempre lo encontraba, sin buscarlo.
Me ofrecía el azar en todas las esquinas,
con disfraz de milagro,
el cristal de su paso repentino.
Caminábamos luego las aceras
del tedio, de repente iluminado
por un doble farol de soledades.
No lo buscaba nunca: lo encontraba.
Ahora sí que lo busco, en el desierto
de este viejo solar de ortigas y cascajo,
hurgando y remirando entre silencio
sonoro de mi sienes
y un eco que retumba
por dentro de esta tierra
donde estuvo, lo sé… Donde hoy no encuentro
ni siquiera una piedra de su tumba.
Poemas de Federico Serralta
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