martes, 24 de noviembre de 2009

Un relato de Alphonse Allais: intento de traducción


He aquí un pequeño relato de Le parapluie de l'escouade, cuarta parte de las Obras ántumas de Alphonse Allais. La traducción es casi literal, respetando una estructura en las frases que es extraña hasta en francés. Los pleonasmos son parte del sabor original impuesto por Allais.

Póstumo

Asistía regularmente todas las noches, en aquella época, a un pequeño café de la rue de Rennes donde me encontraba con una decena de amigos, estudiantes o artistas. Entre estos últimos, un joven alto, escultor, muy dulce, hasta un poco ingenuo. Le decían, nunca supe por qué, el Refinador.
En el bal Tonnelier, una noche, el Refinador levantó una jovenzuela muy pálida, de cuyos grandes ojos cafés se desprendían por momentos unas llamaradas inquietantes. Él se encariñó mucho y, desde aquel momento, no la dejó más.
Ella se llamaba Lucie.
Le aumentaron de Lammermoor, que un tipejo de la banda transformó en la madre Moreau. El nombre se le quedó.
Todas las noches, regularmente, a eso de las nueve, el Refinador y la madre Moreau llegaban al café.
Él jugaba una partida de billar, mientras que ella se instalaba a leer los diarios ilustrados, escuchando con gravedad los cumplidos que le hacían acerca de sus hermosos cabellos negros, de su exquisita piel blanca y de sus grandes ojos cafés.
En aquella época, no recuerdo cómo sucedió, el demonio del juego se apoderó de nosotros. El poker se volvió nuestro único dios.
En nuestra mesa, en lugar de las tranquilas charlas des antaño, resonaban :
– ¡Pago!... ¡Aumento cien!... ¡Mejor par rey!... ¡No le gana a una escalera real!
Una noche, el Refinador vino sin Lucie.
– ¿Y la madre Moreau? Preguntamos en coro.
– Está en Clamart, donde una de sus tías que está muy enferma.
La tía de Clamart nos inspiró a todos una sonrisa.
Esa noche, el Refinador ganó lo que quiso. Los demás intercambiábamos miradas que significaban claramente:
– ¡Que suerte de cornudo!
Pero el Refinador era tan buena gente que uno evitaba cuidadosamente apenarlo.
Al día siguiente, Lucie volvió. Nos informamos con una unanimidad conmovedora de la salud de su tía.
– Un poco mejor, gracias. Pero habrá que tener mucho cuidado. De hecho, vuelvo a verla el jueves.
El jueves, en efecto, el Refinador llegó solo. La suerte del otro día regresó, igual de insolente. Hasta a él le incomodaba. Nos decía a cada instante.
– De verdad, amigos míos, me abochorna dejarlos limpios de esta manera.
Un poco más y nos la hubiera devuelto nuestra mugre.
Las visitas a la tía de Clamart se hicieron cada vez más frecuentes y siempre coincidían con una suerte increíble para el Refinador. Con tanta regularidad que al final, cuando lo veíamos llegar solo, nadie quería jugar.
Él nunca se dio cuenta de nada. Tenía una fe inquebrantable en su Lucie.
Una noche, hacia la medianoche, lo vimos entrar como un loco, pálido, con los pelos de punta.
– ¿Y, qué tienes?
– ¡Oh! Si supieran... Lucie...
– ¡Pero habla de una vez!
– Muerta... hace un instante... en mis brazos.
Nos levantamos y lo acompañamos a su casa.
Era cierto. La pobrecita madre Moreau yacía sobre la cama, aterradora de lo fijos que estaban sus grandes ojos cafés.
El entierro fue a los dos días.
Ver al Refinador daba pena. A la salida del cementerio nos rogó que no lo dejáramos.
Pasamos la velada juntos, tratando de distraerlo.
Cuando cerró el café, la idea de regresar a su casa solo lo espantó.
Uno de nosotros se apiadó y propuso:
– Un pokercito en mi casa, ¿qué les parece?
Eran las dos de la mañana. Nos pusimos a jugar. Toda la noche el Refinador ganó, como no había ganado nunca, incluso en los mejores tiempos de la tía de Clamart. Con gestos de sonámbulo recogía sus ganancias que luego nos prestaba para que el juego siguiera.
Hasta que se hizo de día se le mantuvo la suerte, vertiginosa, loca.
Sin comunicar una palabra, teníamos todos la misma idea: "esta vez no podemos decir que es Lucie que lo engaña.”.
Al día siguiente, nos enteramos que la jovenzuela había sido desenterrada y violada durante la noche.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El callado descendimiento de la nieve



Sobre Los vivos y los muertos
, de Edmundo Paz Soldán



Advertencia: esta reseña revela el final de la novela.


Fragmento de la contratapa:

"Los jóvenes habitantes de Madison han construido un mundo de aspiraciones truncadas, secretos inconfesables y pasiones desatadas. En un breve espacio de tiempo las muertes de varios adolescentes convertirán la aparente armonía del pueblo en algo cercano a una maldición."

No creo que sea extraliterario afirmar que si una novela nos agarra y no nos suelta hasta el alivio de la última página, tiene que ser buena. Antes de darnos cuenta, estamos “apueblados” –como diría Ortega y Gasset–, de manera que no nos damos tregua hasta llegar al final de ese mundo que, por unas horas o unos días, nos ha habitado. Y aun después de la última página, ese mundo sigue presente en nosotros, como una huella, como una terca brasa verbal. Los vivos y los muertos, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, provoca ese efecto.

Novela construida a través de distintas voces pertenecientes a los habitantes de Madison, no funciona con capítulos ni grandes unidades, sino con una sucesión de monólogos breves. A la brevedad –e intensidad– de los monólogos, se suma la brevedad e intensidad de la obra. Es destacable este rasgo. Uno echa de menos el trabajo de síntesis en las novelas contemporáneas, en las cuales la extensión parece predominar sobre la densidad. No es el caso de esta novela. Además, la disposición tipográfica, a veces más cercana de la poesía que de la prosa –en la medida en que rompe el efecto “bloque” de los párrafos y opta muchas veces por las líneas sueltas o bien los párrafos de dos o tres líneas– no es ajena tampoco a la sensación de deslizarnos suavemente, sin esfuerzo, por el río de palabras y el hilo nunca interrumpido de la historia de las muertes en Madison.

Cercana por su forma a cierta narrativa de Faulkner y, por su contenido, al cine negro y a cierto cine americano que denuncia el modelo estadounidense –del cual American Beauty es un ilustre paradigma–, esta novela, me parece, acierta en el uso sistemático de los monólogos, por un lado, y, por otro, en el empleo casi exclusivo de los tiempos pretéritos. Efectivamente, los monólogos refuerzan, es más, encarnan la soledad y el aislamiento existencial de los habitantes de Madison; los espacios en blanco al inicio y al final de cada soliloquio marcan barreras elocuentes entre los personajes. Así, la evocación de cuerpos destrozados es, a mi ver, una mise en abîme de algo ya sensible en la forma global del libro: corpus fragmentado, elíptico, hecho de soliloquios en que se habla casi solamente de reminiscencias. En efecto, que los personajes "hablen" en pasado no es extraño;

sí lo es, en cambio, que el pretérito se emplee aun en momentos en los cuales, usualmente, se impone el presente –cuando se declara una verdad general o se describe el otoño en Madison, por ejemplo–. Creo que hay dos razones: los personajes hablan de lo que ya no existe para poner de relieve la irreversibilidad destructiva del tiempo, la fragilidad de las personas, los lugares, las vivencias; y algunos lo hacen, aun al referirse a sí mismos, porque están muertos, produciendo de esta forma una atmósfera fantasmal sobrecogedora. En este sentido, la nieve que cae sin tregua sobre Madison es también el olvido que, implacable, desciende sobre las vidas bruscamente interrumpidas, pero también sobre las otras, que prosiguen, como sombras, del otro lado de las ventanas escarchadas. El pueblo ficticio de Madison se revela entonces como una página en blanco que aguarda el aliento, la escritura, ya sea de sus vivos o de sus muertos. Pero en el último párrafo de la novela, caemos en la cuenta, a posteriori, de que esas voces no salen del limbo, sino de que es Amanda, una de las adolescentes protagonistas, quien les insufla la vida:


Amanda, me digo, Amandita, tienes diecisiete años y lo único que quieres es salir con vida de Madison. Y luego, algún día, escribir de los que dejaste atrás, enterrados bajo la nieve, algunos bajo tierra y otros mirando a la calle detrás de una ventana cubierta por la escarcha. Sí, sólo eso quieres, escribir sobre los vivos y los muertos.


En realidad, lo que hace Amanda no consiste en escribir sobre, sino desde los vivos y los muertos. Y a la referencia al juego de máscaras de Webb, el pederasta asesino, se suma, a mi ver, otro juego de máscaras: el de Amanda, la autora. Amanda, efectivamente, debe llevar una máscara distinta para hablar desde los diferentes personajes. Sólo así logra expresarlos por bocas muertas o cerradas por el dolor. Paradójicamente, sólo con esa distancia –identitaria y temporal– parece posible hablar desde lo sucedido, desde las intimidades inconfesables, el horror indecible e incluso el desequilibrio mental.

Este final no es anodino, pues nos invita a releer el libro desde otra óptica: como invención, como artificio literario que se reivindica como tal; pero es inobjetable que constituye, a la vez, una memoria urgente de la banalización de la violencia, del horror y el absurdo en la sociedad estadounidense posmoderna, ese gran cuerpo despedazado. Y por fin, de un modo más universal –pienso aquí en el epígrafe de Orhan Pamuk y en el leitmotiv del libro–, tal vez nos hable también de esa nieve tenaz que desciende día y noche, tan callando, sobre nuestras cabezas, y que tarde o temprano nos borra de la p

ágina.




martes, 10 de noviembre de 2009

Al pan, pan, y al vino, vino



Es fascinante la atracción que ejerce una buena caca. Sea de vaca, de perro o humana –si bien esta última parece ser la que goza de más atención por parte de cualquier ser vivo–, se convierte en pocos minutos en el centro de gravitación de las miradas, del olfato ofendido y, también, claro está, de los círculos de moscas que, siempre en vilo, parecen existir sólo para eso; o en todo caso, como si el instante del encuentro entre una caca y una mosca fuera algo precioso dentro de esa de por sí breve, intensa y, se entiende, preciosa vida. Es más: cuando han disminuido las miradas y el olfato humanos –digamos, al cuarto de hora–, puesto que la caca ha perdido ya esa mezcla de frescura y fuerza de los inicios, sólo las moscas parecen capaces de admirar la belleza de la caca, su calidad de mesa, banquete y recinto sagrado: todo a la vez.

Y entonces, ¡qué hermoso ver cómo ese objeto blando, tonto, sin vida, desborda de pronto de energía y amor y voracidad! Cena que se resiste a caer en el tedio de la sobremesa y, a la inversa, opta por la vida, arrugando el mantel, las servilletas, rompiendo los floreros, salpicando las paredes, traspirando los vestidos en una orgía bestial que dura años enteros; tampoco debemos olvidar que, para ellas, es siempre la última cena.

Y conforme pasa el tiempo, la caca ya no existe o existe solamente como un molesto obstáculo para los transeúntes que pasan cerca de ella o por sobre ella, o ya directamente la pisan sin piedad y siguen su camino, imparables, indiferentes, sin sospechar que, para ciertas privilegiadas, esa caca fue una intensidad y un crepúsculo y una despedida.

Pensar que así son las grandes obras bajo las alitas de los críticos.