Buscando en diskettes
antediluvianos, encontré este cuento, escrito a dos manos con mi querido amigo
Fer (que, en este blog, publica como "Ramirito"), allá en el año
1999. Creamos a Javier Nikolo, autor de historias tan absurdas como influidas por
los escritores que, en ese entonces, leíamos con goce adolescente. Sartre,
Camus, Gogol, los autores del teatro del absurdo, entre otros. Claro,
éste no fue el único relato que escribimos a dos manos, pero
sí fue el único que quedó entre mis cosas. Por eso ahora tengo el impudor de
publicarlo en el blog. Recuerdo también la forma en que escribíamos. Siempre en clases, desoyendo la sabiduría de los profes, pasándonos por turnos
el cuaderno borroneado. Uno empezaba la historia y el otro debía continuarla
sin saber cuál era la idea que el primero tenía en mente. A veces escribíamos historias a tres manos o más. Recuerdo una sobre
la historia de Mambrú, que se iba a una guerra en el Perú. Esa la escribimos
con nuestro amigo Linch.
Ahí va "El can", de Javier
Nikolo, perteneciente al libro por siempre inédito De perroburguers y salchiquesos (La Paz, 1999).
EL CAN
Durante la semana pasada, Mamerto Mamani ha visto sucederse los hechos más
insólitos. El lunes 25 de marzo constató, en un arranque metafísico, que el
perro que siempre lo saludaba cariñosamente camino del trabajo no se encontraba
en su esquinita sucia. ¿Lo habían envenenado los vecinos? ¿Era obra de la viuda
insomne que manguereaba las aceras a diario? ¿O, como es costumbre, lo había
pisado un auto? (Y eso era, sin duda, obra de algún borracho o de algún hijito de papá que nunca
falta.) Ambas conjeturas llevaban el
cadáver canino a las aguas turbias del río Choqueyapu. O quizá encontrara la muerte en la perrera municipal. Pero
aquello resultaba menos verosímil, porque ésta nunca había
asomado por el barrio. Mamerto Mamani decidió, pues, que lo más seguro era que
al seguir y perseguir a una perra en celo hubiera terminado por perderse.
Llegó a su modesta oficina con su acostumbrada puntualidad. Pero después de
saludar al Ramiro, bajó la vista por una seña que éste le hizo, y vio entonces
los zapatos negros del Teófilo, quien estaba debajo del escritorio en extraña
posición yoga, comiéndose las uñas con la mirada perdida. Mamerto Mamani no
tardó en reaccionar, pidiéndole a su mensajero que saliera inmediatamente de
allí. Pero el Teófilo, por toda respuesta, gruñó y salió dando brincos con la
lengua fuera. Mamerto Mamani se quedó perplejo. El Ramiro lo sacó de ese
estado:
¿No va a hacer nada, jefe?
Entonces Mamerto Mamani agarró todo lo que había sobre el
escritorio –una pila de papeles, un reloj y una engrapadora con las iniciales
TCF–, le pidió al Ramiro que abriera la puerta y echó a la calle todo lo que
llevaba en los brazos.
Luego, le entró un sabor similar al remordimiento: la ausencia del perro del
barrio y el repentino comportamiento perruno del Teófilo podían estar
vinculados. Fue cuando salió a la calle y encontró a su mensajero durmiendo en
el cordón de la acera.
Receloso, Mamerto Mamani se acercó hasta el cuerpo
dormido, pero entonces, viendo que el Teófilo tenía ese aire de borracho
desolado que había lucido tantas veces, le palmeó el hombro como en los buenos
tiempos de bares y de putas. El Teófilo abrió los ojos y con súbito rugido le
mordió la mano. Mamerto Mamani alzó un grito de profundo dolor, mientras el
extraño ex mensajero escapaba como un verdadero perro eufórico.
Agarrándose la mano herida, Mamerto Mamani se dirigió a las Urgencias
del Hospital Obrero, que quedaba solo a unas cuadras de la oficina. Después de
una larga espera, el enfermero miró la herida con desdén. Luego, levantando una
ceja pícara, le preguntó:
¿Quién lo mordió?, ¿fue su mujer?
No haga chistes cojudos, replicó nuestro héroe.
El enfermero hizo un ruido molesto con los dientes y se puso a desinfectar la
herida de mala gana.
Mamerto Mamani despertó en su cama, la frente cubierta con una toalla húmeda, y
supo que era un nuevo día. Su mujer entró en el cuarto con la bandeja del
desayuno: api con tostadas. Mamerto Mamani se quitó la toalla y se incorporó
con esfuerzo, recibió la bandeja y se la puso sobre las rodillas. Una vez
engullidas las tostadas, probó el api que le calcinó la lengua, pero no recordó
lo que había ocurrido el día anterior sino cuando vio su mano vendada.
Entonces, como era no solo un hombre de costumbres inviolables sino de
principios inflexibles, desoyendo las advertencias de su mujer, Mamerto Mamani
se precipitó a la oficina tras vestirse en un santiamén.
Estaba a punto de desfallecer cuando el Ramiro lo sostuvo en el aire: había
contraído rabia, era evidente. Lo llevó a Urgencias del Hospital Obrero y tuvo
que sumarse a las treinta y tantas personas que esperaban su turno en una sala
blanca como la muerte.
Mamerto Mamani deliraba por la fiebre. De pronto, el médico salió al pasillo y
llamó:
¡Mamani! Puede pasar.
Ya era hora, protestó el Ramiro.
Pero era el Teófilo quien los esperaba en el vano de la
puerta: estaba vestido con un mandil y tenía una credencial a la altura del
pecho.
Qué haces vos aquí, preguntó en vano nuestro héroe.
Te estaba esperando, jefe, ¿pasamos a mi consultorio?
¡Tú no eres doctor, cabrón!
Al decir esto, Mamerto Mamani se derrumbó. Sus
fuerzas lo habían abandonado por completo.
El Teófilo intentó acercarse al enfermo, pero su ex colega lo mandó al suelo de un
puñetazo en la cara. Cuando se libró del hombre perro, el Ramiro se volvió para
atender y ayudar a Mamerto Mamani, que sufría discretas secreciones de espuma
entre los dientes.
¡Ayuda, se está muriendo!, gritó en el pasillo del hospital.
Al despertar, Mamerto Mamani se halló en cama. Se alegró al ver entrar en la
habitación al Ramiro, pero enseguida ingresaron tres médicos uniformados con
mandiles de un hiriente color blanco, quienes le dieron la espalda al enfermo.
Mamerto Mamani se incorporó y los saludó.
Los médicos ni se inmutaron. Hablaban con el Ramiro, tomaban nota.
¡Oigan!, gritó Mamerto Mamani, no soy el perro para que me ignoren de esa
forma.
De hecho, señor Mamani, replicó uno de ellos, temo que ése sea el problema.
Entonces Mamerto Mamani miró sus huesudas manos envueltas en una leve capa de
vello café. Se agarró la cabeza y, al tratar de gritar, aulló. Su vista empezó
a nublarse y, de pronto, los doctores, así como Ramiro, eran absurdos actores
de una película en blanco y negro. Por un momento, Mamerto Mamani pensó que se
hallaba inmerso en un mal sueño, pero luego, cuando uno de los doctores le puso
la inyección, sintió en la boca el inaplazable sabor de la realidad.
Una vez más, Mamerto Mamani se sintió cansado, y se recostó. Antes de caer
dormido, se dio cuenta de que su fiel amigo le decía algo que no logró entender.
Javier Nikolo, De
perroburguers y salchiquesos (La Paz,
1999).