“La patrona” (“The
landlady”, del libro Tales of the
unexpected, 1979), del escritor británico Roald Dahl, es uno de los relatos
más inquietantes y sugerentes que conozco. No me canso de releerlo. Si no lo
han leído todavía, créanme, vale la pena detenerse ante esta calurosa ventana con el
letrero: “Alojamiento y desayuno”. Pero eso sí, lo que pase dentro de la casa
ya corre por su cuenta.
LA PATRONA
Roald Dahl
Billy Weaver había salido de Londres en el cansino
tren de la tarde, con cambio en Swindon, y a su llegada a Bath, a eso de las nueve
de la noche, la luna comenzaba a emerger de un cielo claro y estrellado, por
encima de las casas que daban frente a la estación. La
atmósfera, sin embargo, era mortalmente fría, y el viento, como una plana cuchilla de hielo aplicada a las
mejillas del viajero.—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe de algún hotel barato y que
no quede lejos?—Pruebe en La Campana y el Dragón —le respondió el mozo al
tiempo que indicaba hacia el otro extremo de
la calle—. Quizá allí. Está a unos cuatrocientos metros en esa dirección.
Billy le dio las gracias, volvió a cargar la maleta y se dispuso a cubrir los
cuatrocientos metros que le separaban de La
Campana y el Dragón. Nunca había estado en Bath ni conocía a nadie allí; pero el señor Greenslade,
de la central de Londres, le había asegurado
que era una ciudad espléndida. «Búsquese alojamiento —dijo—, y, en cuanto se
haya instalado, preséntese al director de la sucursal.»Billy contaba diecisiete años. Llevaba un sobretodo nuevo, color azul
marino, un sombrero flexible nuevo,
color marrón, y un traje también marrón y nuevo, y se sentía la mar de
bien. Caminaba a paso vivo calle abajo. En los últimos tiempos trataba de
hacerlo todo con viveza. La viveza, había
resuelto, era, por excelencia, característica común a cuantos hombres de negocios conocían el éxito.
Los jefazos de la casa matriz se mostraban en todo momento dueños de una
absoluta, fantástica viveza. Eran asombrosos. No había tiendas en la anchurosa
calle por donde avanzaba, sólo una hilera de altas casas a ambos lados, idénticas todas ellas Dotadas de pórticos y columnas,
y de escalinatas de cuatro o cinco
peldaños que daban acceso a la puerta principal, era evidente que en otros tiempos habían sido residencias
de mucho postín. Ahora sin embargo,
observó Billy pese a la oscuridad, la pintura de puertas y ventanas se estaba descascarillando
y las hermosas fachadas blancas tenían manchas y resquebrajaduras debidas
a la incuria. De pronto, en una ventana de
taños bajos brillantemente iluminados por una farola distante menos de seis
metros, Billy percibió un rótulo impreso que, apoyado en el cristal de uno de
los cuarterones altos, rezaba: ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Justo debajo del cartel
había un hermoso y alto jarrón con amentos de sauce. Billy se detuvo. Se acercó un poco. Cortinas verdes (una especie de
tejido como aterciopelado) pendían a
ambos lados de la ventana. Junto a ellas, los amentos de sauce quedaban
maravillosos. Aproximándose ahora hasta los mismos cristales, Billy echó una ojeada
al interior. Lo primero que distinguió fue el alegre fuego que ardía en la
chimenea. En la alfombra, delante del hogar, un bonito y pequeño basset dormía
ovillado, el hocico prieto contra el vientre. La estancia, en cuanto le
permitía apreciar la penumbra, estaba llena
de muebles de agradable aspecto: un piano de media cola, un amplio sofá y
varios macizos butacones. En una esquina, en su jaula, advirtió un loro
grande. En lugares como aquél, la presencia de animales era siempre un buen
indicio, se dijo Billy; y le pareció quela
casa, en conjunto, debía de resultar un alojamiento harto aceptable. Y a buen
seguro más cómodo que La Campana y el Dragón. Una taberna, por otra parte, resultaría más simpática que una pensión:
por la noche habría cerveza y juego de dardos y cantidad de gente con quien
conversar; y además era probable que el hospedaje fuese allí mucho más barato.
En otra ocasión había parado un par de noches en una taberna, y le
gustó. En casas de huéspedes, en cambio, no se había alojado nunca, y. para ser del todo sincero, le asustaban una pizca. Su
propio título le evocaba imágenes de
aguanosos guisos de repollo, patronas rapaces y, en el cuarto de estar, un
fuerte olor a arenques ahumados. Tras unos minutos de vacilación, expuesto al frío, Billy resolvió llegarse a La Campana y el
Dragón y echarle un vistazo antes de decidirse. Se dispuso a marchar. Y,
en ese instante, le ocurrió una cosa extraña: a punto ya de retroceder y
volverle la espalda a la ventana, súbitamente
y de forma en extremo singular vio atraída su atención por el rotulito que allí
había. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO, proclamaba. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO, ALOJAMIENTO
Y DESAYUNÓ, ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Las tres palabras eran como otros
tantos grandes ojos negros que, mirándole de hito en hito tras el cristal, le sujetaran, le obligasen, le impusieran
permanecer donde estaba, no alejarse de aquella casa; y, cuando quiso darse cuenta, ya se había apartado de la
ventana y, subiendo los escalones que
le daban acceso, se encaminaba hacia la puerta principal y alcanzaba el
timbre. Pulsó el llamador, cuya campanilla
oyó sonar lejana, en algún cuarto trasero; y enseguida —tuvo que ser
enseguida,
pues ni siquiera le había dado tiempo a retirar el dedo apoyado en el botón—, la
puerta se abrió de golpe y en el vano apareció una mujer. En condiciones ordinarias, uno llama al timbre y
dispone al menos de medio minuto antes
de que la puerta se abra. Pero de aquella señora se hubiera dicho que era un muñeco de resorte comprimido en una caja de
sorpresas: él apretaba el botón del timbre y... ¡hela allí! La brusca
aparición hizo respingar a Billy. La mujer, de unos cuarenta y cinco años, le
saludó apenas verle, con una afable sonrisa acogedora.—Entre, por favor —le
dijo en tono agradable según se hacía a un lado y abría de par en par la
puerta. Y, de forma automática, Billy se encontró trasponiendo el umbral. El
impulso, o, para ser más precisos, el deseo de seguirla al interior de aquella
casa, era poderosísimo.—He visto el anuncio que tiene en la ventana —dijo
conteniéndose.—Sí, ya lo sé.—Andaba en busca de una habitación.—Lo tiene todo preparado, joven —dijo ella. Tenía
la cara redonda y rosada, y los ojos, azules, eran de expresión muy
amable.—Me dirigía a La Campana y el Dragón
—explicó Billy—, pero, casualmente, me llamó la atención el cartel que
tiene en la ventana.—Mi querido muchacho —repuso ella—, ¿por qué no entra y se
quita de ese frío?—¿Cuánto cobra usted?—Cinco chelines y seis peniques por
noche, incluido el desayuno.
Era prodigiosamente barato: menos de la mitad de lo que estaba dispuesto a
pagar.—Si lo encuentra caro —continuó ella—, quizá pudiera ajustárselo un poco.
¿Desea un huevo con el desayuno? Los huevos
están caros en este momento. Sin huevo, le saldría seis peniques más
barato.—Cinco chelines y seis peniques está
muy bien —contestó Billy—. Me gustaría alojarme aquí.—Estaba segura de
ello. Entre, entre usted. Parecía tremendamente amable: ni más ni menos como la
madre de un condiscípulo, nuestro mejor amigo, al acogerle a uno en su casa
cuando llega para pasar las vacaciones de Navidad. Billy se quitó el sombrero y
traspuso el umbral.—Cuélguelo ahí —dijo ella—, y permítame que le ayude a
quitarse el abrigo. No había otros sombreros
ni abrigos en el recibidor; tampoco paraguas ni bastones: nada.—Tenemos toda la casa para nosotros dos —comentó
ella con una sonrisa, la cabeza vuelta, mientras le precedía por las
escaleras hacia el piso superior—. Muy rara vez tengo el placer de recibir
huéspedes en mi pequeño nido, ¿sabe? Está un
poco chalada, la pobre, se dijo Billy; pero, a cinco chelines y seis peniques por
noche, ¿qué puede importarle eso a nadie?—Yo
hubiera pensado que estaría usted lo que se dice asediada de demandas —apuntó
cortés.—Oh, y lo estoy, querido, lo estoy;
desde luego que lo estoy. Pero la verdad es que tiendo a ser un poquitín
selectiva y exigente..., no sé si me explico.—Oh, sí.—De todas formas, siempre estoy a punto. En esta casa está todo a punto,
noche y día, ante la remota posibilidad de que se me presente algún joven
caballero aceptable. Y resulta un placer tan grande, realmente tan inmenso,
cuando, de tarde en tarde, abro la puerta y me encuentro con la persona verdaderamente
adecuada. Se encontraba a mitad de la
escalera, y allí se detuvo, apoyando la mano en la barandilla, para
volverse y ofrecerle la sonrisa de sus pálidos labios.—Como usted —concluyó al tiempo que sus ojos azules recorrían lentamente
el cuerpo de Billy de la cabeza a los pies y, luego, en dirección
inversa. Al alcanzar el primer descansillo, agregó:—Esta planta es la mía. Y
tras subir otro piso: —Y ésta es enteramente suya —proclamó—. Su cuarto es
éste. Espero que le guste. Y le condujo al interior de una reducida pero
seductora habitación delantera cuya luz encendió al entrar.—El sol de la mañana da de pleno en la ventana,
señor Perkins. Porque se llama usted Perkins, ¿no es así?—No, me llamo
Weaver.
—Weaver. Un apellido muy bonito. He puesto una
botella de agua caliente, para quitarle la humedad de las sábanas, señor Weaver. Encontrar una botella de
agua caliente entre las limpias sábanas de una cama desconocida es tan
placentero, ¿no le parece? Y, si siente frío, puede encender el gas de la
chimenea cuando le apetezca.— Muchas gracias —respondió Billy—. Muchísimas
gracias. Advirtió que la colcha había sido
retirada y que el embozo aparecía pulcramente doblado a un lado: todo
listo para acoger a quien ocupara e! lecho.—Celebro
infinito que haya aparecido —dijo ella, mirándole con intensidad el rostro—.
Comenzaba a preocuparme.—Descuide —respondió Billy, muy animado—. No tiene por
qué preocuparse por mí. Y, colocada la maleta encima de la silla, empezó a
abrirla.—¿Y la cena, querido joven? ¿Ha podido cenar algo por el camino?—No tengo nada de hambre, muchas gracias —contestó
él—. Lo que voy a hacer, creo, es acostarme
lo antes posible, pues mañana he de madrugar un poco; debo presentarme
en la oficina.—Pues conforme. Le dejaré solo,
para que pueda deshacer su equipaje. De todas formas, ¿tendría la bondad, antes
de retirarse, de pasar un instante por el cuarto de estar, en la planta, y firmar el registro? Es una
formalidad que rige para todos, pues así lo establecen las leyes del país, y no es cosa de que contravengamos ninguna
ley en estafase del trato, ¿no le parece? Y, tras agitar la mano a modo de breve saludo, salió presurosa cíe la
habitación y cerró la puerta. Pues
bien, el hecho de que su patrona diese la impresión de estar un poco chiflada no le preocupaba a Billy en lo más mínimo.
Comoquiera que se mirase, no sólo era inofensiva —ese extremo estaba
fuera de duda—, sino que se trataba, bien a las claras, de un alma generosa y
amable. Era posible, conjeturó Billy, que hubiese perdido un hijo en la guerra,
o algo parecido, y que no hubiera llegado a recuperarse del golpe. De manera
que, pasados unos minutos, después de deshacer la maleta y lavarse las manos, trotó escaleras abajo y, llegado a la
planta, entró en la sala de estar. No seencontraba allí la patrona, pero el fuego ardía en la chimenea y el pequeño
bassetcontinuaba durmiendo frente al
hogar. La estancia estaba magníficamente caldeada yacogedora. Soy un
tipo con suerte, se dijo frotándose las manos. Esto está requetebién.Como encontrara el registro encima del piano y
abierto, sacó la pluma y anotó sunombre y dirección. La página sólo tenía dos
inscripciones anteriores, y, como siemprehacemos en tales casos, se puso a leerlas. La primera era de un tal Christopher Mulholland,
de Cardiff. La otra, de Gregory W. Temple, de Bristol. Qué curioso, pensó de
pronto. Christopher Mulholland. Ese nombre me suena. Y bien, ¿dónde diablos
habría oído aquel apellido un tanto insólito? ¿Correspondería
a un condiscípulo? No. ¿Se llamaría así alguno de los muchos pretendientes
de su hermana, o, tal vez, un amigo de su padre? No, no, ni lo uno ni lo otro. Echó
una nueva ojeada al libro.
Christopher Mulholland 231 Cathedral Road, Cardiff
Gregory W. Temple 27 Sycamore Drive, Bristol
A decir verdad, y ahora que se detenía a pensarlo,
no estaba muy seguro de que el segundo nombre no le sonase casi tanto como el primero.—Gregory Temple —dijo en voz alta mientras exploraba
en su memoria—.Christopher Mulholland...—Encantadores muchachos —apuntó
una voz a su espalda. Al volverse vio a su
patrona, que entraba en la sala como flotando, cargada con una gran
bandeja de plata para el té. La sostenía muy en alto, como si fueran las
riendas de un caballo retozón.—No sé de qué, pero esos nombres me suenan —dijo
Billy.—¿De veras? Qué interesante.—Estoy casi convencido de haberlos oído ya en
alguna parte. ¿No es extraño? Quizálos leyese
en el periódico. No serían famosos por algo, ¿verdad? Quiero decir, famosos jugadores
de cricket o de fútbol, o algo por el estilo...—¿Famosos? —repitió ella al
dejar la bandeja en la mesita que daba frente al hogar —. Oh, no, no creo que fueran famosos. Pero, de
eso sí puedo darle fe, ambos eran extraordinariamente guapos: altos,
jóvenes, apuestos..., justo como usted, querido joven. Una vez más, Billy ojeó
el registro.—Pero oiga —dijo al reparar en las fechas—, esta última anotación
tiene más de dos años.—¿En serio?—Desde
luego. Y Christopher Mulholland le precede en casi un año. Hace, pues, más
de tres años de eso.—Santo cielo —exclamó ella meneando la cabeza y con un
pequeño suspiro melifluo—. Nunca lo hubiera pensado. Cómo vuela el tiempo,
¿verdad, señor Wilkins?—Weaver —corrigió Billy—. Me llamo W-e-a-v-e-r.—¡Oh, por supuesto! —gritó al tiempo que se sentaba
en el sofá—. Qué tonta soy.Mil perdones. Las cosas, señor Weaver, me
entran por un oído y me salen por el otro. Así soy yo.—¿Sabe qué hay de
verdaderamente extraordinario en todo esto? —replicó Billy.—No, mi querido
joven, no lo sé.—Pues verá usted... estos
dos apellidos, Mulholland y Temple, no sólo me da la impresión de
recordarlos separadamente, por así decirlo, sino que, por el motivo que sea, y de forma muy singular, parecen, al mismo tiempo,
como relacionados entre sí. Corno si ambos fuesen famosos por un misino motivo,
no sé si me explico... como... bueno... como Dempsey y Tunney, por
ejemplo, o Churchill y Roosevelt.
—Qué divertido —respondió ella—; pero acérquese, querido, siéntese aquí a
mi lado en el sofá, y tome una buena taza de té y una galleta de jengibre antes
de irse a la cama.—No debería molestarse, de
veras —dijo Billy—. No había necesidad de preparar tantas cosas. Lo dijo plantado en pie junto al piano,
observándola conforme manipulaba ella las tazas y los platillos. Reparó en sus
manos, que eran pequeñas, blancas, ágiles, de uñas esmaltadas de
rojo.—Estoy casi seguro de que ha sido en los periódicos donde he visto esos
nombres —insistió el muchacho—. Lo recordaré en cualquier momento. Estoy
seguro. No hay mayor tormento que esa sensación
de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella. Billy no se
avenía a desistir.—Un momento —dijo—, espere un momento... Mulholland...
Christopher Mulholland...¿No se llamaba así aquel colegial de Eton, que
recorría a pie el oeste del país, cuando, de pron...?—¿Leche? —preguntó ella—.
¿Azúcar también?—Sí, gracias. Cuando, de pronto...—¿Un colegial de Eton?
—repitió la patrona—. Oh, no, imposible, querido; no puede tratarse, en forma alguna, del mismo señor
Mulholland: el mío, cuando vino a mí, no era ciertamente un colegial de Eton
sino un universitario de Cambridge. Y ahora, venga aquí, siéntese a mi lado y
entre en calor frente a este fuego espléndido. Vamos. Su té le está esperando.
Y, con unas palmaditas en el asiento que
quedaba libre a su lado, sonrió a Billy a la espera de que se acercase. El
muchacho cruzó lentamente la estancia y se sentó en el borde del sofá.
Ella le puso delante la taza de té, en la mesita.—Bueno, pues aquí estamos —dijo ella—. Qué agradable, qué acogedor
resulta esto, ¿verdad? Billy dio un
primer sorbo a su té. Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá, de medio minuto,
ambos guardaron silencio. Billy, sin embargo, se daba cuenta de que ella le
miraba. Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos, así lo percibía, le observaban
por encima de la taza, fijos en su rostro. De vez en cuando el muchacho sentía
hálitos de un peculiar perfume que parecía emanar directamente de ella. De
forma algo desagradable, le recordaba..., bueno, no hubiera sabido decir a qué le recordaba. ¿Las castañas confitadas?
¿El cuero por estrenar? ¿O sería, acaso, los pasillos de los
hospitales?—El señor Mulholland —comentó ella
por fin— era un extraordinario bebedor de té. En la vida he conocido a nadie
que bebiera tanto té como el adorable, encantador señor Mulholland.—Imagino que marcharía hace no mucho —dijo Billy,
que continuaba devanándoselos sesos en relación con ambos apellidos. Ahora
tenía ya la absoluta certeza de haberlos leído en la prensa, en los titulares.—¿Marchar, dice? —contestó ella arqueando las
cejas—. Pero querido joven, el señor Mulholland jamás hizo tal cosa.
Sigue aquí. Como el señor Temple. Están los dos en el tercer piso, juntos.
Billy depositó con cuidado la taza en la mesa y miró de hito en hito a su
patrona. Ella le sonrió, avanzó una de sus
blancas manos y le dio unas confortables palmaditas en la rodilla.—¿Qué
edad tiene usted, mi querido muchacho? —quiso saber.—Diecisiete
años.—¡Diecisiete años! —exclamó la patrona—. ¡Oh, la edad ideal! La misma que
tenía el señor Mulholland. Aunque él, diría
yo, era un poquitín más bajo; lo que es más, lo aseguraría; y no acababa de tener tan blancos los dientes. Sus dientes
son una preciosidad, señor Weaver, ¿lo sabía usted?—No están tan sanos como parecen —respondió Billy—.
Tienen montones de empastes detrás.—El señor Temple era, desde luego,
algo mayor —continuó ella, pasando por alto la observación—. La verdad es que
tenía veintiocho años. Pero, de no habérmelo dicho él, yo nunca lo hubiera
imaginado. Jamás en la vida. No tenía una mácula en el cuerpo.—¿Una qué?—Que su
piel era lo mismito que la de un bebé. Siguió
un silencio. Billy recuperó la taza, sorbió de nuevo y volvió a depositarla cuidadosamente
en el plato. Esperó a que su patrona interviniera de nuevo; pero ella daba la
impresión de haberse sumido en otro de aquellos silencios suyos. Billy se quedó
mirando con fijeza hacia el rincón opuesto, los dientes clavados en el labio
inferior.—Ese loro —dijo finalmente—, ¿sabe
que me engañó por completo, cuando lo vi desde la calle? Hubiera jurado
que estaba vivo.—Ay, ya no.—La disección es habilísima —añadió él—. No se le ve
nada muerto. ¿Quién la hizo?—La hice yo.—¿Usted?—Claro está. Y ya se habrá fijado, también, en mi pequeño Basil —dijo,
señalandocon la cabeza al basset tan plácidamente ovillado ante el
hogar.Vueltos hacia él los ojos, Billy se
percató, de repente, de que el perro habíapermanecido todo el rato tan inmóvil y silencioso como el loro. Extendió
una mano y lepalpó suavemente lo alto del lomo. Lo encontró duro y frío, y, al
peinarle el pelo con losdedos, vio que la piel, de un negro ceniciento,
estaba seca y perfectamente conservada.—Por
todos los santos —exclamó—, esto es de todo punto fascinante. —Olvidando al
perro, observó con profunda admiración a la mujer menudita que ocupaba el sofá
a su lado y añadió—: Un trabajo como éste debe de resultarle
dificilísimo.—En absoluto —replicó ella—. Diseco personalmente a todas mis
mascotas cuando pasan a mejor vida. ¿Le apetece otra taza de té?—No, gracias
—respondió Billy. Tenía la infusión un cierto sabor a almendras amargas y no le
atraía demasiado.—Ha firmado usted el registro, ¿verdad?
—Sí, claro.—Buena cosa. Lo digo porque,
si más adelante llego a olvidar cómo se llamaba usted, siempre me queda
la solución de bajar y consultarlo. Lo sigo haciendo, casi a diario, en cuanto
al señor Mulholland y el señor... el señor...—Temple —apuntó Billy—. Gregory
Temple. Perdone la pregunta, pero ¿acaso no ha tenido, en estos últimos dos o
tres años, más huéspedes que ellos? Con la
taza de té en una mano y sostenida en alto, la cabeza ligeramente ladeada a la
izquierda, la patrona le miró de soslayo y, con otra de aquellas amables
sonrisitas, dijo:—No, querido. Sólo usted.