jueves, 18 de octubre de 2012

Tres microcuentos memorables





Antología del microrrelato español (1906-2011)
El cuarto género narrativo
Edición de Irene Andres-Suárez
Ediciones Cátedra, 2012.

De esta excelente antología –muy recomendable, por cierto, para quien desee adentrarse en las arenas movedizas de la microficción en lengua española y cuya editora propone, audazmente, elevar el microcuento al rango de “cuarto género narrativo”–, elegí tres, solo tres microrrelatos memorables. Por supuesto, hay más, muchos más –“El fin de la excursión” de Antonio Fernández Molina, “Parábola de los buscadores de diamantes”, de Pedro Ugarte, “Borges ciego” de José María de Quinto, “El agente secreto” de José María Merino, por nombrar solo algunos–; pero los que siguen son los que me fascinaron y que, sospecho, van a acompañarme de aquí en adelante. Que los disfruten. 



“El fanático de Dios”, de Ramón Gómez de la Serna, Disparates y otros caprichos, 2005.

Leía todas las oraciones de todas las biblias, de todos los libros sagrados, rezaba a todos los dioses y era zoólatra, idólatra, politeísta y monoteísta… Todo el día lo dedicaba a todos los cultos.
Y murió, y al entrar en el reino de las sombras se encontró con un Dios que no estaba citado en ninguna de sus teogonías, un Dios extraño y callado que le cogió y le amasó en la masa común, otra vez en el barro común.



“Los peligros de la ambición”, de Ángel Olgoso, La máquina de languidecer, 2009. 

Nils Honaffos –escritor en ciernes, y enaltecido por las bellas letras hasta el extremo de jurar que un día habría de encuadernar sus obras con su propia piel– decidió convocar a los espíritus de los grandes maestros antiguos de la poesía noruega para que estos le dieran a beber, secretamente, el elixir de la inmortalidad literaria. Así pues, Nils enterró un sapo junto a un acebo solitario a medianoche y caminó en círculo alrededor del árbol hasta la salida del sol. Con los primeros rayos, emergiendo de entre las cegadoras estelas vítreas de una nube a ras de tierra, se materializaron los grandes poetas con sus barbas de yak y sus impresionantes ropajes de rigor. Tiódolf de Hvin, Tóbiorn el Cuervo y Eyvind Roba-Escaldos entregaron al escritor en ciernes el odre antiquísimo que rezumaba elixir de la inmortalidad literaria. Nils Honaffos bebió el contenido con un largo y fervoroso sorbo y murió en el acto: era tinta; oscura, humilde y ponzoñosa tinta.


“El final”, de Ginés Cutillas, Un koala en el armario, 2010. 

Aunque de nuevo se le había hecho tarde en la oficina, le pareció extraño no coincidir con ningún compañero en el ascensor y que el conserje no estuviera en la recepción.
En absoluta soledad fue hasta el metro, donde no se cruzó con nadie bajando las escaleras.
Descubrió el tren parado, vacío y con las puertas abiertas. Tras comprobar que no había siquiera conductor, optó por salir de nuevo a la superficie y buscar un taxi. Fue cuando se dio cuenta de que ningún coche circulaba. Y que había muchos abandonados con las puertas abiertas.
Alertado, fue corriendo hasta su casa donde, con la respiración aún entrecortada, encendió la televisión para contemplar el plano fijo de un plató vacío.
Entre vértigos, llegó hasta el baño y sumergió la cabeza en el agua del lavabo. Al levantarla, una multitud apareció en el espejo.


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