jueves, 13 de mayo de 2010

El poema en prosa o la Hidra moderna


Contemporáneo del nacimiento de la fotografía y el cine, el poema en prosa es, en palabras de Octavio Paz, la invención moderna por excelencia.

Poema en prosa –no prosa poética: confusión banal de dos objetos literarios distintos. El primero goza del status de poesía; el otro, de un valor añadido de dudosa procedencia. ¿Por qué una prosa es poética? ¿Cuál es el origen de su poeticidad? Los trabajos de Jakobson sobre el problema no carecen de interés, sobre todo en la medida en que revelan nuestra impotencia en el momento de precisar los rasgos sine qua non del fenómeno poético. A mi ver, la poeticidad prescinde a menudo de las repeticiones, paralelismos y asonancias que invoca Jakobson –ya Baudelaire lo hace con maestría en su Spleen de Paris–, y aun así la poesía es reconocida de modo inefable y certero por el lector.

Henri Michaux, por ejemplo, es reconocido hoy como un gran poeta del siglo XX. Busque un indicio, en cualquier libro de Michaux, que proclame el carácter poético de sus prosas. Es más: Michaux descartó para sí mismo el apelativo por el cual otros, cultores del verso o no, gimen y se pelean. Tal vez hubiera bastado decirle, con René Char, que poeta –etimológicamente, hacedor– es un nombre infinito que alberga todas las identidades.

Así pues, la poeticidad aparece envuelta en un aura de misterio. No debe sorprender a nadie que no hayamos conseguido hasta ahora –ejemplos de fracasos críticos no faltan– identificar el origen de lo poético. Pero quizá sea hora de aceptar este límite y dar crédito a nuestro asombro.

Digo que el misterio que está en el origen de la poesía, y que cada poema encarna en el presente de lectura, es el mayor indicio de identidad poética. La poesía es la religión original de la humanidad, dice Novalis. En realidad, se sabe que el origen de la poesía –y de otras artes, en particular la danza– es sagrado. Además, el silencio al cual nos aboca es análogo al de las grandes preguntas sin respuesta que sostienen el universo del hombre. ¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!…, como exclama Darío.

Origen y fin implican un sentimiento de misterio frente a la vida: falta y fascinación. Tanto la religión como la utopía –respectivamente, nostalgia y promesa de los orígenes– tratan de llenar este vacío. Mas la poesía, esa otra voz, prolonga el misterio, haciendo de él, no un silencio huero, sino una revelación silenciosa: en ella está cifrado el hombre.

Ahora bien, creo que el misterio del cual emana y al cual tiende la poesía se ve exaltado en el poema en prosa. Para empezar, su mismo nombre encierra un misterio: ¿Cómo puede la prosaica, vil prosa, ser elevada al status de poema? Gustavo Valle (“Un género monstruoso”, Letras Libres, 2003) escribe al respecto: Híbrido en su esencia, el poema en prosa es una especie de monstruo discursivo que nace de las mezclas. Por eso fue, en muchos casos, incomprendido. Rechazado como poema, marginado por su carácter libre, apuesta decididamente a un rasgo auténticamente moderno: la individualidad. En este sentido, el poema en prosa es una forma pura a fuerza de impureza: su nacimiento híbrido hace de ella un monstruo que, al contrario de la prosa poética, nace con esa autonomía que dan la brevedad y la tensión interna.

Por todo lo dicho, poema en prosa no es una etiqueta, sino una tentativa verbal de acercamiento a un objeto literario nuevo. Y el oxímoron que constituye su nombre parece prolongarse en cada pieza nacida de esa tensión entre poesía y prosa, entre canto y cuento.

Nuevo, mas no por ello virgen: basta pensar en la rica tradición francesa, inglesa y alemana. La idea de escribir poemas en prosas, relativamente antigua, tuvo su origen en Francia, con Gaspard de la nuit (1842) de Aloysius Bertrand, y fue consolidada con el Spleen (1864) de Baudelaire. Pero es el nacimiento, no tanto de una forma (ya que formas de poema en prosa, las hay muchas y variadas), como de un nuevo espacio literario. Es decir que, desde un principio, el poema en prosa surgió, no como género, sino como lugar privilegiado (fíjese en la preposición espacial en) de las profanaciones perpetradas contra la institución literaria, contra los géneros canónicos, contra la república de las letras, en particular aquella conformada por los puristas líricos –en suma, contra la poesía “mojigata” (Baudelaire), responsable de estancar la expresión de la modernidad y del individuo. Pero quizá su transgresión mayor estribe, paradójicamente, en la recuperación de la mancha clásica que representan, en el seno del poema, los resortes narrativos. En efecto, los modernos parecen haber olvidado que, como afirma Aristóteles en su Poética, el poeta es poeta, no porque hace versos, sino porque forja fábulas.

Con todo, el poema en prosa es, en América Latina y España, una forma marginal, cultivada ciertamente por algunos de los más grandes, pero sin despertar mayor interés por parte de lectores y críticos. Y sin embargo, Darío, Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Ramos Sucre, Girondo, Borges, Aleixandre, Paz –entre otros– sucumbieron todos a esta tentación. En el ámbito nacional, una obra central como es la de Jaime Sáenz se inicia con los poemas en prosa de El escalpelo (1955). ¿Por qué, entonces, ese recelo, esa falta de reconocimiento o de interés por parte de los lectores? Gustavo Valle explica: En el poema en prosa habita una tensión, un cuestionamiento de los alcances y límites de la prosa y del verso y, en consecuencia, de la narrativa y de la poesía. Ya Louis Aragon reconoce, en pleno auge surrealista, su perplejidad ante esa forma de poesía que, como ninguna, plantea interrogantes con las que evidentemente tropieza el pensamiento.

Sería un error, ciertamente, soslayar el efecto inmediato del poema en prosa: la sorpresa y la duda desagradables que nacen de la ruptura del horizonte de expectativa. Leer un poema en prosa implica adentrarse en las arenas movedizas (así titula, por cierto, un libro de prosas pazianas) de un lenguaje nuevo, lo cual exige una atención particular y un papel activo del lector. De modo que el poema en prosa perturba la anestesia del lector común. Más aún si pensamos que la Poesía en Prosa no existe.

Me explico: como todavía el poema en prosa no ha sido canonizado, encerrado en límites críticos, ni anquilosado por una lectura prevenida, su libertad creativa puede resultar tan estimuladora como desconcertante. Aunque resulta fundamental la oposición del Baudelaire fabulista y del Rimbaud vidente, de cuyas obras surgen dos venas distintas, tal vez las más importantes del siglo XX, lo cierto es que existen tantas formas de poema en prosa como cultores de este espacio literario.

Si el ensayo es, en palabras de Alfonso Reyes, un género centáurico, el poema en prosa es la Hidra moderna: a partir de un tronco común, los poemas en prosa se yerguen y se renuevan todos de forma autónoma.

Cosa extraña: esta forma, central en la renovación literaria de Occidente, sufre el desplazamiento canónico de muchos lectores –no sólo de habla hispana. Cosa extraña: después de las vanguardias históricas, después de la destrucción total de los ídolos de piedra del clasicismo, después de la antipoesía, el poema en prosa continúa su labor, indomable, y se erige como un margen identitario sobre las cenizas pantanosas de la Belleza. Hidra nutrida de varios géneros, de varias literaturas, de varias identidades: encarnación literaria del mundo polifónico e inseguro del hombre moderno.

Lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último / poco tiene en común con La Poesía, afirma José Emilio Pacheco. Y cree irónicamente necesario encontrar un nuevo término que evite las sorpresas y cóleras de quienes –tan razonablemente– leen un poema y dicen: / “Esto ya no es poesía”. Por supuesto, no hay nombre para lo inefable. No hay nombre que toque a la intocada, a la intocable: no en vano poesía y fuego se identifican y alimentan en los imaginarios de todas las épocas. Y el poema en prosa es una de las caras más luminosas de ese juego, de ese fuego puesto en libertad.

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