A la entrada me recibe (me repele) un hombre que, derramándose sobre un taburete, levanta un índice nudoso y macizo como un mástil para indicar que no, que no puedo entrar, que es inútil insistir (en caso contrario, según me contaron, el índice, replegándose, vuelve al amasijo de dedos que, semejante a un llavero de carne y hueso, es depositado luego en el bolsillo de la pesada chaqueta de cuero). Hombre paquidérmico y parco, San Pedro (como le dicen, según me contaron, los pocos bienaventurados que logran el ingreso, agradeciéndole de paso el saludo de la noble papada que se inclina, completando otro gesto amistoso: el guiño del ojo grande y coronado por un párpado brillante de sudor, ese ojo como abrumado por el peso de telón que parece amenazar cada una de sus miradas de ballena), San Pedro, entonces, me ha cortado el paso con ese índice nudoso y macizo como un mástil, sin una sola palabra, sólo derramándose sobre el taburete cuyas patas, cortísimas, parecen empotradas en el piso de cemento, con el NO definitivo en la inmovilidad contundente de su grasa musculosa y en la fijeza opaca de sus ojos de mamífero marino. Y yo, pobre pecador, no menos inmóvil bajo la luz roja que promete (garantiza, según me contaron) tantas delicias sin nombre, me contengo a duras penas para no golpearlo en el cráneo rapado y áspero hasta sacarle (o dejarme sacar) sangre, limitándome cobarde y razonablemente a saborear briznas de la música gloriosa que, por las rendijas del portón prohibido, escapa impregnada de luces coloridas, resplandores tropicales y el picante perfume de los ángeles. Pero sé que estorbo, porque en el ojo negro del monstruo se adivina ya una impaciencia amenazante, y detrás de mí, hasta perderse de vista, ansiosamente oscura, soltando uno que otro suspiro estremecedor en la penumbra de la galería, se prolonga la cola de almas en pena, de almas que esperan penetrar, una noche al menos, en el paraíso de la carne.
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