Érase una vez, en un lugar de cuyo nombre ya nadie quiere
acordarse, una pareja de lo más pobre que, por accidente, tuvo a un enésimo hijo
que se convirtió, con el paso del tiempo, en el hombre más rico del mundo.
Este hecho de por sí insólito tuvo su origen y desarrollo
en otro aún más increíble, pues desde muy temprana edad el niño cagaba plata. Dicho
en otros términos, la criatura no salía nunca del baño sin un fajo de billetes
en la mano. Naturalmente, el lector ya sabrá a quién me refiero.
¿De qué nacionalidad era, al principio, la plata? Todo es
relativo. Dicen las malas lenguas (que en realidad son buenas, pues ayudan a
llenar los blancos de la Historia) que si el nene comía comida criolla, daba
pesos; que si engullía sushi, daba yens; que si se deleitaba con una buena
hamburguesa, luego salía triunfante del trono con dólares tan verdes y nuevos
como ya no se ve en ninguna parte, salvo tal vez (ordenados dentro de un eterno
maletín negro) en las viejas películas de gánsteres y mafiosos.
Pronto el chico fue globalizado por partida doble: por un
lado, devoraba una variedad alucinante de comidas del mundo, aunque siempre en
función del cambio del día y, a veces, de los caprichos de los padres
fascinados por el prodigio; por otro, conforme se fortalecía el dólar, el
adolescente se fue especializando en el fast food.
Como es de dominio público, el hombre terminó siendo la
imagen viva del globo terráqueo, no sólo por obeso sino porque, cubierto de
rojos archipiélagos y cráteres blancuzcos, reflejaba en carne viva –y esto no
escapó a los caricaturistas de la prensa– la riqueza natural de nuestro
planeta.
Pero dicen que a pesar de todo fue feliz, y dicho de
paso, es lo que emana de la célebre foto, tomada por un paparazzo, en
que –sonriente bajo la lluvia de flashes– sale de una discoteca del brazo de
cierta ex Miss Universo (quien, en ese momento –pero esto lo confesó más
tarde–, sólo le ayudaba a subir un escalón). Además, si no creció de modo
conveniente, en cambio sí se reprodujo como Dios manda, multiplicándose en una
gran familia de multinacionales, que se implantaron en la India, la China y la
Cochinchina, fruto de sucesivas deslocalizaciones, las cuales generaban
ganancias tan espectaculares, que hasta suplían por sí solas las crecientes
lagunas originadas por la caída drástica de su productividad anual (palabra
esta última –acotan ciertos especialistas jocosos– en que es legítimo omitir la
u, si se piensa que el problema se debía únicamente al estreñimiento crónico
que lo aquejaba).
Un buen día, no obstante, resultó inútil la acción
conjunta del ejército de médicos que lo atacaba a diario en su mansión,
recetándole drogas variopintas –y en muchos casos, como más tarde señalaron los
forenses, ilegales y todo–, pues ya nada que se hubiera inventado en
farmacéutica parecía surtir efecto en aquel elefante cansado. De modo que, en
cuestión de meses, el hombre se consumió hasta semejar un perro raquítico. Y
así sucesivamente hasta el jueves aciago en que se supo que había cagado el
último billete y se nos vino encima la crisis financiera y negros nubarrones se
cernieron sobre el mundo.
Guillermo A. Ruiz Plaza
3 comentarios:
jajajaja...excelente cuento!!!
Muy buen blog, primera visita, ya estare de vuelta leyendo mas.
Ay...si todos cagaramos plata como este pibe,sabes lo bien q me sentiria?! Ahora solo tengo hemorroides financieras!
Jajaja, hemorroides finacieras...! Hija de la lagrima, gracias por la visita y tambien por tu comentario. A mi me encantaria cagar plata como a vos, aunque debe de ser algo angustiante, no crees? Un abrazo!
G.A.R.
La verdad q si...sera x eso q me va para la mierda en cuestiones de negocios! Igual me importa un pito xq tengo mi concepto de vida q es: odio a la gente,voy contra la corriente y al q no le gusta q se hamaque...jaja
Sigo leyendolo!
Salutti!
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