El día 23 de julio de 2009, en el auditorio del Espacio Simón I. Patiño de La Paz, se llevó a cabo la presentación de Prosas Sacras. A tiempo de agradecer las palabras, la generosidad, y admirar el ingenio de las lecturas que Eduardo Mitre, Juan Carlos Ramiro Quiroga, Fernando Iturralde y Jessica Freudenthal han hecho de esta mi primera obra, quisiera compartir fragmentos elegidos con el único fin de que usted, querido (deseado) lector, pueda sentirse invitado a manchar con sus dedos lo que el tiempo, con desprecio tal vez justificado, deposita sobre el sudor y el insomnio.
G.A.R.
1. Contratapa del libro, Eduardo Mitre
Poesía evanescente como el agua de la lluvia al sol, como la escritura a los ojos del lector. No sólo escritura fluida, sino escritura de la fluidez, que implica una conciencia lúcida del tránsito, del cambio, y también del acabamiento que signan nuestra condición o destino. De ahí que el agua sea, en la poesía de Guillermo-Augusto Ruiz (La Paz, 1982), el elemento predominante como imagen y realidad del universo, y asimismo, el principio que pauta el decir poético: “Una gota de tinta con la cual empezar el mundo. Una gota / De tinta. Una ínfima porción del pantano de Lerna.”, se lee en “Elogio de la Hidra”, poema que inaugura Prosas Sacras (título que, es obvio, evoca las profanas y célebres de Rubén Darío).
Cifra de la poesía de Ruiz, el agua señala asimismo el doble movimiento que alterna en su escritura, la cual se desplaza como “lluvia horizontal” (dicho sea con el título de uno de sus hermosos poemas) o movimiento vertical, precipitación, caída. De este modo, levedad y gravedad, agua y fuego, amor y soledad, pactan en una escritura que opta por la ondulación serpenteante de los textos de Francis Ponge, o por la línea recta a la manera de los criptogramas poéticos de René Char. “La muerte no tiene cara, pero uno tiene la cara de la muerte. / Y solo queda el deseo, el ardiente de ver alguna vez, cara a cara, nuestra propia cara”, escribe Ruiz.
Con idéntica brevedad y precisión se manifiesta la carta de creencia del poeta: la íntima correspondencia entre “La vida la poesía”, título y poema emblemático de su hacer poético:
"Es la leche de la noche. / Es la lluvia del alma en el hondo espejo de la muerte. / Es el manar de las palabras, del silencio / Que gotea en el cuenco de las manos. / Y todo es un incendio."
Este poema –demás está decirlo— es la mejor presentación de Prosas sacras, por cuyas páginas fluye una voz antigua y nueva para la poesía boliviana contemporánea.
EDUARDO MITRE
2. "El desplomar de sílabas en el vacío", Jessica Freudenthal
Desde el título, el poemario de Guillermo-Augusto Ruiz nos propone un juego, un enigma. Es un “libro de poemas”, ganador de una mención de honor en el Yolanda Bedregal, titulado Prosas Sacras.
La poesía se constata o verifica como “género” en el acto de lectura, en la relación con cada lector. Además, en algún momento se otorgó a la poesía un carácter sagrado, incluso “espiritual”. Contrapuesta a la “prosa”, ligada a “lo prosaico”, como dice el DRAE: col. Verborrea excesiva para expresar ideas banales y sin importancia. Aspecto de la realidad más vulgar o más lejano del ideal.
Pero son justamente estas afirmaciones las que este libro cuestiona. Pretender que hoy en día hay “géneros puros” es absurdo. Como decía Blanchot: "La literatura no soporta ya la distinción de los géneros y necesita romper esos límites". Citándolo nuevamente: "Un libro ya no pertenece a un género, todo libro remite únicamente a la literatura". Eso plantea el libro desde la tensión de su título: Prosas Sacras (un libro de poemas).
Este es un libro de relaciones dialécticas, tensiones constantes.
La primera tensión es la del silencio (llamémosle gráficamente espacio en blanco de la hoja) y el de la palabra (gráficamente expresadas por las palabras escritas en el papel). Así en el primer texto, “Elogio de la Hidra”, la voz poética enuncia:
Una gota de tinta con la cual empezar el mundo.
Esa gota que será tinta, que será sangre, que será mancha. Infinitas cabezas de lo monstruoso, aquello que debe mostrarse para ser, igual que la escritura.
Esta tensión entre el silencio –palabra, página en blanco– y la escritura, nos lleva a la tensión oximorónica y dialéctica de “lo claro y lo oscuro”. Y el poema que continúa se titula justamente de esa manera: Claroscuro, donde se reflexiona sobre la propia palabra, en una escritura metalingüística que juega como un vaivén de olas en el papel. Otro título que pone en evidencia esta tensión es "Transparencia del negro", texto que aparenta por su disposición en la página ser más cercano a la prosa.
En esta escritura de tensiones y dialécticas, no podía faltar la dialéctica vida - muerte que recorre todo el libro, fluye a través de él como un río. Y es justamente la imagen del río y la importancia del agua como elemento de vida/muerte la que se repite constantemente en el poemario. Esta metáfora es ya una metáfora clásica en la literatura, retomada en Prosas Sacras:
Porque todos somos
–Sangre y sueños sin fin–
Del silencio y el tiempo.
Porque todos somos
–Vida y muerte enlazadas–
El silencio y el tiempo.
El libro nos muestra la escritura como lluvia horizontal, un río: la noche fluye, la ciudad fluye, el agua es tinta… Y todo es escritura posible.
La nieve es la página en blanco, el río es escritura (mancha sin tintero), las hojas de los árboles son hojas de papel:
Hojas que danzarán la danza macabra con la muerte, esa danza bellísima que evoca vida y se dirige directamente hacia el fin.
"Ugly is as holy as beuty", citará el autor a Ginsberg para decir que “lo feo es tan sagrado como lo bello”, para confirmar su escritura dialéctica de aquello SACRO que confronta dos universos, dos mundos, dos formas de pensamiento.
En todo el texto, se da forma visible a la tensión entre el silencio y la palabra. El espacio en blanco como un silencio profundo. Recordándonos a Pizarnik, donde no sólo el vacío de la página representa al silencio, sino la utilización de conceptos opuestos, la contradicción, relaciones oximorónicas, porque la contradicción puede anular dos sentidos, pero también permite que el desplazamiento semántico dé lugar al silencio.
Casi al final del libro, las tensiones se resumen, las relaciones dialécticas alcanzan su mayor expresión en un incendio:
La vida la poesía
Es la leche de la noche.
Es la lluvia del alma en el hondo espejo de la muerte.
Es el manar de las palabras, del silencio
Que gotea en el cuenco de las manos.
Y todo es un incendio.
La vida la poesía es una leche de la noche, una leche blanca pero manchada por la oscuridad de la noche. Es una lluvia del alma (vida), una lluvia clara, pero que se refleja en el hondo espejo de la muerte.
La vida de la poesía es el manar de las palabras, palabras que salen desde el silencio, que son del silencio, palabras lluvia/ palabras agua que gotean en el cuenco de las manos. Y donde, para concluir, TODO ES UN INCENDIO.
Quizás los poemas en prosa eran una rareza en tiempos de Baudelaire y Bertrand, pero bien sabemos que el problema del lenguaje es justamente el de sus transformaciones, a todo nivel.
El fuego limpia, pero deja el tizne de las cenizas. Este libro se quema a sí mismo, para levantarse de sus propias cenizas.
O en las palabras del poeta:
Poesía, digo, y se oye un desplomar
De sílabas en el vacío.
No hemos resuelto el enigma, vagamos entre prosa, entre poesía, entre prosa poética, relato, caligramas, poesía visual… La esfinge nos traga, y nos devuelve todas las posibilidades de lectura, los ilimitados límites de los “géneros” literarios.
Jessica Freudenthal
La Paz, julio de 2009
3. "Prosas sacras o el descaro de la paradoja", Fernando Iturralde
El pensamiento no es nada sin alguna cosa que lo obligue a pensar, que violente al pensamiento. Más importante que el pensamiento es aquello que “da qué pensar”; más importante que el filósofo, el poeta.
Gilles Deleuze
1
Una de las más violentas figuras del lenguaje, aquella que parece cumplir a la perfección lo que dice Deleuze sobre la poesía como aquello que violenta al pensamiento, es la paradoja. La paradoja constituye una de las más eficientes formas del lenguaje en el momento de suscitar alguna reflexión, de avivar el pensamiento. La paradoja llega y, con una concreción alarmante, nos da un ladrillazo en la cabeza como conminándonos a pensar. La paradoja es, por lo tanto, una de las principales aliadas de la filosofía. Ahora, ¿qué tiene que ver la paradoja con la poesía? ¿No es la poesía moderna el lugar privilegiado de lo paradójico? ¿No encontramos en Baudelaire, en Rimbaud, en Verlaine, en Artaud, en Michaux, ese afán por dar cuenta de aquello que la opinión común, que la doxa, no toma en cuenta, de aquello que escapa al marco de consideración del sentido común? Pero no sólo existe una voluntad de ir al encuentro de lo establecido, de la norma, no existe únicamente el afán de “dar la contra”; hay también, y primordialmente, un esfuerzo por demostrar cómo es que lo que la opinión común considera como opuestos radicales no es más que el producto de un mismo origen, no es sino lo mismo. Una vez más la ley parece cumplirse: todo aquello que desea diferenciarse excesivamente lo hace porque busca ocultar un origen común; la diferencia es el disfraz de la identidad.
Lo primero que observamos al leer Prosas sacras es el descaro de la paradoja: ¿cómo es posible que la prosa sea sacra? ¿Cómo puede ser que la forma del lenguaje que le pertenece a todo el mundo, desde el político hasta el publicista, la prosa, esa cosa tan degradada, pisoteada e insignificante, sea algo sacro? ¿Qué hay de sagrado en la bajeza, en la vileza de la prosa? Una respuesta apresurada podría replicar: “a lo mejor la forma es profana, pero los contenidos son sacros”. Pero esta respuesta elude el problema de manera fácil y no se fija en la realidad de las cosas: muchos de los poemas que componen Prosas sacras están marcados por la voluntad de poner en el lugar de lo sagrado aquello que repugna, la mierda misma, un pedazo de carroña insignificante. En el lugar de lo sagrado, nos encontramos de pronto con una insignificancia, con una cochinada; en el lugar del sacerdote, el pedófilo que roba niños. Precisamente con esto encontramos uno de los principales elementos de la paradoja: la paradoja no se caracteriza por presentar por un lado la opinión común y, luego, por otro, la opinión contraria. No es como si las dos cosas estuviesen separadas, como si en la paradoja se tratara simplemente de decir lo contrario de la opinión común; no, lo grandioso y lo siniestro de la paradoja es que precisamente tiene la capacidad de demostrarnos que lo que pensábamos radicalmente opuesto, no es más que la otra cara de lo mismo. La paradoja nos muestra que sólo puede ser sacro aquello que contiene en sí lo más elevado y lo más bajo al mismo tiempo; sólo en la medida en que algo es despreciable, insignificante, obsceno, demasiado violento, demasiado impactante, tanto así que ya no se puede asimilar, que algo puede ser sagrado. Lo sagrado se confunde con su opuesto, que no es lo profano, sino lo repugnante. Como bien ha demostrado René Girard, lo sagrado es un producto de un acto sanguinario, de un acto violento, de la más bárbara y cruenta de las acciones, de los crímenes más bajos, del mecanismo de asesinato colectivo más cobarde que se pueda imaginar: lo sagrado sólo surge a partir de la violencia. En esto, Nietzsche tenía toda la razón: “¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las cosas buenas!"
Esta paradoja no sólo se expresa en el título, sino en el espíritu mismo del poemario (bástenos leer atentamente la sección titulada “Relámpagos”): no hay ningún tipo de concesión ante “la maldición de la miel”, ante la dulzura de la imagen armónica; todo está contaminado, infestado por el crepitar del fuego, el chirrido de los metales, los vapores y vahos de las labores metalúrgicas, el crujido de los huesos, “las aguas de hierro”, “las costillas rotas”, “la carne deshecha”, “los restos de flores”, “los peces anhelantes del río”, “la respiración turbada por los mosquitos clavados en el aire”. Y es que la paradoja misma sobre la cual el poemario entero se funda, en ese común origen, en esa coincidencia escandalosa entre lo sagrado y lo violento, entre la crudeza de lo repugnante, del asco y lo aterrador y grandilocuente de lo divino; esa mismísima paradoja está expresada por quien forja, a duras penas, con el mugroso sudor de la frente, estas prosas. Se trata de Hefesto. Es el dios del fuego, de la fragua, de la técnica, de las labores manuales quien está encargado de hacer materialmente estos poemas. Hefesto es, pues, el laborioso, el trabajador manual, aquel que, precisamente en la medida en que trabaja excesivamente con herramientas que fungen de prótesis para su cuerpo es un deforme, un cojo, feo y enano. Hefesto es la encarnación de la ambigüedad de lo sagrado a la que hacíamos referencia. Estamos ante la poderosa intuición de una imagen que se encarga en un mismo movimiento de enaltecer y divinizar al poeta y de denigrarlo y arrastrarlo por la mugre. Es que Hefesto implica, a un tiempo, esa divinidad extraña y conflictiva pero netamente creadora y a la vez la condición moderna del poeta como aquel que trabaja, compone sus poemas como el más vil de los seres: el torpe manufacturero que pretende ganarse el pan con aquello que escribe. Cabe recordar el profundo desprecio que se tenía en la Antigüedad por el trabajo manual, por la labor terrenal del esfuerzo. Como sugiere Gilbert Simondon, ese desprecio se fundaba –muy probablemente- en la asociación que se hacía entre el trabajo manual, que usualmente implicaba la manipulación de alguna herramienta, y la fisionomía deforme de quien se dedicaba a ese tipo de labores. Así, para Platón, el trabajador manual, el mecánico, pero muy específicamente, el herrero, era un hombre “enano y calvo”. En cierta forma, Hefesto era la versión divina de ese problema: en su destino estaba escrita esa doble suerte: su deformidad implicaba su laboriosidad y viceversa. Por eso aquí el poeta surge como un dios creador, forjador –en el sentido más material del término-, pero esa capacidad sólo se puede decir de su humillante condición actual de trabajador de las letras, de obrero del lenguaje. Hefesto está condenado y al mismo tiempo es un dios; es el expulsado, el rechazado, el hazmerreír, la causa de la burla, el chivo expiatorio de los conflictos entre Zeus y Hera, el trabajador deforme y, a la vez, el dios capaz de conquistar los favores de Afrodita, el amo y señor del fuego, el creador de los objetos más preciados de la mitología griega. Hefesto es, propiamente un condenado, un condenado a una labor divina y repugnante: “a enfrentar sin fin los rostros del fuego”.
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Ante tanta paradoja, uno podría terminar creyendo que los poemas de Guillermo-Augusto Ruiz son complicados, intricados, de difícil acceso, oscuros, plagados de un hermetismo impenetrable… Pero es todo lo contrario. De hecho, sorprende la simplicidad, la llaneza, la claridad, la evidencia, la sencillez con que los abismos más vertiginosos son afrontados. No hay una pose forzada que se quiera oscura y misteriosa. La vieja pose del hermetismo no se asoma por ningún lado. Y sin embargo eso no quiere decir que no haya una terrible profundidad. En el discurso “La montaña de los olivos”, Zarathustra habla de la admiración que siente por todos aquellos que, silenciosos y enigmáticos, saben ocultar el misterio que llevan consigo. Eso da la impresión de profundidad en sus aguas: “Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta. Pero existe otro tipo de hombres enigmáticos que porque son profundos no necesitan aparentar una supuesta profundidad: su profundidad aparece con evidencia en su superficie, en la llaneza y claridad de lo que dicen. “Pero los luminosos, los bravos, los transparentes -ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara- lo traiciona.” Es ese el mayor logro de Prosas Sacras: es una demostración de que no hay necesidad de enturbiar las aguas para ser profundo, que al contrario las aguas más claras son las que dejan translucir lo abismal del pozo. No hay un pretil que haga creer que el pozo es profundo y peligroso. Aquí las advertencias no sirven de nada, pues la profundidad y el vértigo son un hecho, aparecen plenamente. El abismo está cerca; aquí se lo dice claro, eximio. A fin de cuentas, la poesía no es más que eso: “Vértigo tapizado de huesos –sin pretil hacia el abismo.”
Fernando Iturralde Roberts
4. Los dos textos escritos por el poeta y ensayista Juan Carlos Ramiro Quiroga, más conocido en la blogosfera como "mister K":
http://www.culpinak.blogspot.com/
http://www.arbork.com.bo/ver_entrada.php?id=120&tipo=8
5. MUESTRA DEL LIBRO
El pensamiento no es nada sin alguna cosa que lo obligue a pensar, que violente al pensamiento. Más importante que el pensamiento es aquello que “da qué pensar”; más importante que el filósofo, el poeta.
Gilles Deleuze
1
Una de las más violentas figuras del lenguaje, aquella que parece cumplir a la perfección lo que dice Deleuze sobre la poesía como aquello que violenta al pensamiento, es la paradoja. La paradoja constituye una de las más eficientes formas del lenguaje en el momento de suscitar alguna reflexión, de avivar el pensamiento. La paradoja llega y, con una concreción alarmante, nos da un ladrillazo en la cabeza como conminándonos a pensar. La paradoja es, por lo tanto, una de las principales aliadas de la filosofía. Ahora, ¿qué tiene que ver la paradoja con la poesía? ¿No es la poesía moderna el lugar privilegiado de lo paradójico? ¿No encontramos en Baudelaire, en Rimbaud, en Verlaine, en Artaud, en Michaux, ese afán por dar cuenta de aquello que la opinión común, que la doxa, no toma en cuenta, de aquello que escapa al marco de consideración del sentido común? Pero no sólo existe una voluntad de ir al encuentro de lo establecido, de la norma, no existe únicamente el afán de “dar la contra”; hay también, y primordialmente, un esfuerzo por demostrar cómo es que lo que la opinión común considera como opuestos radicales no es más que el producto de un mismo origen, no es sino lo mismo. Una vez más la ley parece cumplirse: todo aquello que desea diferenciarse excesivamente lo hace porque busca ocultar un origen común; la diferencia es el disfraz de la identidad.
Lo primero que observamos al leer Prosas sacras es el descaro de la paradoja: ¿cómo es posible que la prosa sea sacra? ¿Cómo puede ser que la forma del lenguaje que le pertenece a todo el mundo, desde el político hasta el publicista, la prosa, esa cosa tan degradada, pisoteada e insignificante, sea algo sacro? ¿Qué hay de sagrado en la bajeza, en la vileza de la prosa? Una respuesta apresurada podría replicar: “a lo mejor la forma es profana, pero los contenidos son sacros”. Pero esta respuesta elude el problema de manera fácil y no se fija en la realidad de las cosas: muchos de los poemas que componen Prosas sacras están marcados por la voluntad de poner en el lugar de lo sagrado aquello que repugna, la mierda misma, un pedazo de carroña insignificante. En el lugar de lo sagrado, nos encontramos de pronto con una insignificancia, con una cochinada; en el lugar del sacerdote, el pedófilo que roba niños. Precisamente con esto encontramos uno de los principales elementos de la paradoja: la paradoja no se caracteriza por presentar por un lado la opinión común y, luego, por otro, la opinión contraria. No es como si las dos cosas estuviesen separadas, como si en la paradoja se tratara simplemente de decir lo contrario de la opinión común; no, lo grandioso y lo siniestro de la paradoja es que precisamente tiene la capacidad de demostrarnos que lo que pensábamos radicalmente opuesto, no es más que la otra cara de lo mismo. La paradoja nos muestra que sólo puede ser sacro aquello que contiene en sí lo más elevado y lo más bajo al mismo tiempo; sólo en la medida en que algo es despreciable, insignificante, obsceno, demasiado violento, demasiado impactante, tanto así que ya no se puede asimilar, que algo puede ser sagrado. Lo sagrado se confunde con su opuesto, que no es lo profano, sino lo repugnante. Como bien ha demostrado René Girard, lo sagrado es un producto de un acto sanguinario, de un acto violento, de la más bárbara y cruenta de las acciones, de los crímenes más bajos, del mecanismo de asesinato colectivo más cobarde que se pueda imaginar: lo sagrado sólo surge a partir de la violencia. En esto, Nietzsche tenía toda la razón: “¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las cosas buenas!"
Esta paradoja no sólo se expresa en el título, sino en el espíritu mismo del poemario (bástenos leer atentamente la sección titulada “Relámpagos”): no hay ningún tipo de concesión ante “la maldición de la miel”, ante la dulzura de la imagen armónica; todo está contaminado, infestado por el crepitar del fuego, el chirrido de los metales, los vapores y vahos de las labores metalúrgicas, el crujido de los huesos, “las aguas de hierro”, “las costillas rotas”, “la carne deshecha”, “los restos de flores”, “los peces anhelantes del río”, “la respiración turbada por los mosquitos clavados en el aire”. Y es que la paradoja misma sobre la cual el poemario entero se funda, en ese común origen, en esa coincidencia escandalosa entre lo sagrado y lo violento, entre la crudeza de lo repugnante, del asco y lo aterrador y grandilocuente de lo divino; esa mismísima paradoja está expresada por quien forja, a duras penas, con el mugroso sudor de la frente, estas prosas. Se trata de Hefesto. Es el dios del fuego, de la fragua, de la técnica, de las labores manuales quien está encargado de hacer materialmente estos poemas. Hefesto es, pues, el laborioso, el trabajador manual, aquel que, precisamente en la medida en que trabaja excesivamente con herramientas que fungen de prótesis para su cuerpo es un deforme, un cojo, feo y enano. Hefesto es la encarnación de la ambigüedad de lo sagrado a la que hacíamos referencia. Estamos ante la poderosa intuición de una imagen que se encarga en un mismo movimiento de enaltecer y divinizar al poeta y de denigrarlo y arrastrarlo por la mugre. Es que Hefesto implica, a un tiempo, esa divinidad extraña y conflictiva pero netamente creadora y a la vez la condición moderna del poeta como aquel que trabaja, compone sus poemas como el más vil de los seres: el torpe manufacturero que pretende ganarse el pan con aquello que escribe. Cabe recordar el profundo desprecio que se tenía en la Antigüedad por el trabajo manual, por la labor terrenal del esfuerzo. Como sugiere Gilbert Simondon, ese desprecio se fundaba –muy probablemente- en la asociación que se hacía entre el trabajo manual, que usualmente implicaba la manipulación de alguna herramienta, y la fisionomía deforme de quien se dedicaba a ese tipo de labores. Así, para Platón, el trabajador manual, el mecánico, pero muy específicamente, el herrero, era un hombre “enano y calvo”. En cierta forma, Hefesto era la versión divina de ese problema: en su destino estaba escrita esa doble suerte: su deformidad implicaba su laboriosidad y viceversa. Por eso aquí el poeta surge como un dios creador, forjador –en el sentido más material del término-, pero esa capacidad sólo se puede decir de su humillante condición actual de trabajador de las letras, de obrero del lenguaje. Hefesto está condenado y al mismo tiempo es un dios; es el expulsado, el rechazado, el hazmerreír, la causa de la burla, el chivo expiatorio de los conflictos entre Zeus y Hera, el trabajador deforme y, a la vez, el dios capaz de conquistar los favores de Afrodita, el amo y señor del fuego, el creador de los objetos más preciados de la mitología griega. Hefesto es, propiamente un condenado, un condenado a una labor divina y repugnante: “a enfrentar sin fin los rostros del fuego”.
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Ante tanta paradoja, uno podría terminar creyendo que los poemas de Guillermo-Augusto Ruiz son complicados, intricados, de difícil acceso, oscuros, plagados de un hermetismo impenetrable… Pero es todo lo contrario. De hecho, sorprende la simplicidad, la llaneza, la claridad, la evidencia, la sencillez con que los abismos más vertiginosos son afrontados. No hay una pose forzada que se quiera oscura y misteriosa. La vieja pose del hermetismo no se asoma por ningún lado. Y sin embargo eso no quiere decir que no haya una terrible profundidad. En el discurso “La montaña de los olivos”, Zarathustra habla de la admiración que siente por todos aquellos que, silenciosos y enigmáticos, saben ocultar el misterio que llevan consigo. Eso da la impresión de profundidad en sus aguas: “Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta. Pero existe otro tipo de hombres enigmáticos que porque son profundos no necesitan aparentar una supuesta profundidad: su profundidad aparece con evidencia en su superficie, en la llaneza y claridad de lo que dicen. “Pero los luminosos, los bravos, los transparentes -ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara- lo traiciona.” Es ese el mayor logro de Prosas Sacras: es una demostración de que no hay necesidad de enturbiar las aguas para ser profundo, que al contrario las aguas más claras son las que dejan translucir lo abismal del pozo. No hay un pretil que haga creer que el pozo es profundo y peligroso. Aquí las advertencias no sirven de nada, pues la profundidad y el vértigo son un hecho, aparecen plenamente. El abismo está cerca; aquí se lo dice claro, eximio. A fin de cuentas, la poesía no es más que eso: “Vértigo tapizado de huesos –sin pretil hacia el abismo.”
Fernando Iturralde Roberts
4. Los dos textos escritos por el poeta y ensayista Juan Carlos Ramiro Quiroga, más conocido en la blogosfera como "mister K":
http://www.culpinak.blogspot.com/
http://www.arbork.com.bo/ver_entrada.php?id=120&tipo=8
5. MUESTRA DEL LIBRO
OFICIO DE HEFESTO
Origen
Parido para ser partido –y no por un rayo, sino por el asco relampagueante de su propio padre–. No hay otro que, como él, anuncie a Lucifer; pero ni luz ni orgullo ni alas que se desgajan en las mandíbulas del aire: sólo un cuerpo desnudo y deforme como un árbol en invierno, un cuerpo a punto de hender la tierra sedienta de sangre.
Así nace Hefesto: de la humillación, de la muerte, se levanta, pone un pie en la tierra y se levanta, como el mismísimo fuego de la raíz de la ceniza: el pecho y la barba manchados de lodo y estiércol, una sola llama vertical, una sola herida radiante, de pie en la oscuridad.
En la sombra
Y la faena fija
Sobre el eje de la herida.
Y la fugacidad ficticia
De las horas y los huesos.
Y el reflejo de los ojos
En el filo del hierro.
Y el fuego en la frontera
De los rasgos que se esfuman.
Y tanta lava en fuga
Y tanta furia
Para forjar un solo
Relámpago.
Frente al espejo
Era tan hermosa aquella caja,
Cerrada. Ni las cadenas de Prometeo
Te libraron de tu vicio. Ahora,
Tu vida entera brota
Del yunque, en un haz de chispas.
Y es tu destino de hierro
Enfrentar sin fin los rostros del fuego.
2 comentarios:
Buen tentempié para salir corriendo a la librería.
Malina, gracias por visitar esta página. Y gracias por tu apoyo. Visité tu blog, está muy bueno.
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