Antología del microrrelato español (1906-2011)
El cuarto género narrativo
Edición de Irene Andres-Suárez
Ediciones Cátedra, 2012.
De esta excelente antología –muy recomendable, por
cierto, para quien desee adentrarse en las arenas movedizas de la microficción en
lengua española y cuya editora propone, audazmente, elevar el microcuento al
rango de “cuarto género narrativo”–, elegí tres, solo tres microrrelatos memorables. Por
supuesto, hay más, muchos más –“El fin de la excursión” de Antonio Fernández
Molina, “Parábola de los buscadores de diamantes”, de Pedro Ugarte, “Borges
ciego” de José María de Quinto, “El agente secreto” de José María Merino, por
nombrar solo algunos–; pero los que siguen son los que me fascinaron
y que, sospecho, van a acompañarme de aquí en adelante. Que los disfruten.
“El fanático de Dios”, de Ramón Gómez de la Serna, Disparates y otros caprichos, 2005.
Leía todas las oraciones de todas las biblias, de todos
los libros sagrados, rezaba a todos los dioses y era zoólatra, idólatra, politeísta
y monoteísta… Todo el día lo dedicaba a todos los cultos.
Y murió, y al entrar en el reino de las sombras se
encontró con un Dios que no estaba citado en ninguna de sus teogonías, un Dios
extraño y callado que le cogió y le amasó en la masa común, otra vez en el barro
común.
“Los peligros de la ambición”, de Ángel Olgoso, La máquina de languidecer, 2009.
Nils Honaffos –escritor en ciernes, y enaltecido por las
bellas letras hasta el extremo de jurar que un día habría de encuadernar sus
obras con su propia piel– decidió convocar a los espíritus de los grandes
maestros antiguos de la poesía noruega para que estos le dieran a beber,
secretamente, el elixir de la inmortalidad literaria. Así pues, Nils enterró un
sapo junto a un acebo solitario a medianoche y caminó en círculo alrededor del
árbol hasta la salida del sol. Con los primeros rayos, emergiendo de entre las
cegadoras estelas vítreas de una nube a ras de tierra, se materializaron los
grandes poetas con sus barbas de yak y sus impresionantes ropajes de rigor.
Tiódolf de Hvin, Tóbiorn el Cuervo y Eyvind Roba-Escaldos entregaron al escritor
en ciernes el odre antiquísimo que rezumaba elixir de la inmortalidad
literaria. Nils Honaffos bebió el contenido con un largo y fervoroso sorbo y
murió en el acto: era tinta; oscura, humilde y ponzoñosa tinta.
“El final”, de Ginés Cutillas, Un koala en el armario, 2010.
Aunque de nuevo se le había hecho tarde en la oficina, le
pareció extraño no coincidir con ningún compañero en el ascensor y que el
conserje no estuviera en la recepción.
En absoluta soledad fue hasta el metro, donde no se cruzó
con nadie bajando las escaleras.
Descubrió el tren parado, vacío y con las puertas
abiertas. Tras comprobar que no había siquiera conductor, optó por salir de
nuevo a la superficie y buscar un taxi. Fue cuando se dio cuenta de que ningún
coche circulaba. Y que había muchos abandonados con las puertas abiertas.
Alertado, fue corriendo hasta su casa donde, con la
respiración aún entrecortada, encendió la televisión para contemplar el plano
fijo de un plató vacío.
Entre vértigos, llegó hasta el baño y sumergió la cabeza
en el agua del lavabo. Al levantarla, una multitud apareció en el espejo.
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