Sólo faltaba que el loco echara espumarajos por la boca. En un abrir y cerrar de ojos, se puso como un demonio, se quitó el cinturón y empezó a azotar a mi hijo con la hebilla. Nos salpicó de sangre. Mi hijo sólo atinaba a cubrirse la cabeza con las manos, como si se protegiera de la lluvia, y yo trataba en vano de acercarme a ellos. El loco (desde abajo, sólo pude distinguir la barba negra y los ojos endemoniados) no soltó a mi hijo hasta verme agarrada con uñas y dientes a sus piernas. Entonces se ensañó conmigo. Creo que me reventó algo, no sé, la astilla de un hueso, con esa maldita hebilla de hierro, ya negra de sangre. Sentí cómo me palpitaba el cuero cabelludo, y cómo se me desprendía la piel de la espalda con un golpe a traición cuando empecé a correr (acababa de oír los pasos precipitados de mi hijo bajando las gradas de piedra). Al volverme, vi por última vez toda nuestra mercancía regada por el suelo, los peines, las peinetas, los adornos, las cajas rotas de CD y DVD piratas.
Lo primero y lo último que oí del loco fue una orden a destiempo, una ironía salvaje después de tantos latigazos. Yo estaba bajando las gradas del pórtico, zambulléndome en la luz, cuando su voz resonó en muros y columnas y rompió el ruido monótono de la plaza. Que saliera de allí de una vez –gritó, ronco de ira, y recuerdo que me estremecí con esa voz casi femenina–. Que saliera de allí de una vez –repitió–, que eso no era un mercado, que era la casa de su padre…
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