Cuando llegó la Muerte, el hombre se puso de todos los colores para finalmente quedarse pálido. No me lleve, no me lleve, por favor, gemía arrodillado a los pies de su cama, llorando o bien tenaz y quedo como un niño, o bien de forma teatral como una plañidera, dando sacudidas de pecho y tosiendo entre las plegarias y el llanto. La Muerte se cuidó de tocar al hombre, haciendo durar –un minuto más, un minuto menos, qué importa si la lista es larga y agotadora, pensó– el placer, insospechadamente poderoso, que le producía aquella inesperada victoria sobre la raza humana.
Por supuesto, había conocido cobardes, pero cobardes dóciles, que se quedaban de piedra apenas su funesta sombra se alargaba sobre ellos. También había conocido moribundos teatrales, pero siempre resignados, que soltaban sentencias a último minuto como profunda aceptación de su destino. Así, se quedaba siempre con un regusto amargo, un vacío entre los huesos cada vez más desportillados, una sensación de frío que parecía provenir del acero de su guadaña, del pesado pergamino que sostenía con la otra mano, de su cargo mismo, siempre exigente y difícil, y sin embargo ya mecánico, ya lejos de toda implicación personal, de todo aprovechamiento de esos encuentros. No, no había topado nunca con un moribundo tan rebelde y a la vez tan sincero, tan caóticamente sincero como éste. Jamás había tenido esa suerte.
Entonces, frente a aquel despliegue de lágrimas y toses, de golpes en el pecho y por favores guturales, la Muerte sintió subir algo desconocido por su cuerpo milenario, algo duro y chispeante, algo como orgullo o fuego: sentía que por fin la reconocían. Esa sumisión patética –a todo esto, las súplicas y los lamentos del hombre ya no formaban sino un solo gemido animal– era nada menos que el reconocimiento de su labor –esa labor limpia de trámites, de hipocresías y vanaglorias, esa labor puntual y sigilosa, y que sin embargo, o tal vez precisamente por eso, era siempre atribuida al azar o a Dios… Pero ahora, por fin, era el reconocimiento de su autoridad, de su aura radiante. Era la culminación… Se sobresaltó con una terrible carcajada. De pie, frente a ella, casi más grande que ella, el hombre le decía entre risas: ¿Te la creíste? No me quedaría ni aunque me pagaran… Flaca de mierda. ¿Te apuras? No tengo todo el día.
El orgullo se transformó en una vergüenza que le quemó los pómulos y enseguida le bajó por la espina dorsal, haciéndole temblar las tibias como una descarga eléctrica. No, este trabajo ya no es lo que era, se dijo cabizbaja, hundiéndose en la capucha demasiado grande para su cráneo relamido por las aguas torrenciales del tiempo. Tenía que reaccionar, la presión era enorme, y todo le pareció digno, excepto obedecer a esa orden como lo haría un perro.
Así fue cómo el bromista se salvó de la Muerte.
Por supuesto, había conocido cobardes, pero cobardes dóciles, que se quedaban de piedra apenas su funesta sombra se alargaba sobre ellos. También había conocido moribundos teatrales, pero siempre resignados, que soltaban sentencias a último minuto como profunda aceptación de su destino. Así, se quedaba siempre con un regusto amargo, un vacío entre los huesos cada vez más desportillados, una sensación de frío que parecía provenir del acero de su guadaña, del pesado pergamino que sostenía con la otra mano, de su cargo mismo, siempre exigente y difícil, y sin embargo ya mecánico, ya lejos de toda implicación personal, de todo aprovechamiento de esos encuentros. No, no había topado nunca con un moribundo tan rebelde y a la vez tan sincero, tan caóticamente sincero como éste. Jamás había tenido esa suerte.
Entonces, frente a aquel despliegue de lágrimas y toses, de golpes en el pecho y por favores guturales, la Muerte sintió subir algo desconocido por su cuerpo milenario, algo duro y chispeante, algo como orgullo o fuego: sentía que por fin la reconocían. Esa sumisión patética –a todo esto, las súplicas y los lamentos del hombre ya no formaban sino un solo gemido animal– era nada menos que el reconocimiento de su labor –esa labor limpia de trámites, de hipocresías y vanaglorias, esa labor puntual y sigilosa, y que sin embargo, o tal vez precisamente por eso, era siempre atribuida al azar o a Dios… Pero ahora, por fin, era el reconocimiento de su autoridad, de su aura radiante. Era la culminación… Se sobresaltó con una terrible carcajada. De pie, frente a ella, casi más grande que ella, el hombre le decía entre risas: ¿Te la creíste? No me quedaría ni aunque me pagaran… Flaca de mierda. ¿Te apuras? No tengo todo el día.
El orgullo se transformó en una vergüenza que le quemó los pómulos y enseguida le bajó por la espina dorsal, haciéndole temblar las tibias como una descarga eléctrica. No, este trabajo ya no es lo que era, se dijo cabizbaja, hundiéndose en la capucha demasiado grande para su cráneo relamido por las aguas torrenciales del tiempo. Tenía que reaccionar, la presión era enorme, y todo le pareció digno, excepto obedecer a esa orden como lo haría un perro.
Así fue cómo el bromista se salvó de la Muerte.
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