Transparente es la brecha entre el fuego y la luz
En aquel pueblo la gente cargaba en sus conciencias el
trauma de un evento lejano en el que sus ancestros –por obra de un libertinaje ajeno
a su alma– habían perdido totalmente el juicio convirtiéndose en animales
salvajes. Los patriarcas y sobrevivientes de ese oscuro episodio prometieron entonces
que nadie nunca en la comunidad volvería a hacer pública su identidad y todos
se regirían bajo una misma imagen. Por consiguiente cada criatura concebida en Villa
Persona debía llevar una máscara desde el nacimiento, para así poder
presentarse ante la sociedad. De esa forma la gente podía escapar de aquella
repugnante sensación que le producía el revelar su rostro humano embarrado por
tiempos pasados. Y así todos vivían resguardados detrás de un pedazo de cobre confeccionado
a su medida.
De
vez en cuando, alguien se revelaba insólitamente, exhibiendo su aspecto en la
plaza pública, pero el pueblo entero no tardaba en lincharlo y desparramar su
cuerpo por el descampado, dándoselo de comer a los lobos. Cada vez que esto
ocurría, había una gran celebración con el fin de perpetuar la costumbre. Se
hacían actuaciones, bailes y cantos de burla hacia los impúdicos, y los niños aprendían
lo que significaba ser uno de ellos.
Durante
todo el año en las calles, campos y plazas se veía a los habitantes transitando
enmascarados, como fantasmas, como almas en pena.
En
una ocasión, cierta montaña fue regada con los cadáveres de dos rebeldes bufones
que sintieron el eco de un mundo más libre y se dejaron llevar por el misterio
de su rostro, besándose y lamiéndose la cara rociada por el agua de la fuente
en medio de la plaza pública. Allí –al pie de la montaña- crecieron extrañas
plantas grises como cabellos de mujer que se acariciaban y acunaban con el
viento. Y aquel lugar se llenó de una misteriosa energía llamando la atención
de los pasantes, que, considerando la frondosa presencia de las plantas, apretaban
el paso para alejarse.
Al
poco tiempo, una muchacha pasó por aquel lugar, mas de repente empezó a
sentirse observada y llevada, como por osmosis, al centro del matorral de plantas
grises. Allí descubrió una rosa negra de extraña belleza. Como si replicara, la
rosa se abrió majestuosamente y empezó a destilar sangre dulce por el pistilo.
La sangre caía en un recipiente de hojas y emanaba un aroma irresistible, incitándola
a probarla y a volver por unas pocas gotas cada noche. Poco a poco, aquella
muchacha adquirió un extraño atractivo ajeno al letargo del resto del pueblo. Su
mirada se volvió penetrante y llena de magnetismo, tanto que daba la impresión de
que no llevaba ya la máscara.
Esa
noche tuvo un sueño, en el cual era espectadora de una extraña historia:
Izaskun tiene la piel suave como la tierra húmeda y el
pelo gris como el cielo nublado; su rostro es lluvia de infinita poesía y su
pausado caminar se apodera del tiempo y el espacio irradiando energía trascendental.
Marduk, fundador del pueblo y colosal guerrero envanecido por su papel de dios,
la ama intensamente y en secreto. Sin embargo, su orgullo es tan grande, que no
encuentra la forma de declararle su amor. Al caer la tarde, espera al pie de la
montaña a que ella vuelva del mercado de flores y, fingiendo indiferencia, le
pregunta:
-¡Hey, niñuela! ¿Por qué no has encontrado a nadie aún?
Ya tienes que pensar en formar una familia. Mira tus caderas, están cada día más
anchas y tu pelo gris te da una apariencia de anciana prematura. No olvides que
el tiempo corre como un potro salvaje. Si uno no lo adiestra desde crío, se
acostumbra a vagar por los bosques sin rumbo y muere en soledad...
Izaskun lo mira como despertando de un sueño, le sonríe
y responde:
-Marduk, yo soy ese potro salvaje que vaga por la vida
sin rumbo, disfrutando del pasto, del frescor del viento y del cielo estrellado…
No necesito más.
Marduk voltea entonces la cabeza sintiéndose
rechazado. Murmura para sí mismo: “Algún día serás mía…” y se marcha furioso.
La
muchacha despertó confundida: el sueño había sido excesivamente real. Al
incorporarse, sintió el peso de la máscara en el rostro. Por primera vez se vio
tentada a deshacerse de aquel lastre eterno. Pero el pudor y el miedo la
detuvieron de súbito. Se vistió rápidamente, fue hacia el pozo, bebió grandes
tragos de agua y luego se marchó a trabajar. Llegó muy temprano a la panadería
y empezó a preparar la masa del día. Su excitación era tan grande, que se cortó
el dedo con el gancho del mandil. La sangre goteó en la masa. La masa entró en
el horno. Vinieron a recoger el pan.
El
mercado estaba muy concurrido a la hora del almuerzo. Máscaras sentadas a la
mesa, o de pie, charlando entre cada bocado. O caminando en los laberintos del
mercado, con una bolsa de pan en la mano. El sabor era exquisito y misteriosamente
la gente empezó a sentir una picazón en todo el cuerpo. Esa sensación se transformó
rápidamente en ardor y, pronto, en fogata de deseo desenfrenado. Algunos grupos
se desnudaron, acariciaron y refregaron los unos con los otros en medio del
mercado y a sus alrededores, se arrancaron las máscaras y se lamieron los
rostros y los cuerpos como si fuesen un elixir divino. El resto de los
habitantes se llenó de ira y de vergüenza por tan impúdico acto, y decidieron entonces acribillar a los impenitentes con
machetes, picotas y cuchillos de cocina. La sangre corrió como en un
matadero.
Esa
misma noche la panadera volvió a tener un sueño:
Entrado el crepúsculo, Izaskun camina sola por el bosque,
está desnuda y canta una canción para invocar a los elementos. Le canta al
viento, al río, a la tierra y al fuego; ríe y contempla la puesta de sol.
Renacen entonces las primeras estrellas como faroles de ensueño y su cuerpo se
estremece de placer al sentir la llegada de la noche.
Marduk la viene siguiendo. Se oculta detrás de unos
arbustos y la observa desde lejos. Su corazón palpita aceleradamente, la ama con
todo su ser, su inmenso ser lleno de orgullo y codicia.
De repente Izaskun se extiende sobre una alfombra de
flores y su piel se eriza como queriendo palpar el paraíso. Entonces gime de
placer, la luna se postra en medio del cielo y hace evidente la presencia de
cuatro seres que la poseen y se unen a ella como una enorme llama que reúne a
los elementos.
Marduk observa desconcertado y luego, casi echando espuma
por la boca, se vuelve y camina de regreso hacia el pueblo.
La
muchacha despertó sobresaltada. Tardó unos instantes en darse cuenta de que, mientras
soñaba, se había arrancado la máscara. Quiso colocársela de nuevo, pero descubrió
con horror que estaba doblegada y partida. No entendía cómo pudo haber hecho
eso. Sintió sed y tuvo miedo, mucho miedo, de encontrarse en el camino con alguna
persona que la viese sin máscara. Se embozó con una manta y enfiló hacia el
pozo. Al subir la cubeta, la manta se le deslizó de los hombros; antes de que
pudiera reaccionar, la vio perderse en el hoyo negro. Y entonces se vio reflejada
en la superficie de la cubeta. Su corazón dejó de latir. Por unos segundos,
todo fue silencio y paz. Era hermosa. Era radiante. Estaba llena de vida, llena
de alma.
En
ese momento percibió la presencia de alguien a sus espaldas, supo que se
acercaba y sintió un nudo en el estómago. Pensó en acudir al mascarero,
contarle lo sucedido e implorar que le fabricase otra máscara. Tenía que
hacerlo antes del amanecer. No podía arriesgarse a ser vista así. Podía
costarle la vida. Corrió desesperadamente a través del pueblo hasta llegar al
templo. Tocó a la puerta discretamente. El anciano le abrió y la hizo pasar al
salón. Apenas entró en él, tapándose el rostro con las manos, la muchacha le
contó lo sucedido, esperando que él la comprendiese. Irritado, el mascarero le señaló
un sofá pegado a la pared, le ordenó que se acostara y se perdió al final del
pasillo. Agradecida, cayó rendida en el sofá.
Marduc reúne a todos los habitantes en el patio de su
castillo y proclama con voz solemne:
-Compañeros, temo anunciarles que nuestro pueblo está
siendo amenazado por fuerzas de la oscuridad. He presenciado con mis propios
ojos la peor maldición que se ha abatido sobre esta tierra...
Izaskun, la florista del pueblo, conocida por sus
maneras extrañas y solitarias de andar por la vida, ha tomado contacto directo
con los demonios en un ritual de escandalosa naturaleza. No podemos permitir
esta humillación a la dignidad de nuestro pueblo, de lo contrario legiones de
demonios se irán apoderando de nuestros corazones y, entonces, todo será caos y
angustia.
Martirio, una de las mujeres del pueblo, ama a Marduk
y siente gran envidia por la belleza y libertad de Izaskun por eso grita:
-¡Debe irse del pueblo!
Mientras la gente discute y argumenta la situación, una
intensa fragancia de flores se apodera del ambiente y todos, desconcertados,
empiezan a reír. No saben por qué. Los invade un sentimiento de alegría
inexorable. El ambiente se vuelve cálido y sensual. Han olvidado completamente
la discusión. Ahora se abrazan y sienten un éxtasis que los conecta profundamente
con la tierra y los seres que la habitan. Marduc ha logrado escapar penetrando
rápidamente en su castillo. Afuera se escucha a la gente recolectando palos,
ramas y troncos para armar una gran fogata. Se desvisten, cantan, bailan, baten
palmas y marcan ritmos con los pies descalzos. El fuego resplandece y el viento
impetuoso hace danzar las llamas.
Izaskun ha llegado de repente, todos le abren paso y
la contemplan encantados. Su belleza es fascinante, es violenta y profunda como
el firmamento. La gente la ama y ella corresponde regalando sonrisas y flores. Trae
consigo un venado bebé del profundo bosque. Marduc la observa ofuscado desde la
torre de su castillo. Furtivo, un lobo surge del espesor de la noche, atrapa al
venado y lo degolla con sus afilados colmillos. Martirio aparece enmascarada y salpica
a Izaskun con sangre fresca, clamando: “¡Es un demonio, no se dejen engañar!” Los
habitantes, enajenados por el aroma tierno de la sangre, transforman su profundo
deseo de hermandad en implacable lujuria y ambición de poseer a Izaskun y en un
acto de locura: la rodean, la ciñen, la jalonean, luchando unos con otros, la aprietan,
la besan, la lamen, la chupan, la poseen, la muerden, la desgarran, la mastican,
la beben, la tragan, y se doblegan de placer… Ella gime y llora, pero se deja
despedazar como aceptando de su destino. La fogata crece, se expande e,
implacable, quema todo a su alrededor. Marduc observa lo sucedido a su amada,
observa el incendio y, con la voz quebrada, implora que la suelten. Pero es demasiado
tarde.
La
muchacha recobró el sentido sin saber bien dónde se encontraba. Después de unos
segundos, reconoció el salón del mascarero. Entonces oyó un llanto proveniente
del fondo del pasillo. Se levantó y se dirigió hacia aquel lugar. Empujó una
puerta de madera maciza y ahí la encontró descubierta, era una niña y tenia el
rostro deforme. Al percibir a la muchacha la pequeña dejó de llorar y ella
sintió la necesidad de tomarla en sus brazos y escapar. El mascarero entró
gritando: "¿Qué haces aquí?". Ella cogió a la criatura y escapó hacia el
bosque. Ahora el pueblo entero la buscaba. Era una orden del mascarero: matar a
la muchacha y traer a la niña con vida. Después de varias horas la encontraron
en una gruta de la montaña y la rodearon con antorchas, palos y piedras. Tenía
mucho miedo y se aferraba a la niña. Uno de los
habitantes lanzó una piedra, estrellándola en la cabeza de la
muchacha. La sangre chorreaba intensamente empapando su rostro y mezclándose
con sus lágrimas, mientras la niña se bañaba en aquel purpúreo elemento. Como
habiendo roto un conjuro, aquella sangre restableció el rostro amorfo de la
pequeña, quien de súbito resplandecía como sol nocturno. En ese momento una
jauría de lobos irrumpió en la caverna y se dirigió hacia la muchacha y la niña.
El mascarero salió de entre las sombras y blandió su antorcha sobre la jauría. Entonces
los lobos se volvieron y lo atacaron sin temer al fuego.
Cuando
la gente logró dispersar a los lobos, descubrió aterrada el cuerpo despedazado,
la cara desnuda y sangrienta. La muchacha se inclinó sobre él. Sintió su
respiración agonizante. Entonces reconoció el rostro, viejo y ceniciento, del
gran Marduc. “No pude amarte… no supe amarte”, dijo él, sin dejar de mirarla,
los labios agrietados y casi azules.
En Villa
Persona la gente llora a lágrima viva, llora desconsoladamente, llora con el
cuerpo y la mente, llora flores y espesos bosques, llora ríos y montañas, llora
anhelos de libertad y amor desnudo. Y de tanto llorar, acaban por caerse las máscaras.
Mas
no vaya ser que, en un atisbo de perfección, vuelvan todos a enfermarse de
deseo.
LDI
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